Despego los párpados y,
sumido en el sofá de terciopelo ante el retrato de Laura, su imagen se me
ondula en una niebla de lágrimas al recordar que ella sigue muerta, que solo
acabo de soñar que la asesinada haya sido Diana Redforn, esa modelo, y que no
es verdad que de entre los muertos ella haya entrado por esa puerta, ni que
hayamos intimado mientras yo descubría al asesino de Diana, ni que vayamos a
casarnos. Habríamos formado una curiosa pareja, una sofisticada publicista de
éxito y un teniente de policía.
La tal Diana, con la
que en el sueño todos –incluido el asesino- confundíamos a una Laura que había
pasado el fin de semana aislada en el campo, solo es otro fantoche de mi
fantasía onírica o alcohólica. En verdad es la pobre Laura quien yace en la
morgue, el rostro tan devastado por la tormenta de balas como mis ilusiones
ahora al despertar. Tendré que conformarme con este retrato pintado por Jacobi
en estado de gracia –también él la amaba-, con la visión de estas pupilas
llameantes a la noche de su pelo, de los pómulos de nácar, de los labios
jugosos. Ya nunca llegaré a conocerla. Y no podré tocar su piel trémula y
pálida, ni sentir el río de su sangre bajo la carne lunar, si de algún modo no
logro disecar este sueño que ya se me desmenuza entre los dedos como la nieve
del olvido. Tendré que conformarme con palpar la superficie neutra del lienzo, con
resbalar por su inocuidad bidimensional.
Al menos, a esta belleza
del cuadro nadie le hará daño: pienso llevármelo en cuanto se dé por cerrado el
caso. Lo colgaré en el salón y cada noche lo trasladaré al dormitorio para
hacerme la ilusión de vivir con ella. Pero para siempre seguirá lejos de mí,
aislada de lo real por ese marco de caoba, encuadrada en esa ventana que se
orienta a un mundo fantasmal, cercada por el círculo mágico del arte, congelada
en esa actitud de serena complacencia y leve provocación, las llamas en las
pupilas, inconsciente de la destrucción que éstas pueden promover y que han
acabado por consumirla en el ardor de su fiebre. Los rumores de la lluvia
resuenan en esta penumbra y los líquidos reflejos palpitan en sus mejillas
creando el efecto de lágrimas.
Después de pasarme el
día entero escuchando los ebrios recuerdos de sus amantes, la autocompasión de
todos esos despechados que parecen celosos de la misma muerte que se la ha
llevado, las nostalgias punzantes de los sospechosos de haberla asesinado, he
acabado intoxicado por sus evocaciones. Sí, me han deslumbrado los reflejos que
de Laura todos ellos proyectan en los espejos distorsionados de sus memorias, y
al acabar la jornada no he podido resistirme a venir al apartamento de Laura,
atraído como un suicida por la muerte.
Sin reconocer que me
había enamorado de una muerta, venía con la excusa de volver a inspeccionar el
lugar de los hechos, de revisar sus cartas y el diario para leer entre líneas
el nombre del asesino. Pero en verdad he venido como a una cita de enamorados,
ambientada con la soñadora melodía de su disco favorito, aspirando la estela
que del perfume de jazmín aún guarda –con sus suspiros- el aire, bebiéndome su
whisky y sin dejar de mirarla como en una velada íntima en la que hubiéramos
optado por un silencio de mutua admiración que hubiera culminado durmiéndome en
este sofá, abrazado, no obstante, al fantasma de su ausencia.
Con la coartada de
encontrar alguna pista, antes de sentarme inspeccioné su cómoda, el armario y
la mesita, para encontrar en la suavidad de la seda y en la caricia del satén
un recuerdo imposible del tacto de su piel. Ha habido muchos que la han tocado
de verdad y cualquiera puede ser el asesino. En el sueño el culpable era Waldo
Lydecker, ese viejo zorro que la encumbró en el mundo de la publicidad y
modelándola a la medida de su estética –y de su lujuria-, infundiéndole los
valores de una religión en la que él era Dios y a un tiempo su sumo sacerdote,
sobre todas las cosas la enseñó a amarlo y a considerarlo el más admirable de
los hombres.
Polígrafo y crítico de
todas las artes, la pluma de Lydecker es la más valorada de Nueva York y su
opinión deviene sentencia. Se trata de un cínico manipulador capaz de remover
los criterios y conmover los sentimientos de las masas; un prestidigitador de
la verdad, de verbo tan sutil y estilizado como su figura; un malabarista de la
realidad para quien no fue difícil subyugar a Laura. Y además de no resistirse
a su decadente encanto, ella le estaba agradecida por la manera en que impulsó
su carrera.
Hasta que Laura,
treinta y cinco años menor que él, despertó de su hechizo y empezó a sentirse
atraída por jóvenes sanos y atléticos –como yo-, mucho más atractivos que ese
cadavérico viejo complicado y retorcido. Las pasiones crepusculares de esos
estetas que se presumen inasequibles al convencionalismo de las “emociones
corrientes”, si son frustradas, pueden desencadenar reacciones más peligrosas
que las de los matones de los barrios bajos. Pero no he de dejarme arrastrar
por mis prejuicios contra él, por el horror a lo opuesto, porque yo soy lo
contrario que Waldo, un hombre de acción, y, aunque nunca la haya visto sonreír
al sol radiante ni apresurarse bajo la lluvia -¿se puede estar más viva y bella
que en el retrato?-, también estoy celoso de Laura.
Lydecker sostiene que
anteanoche –la noche de autos- había quedado con Laura para cenar y a última
hora ella canceló la cita porque había pensado pasar el fin de semana en el
campo –de ahí mi sueño- para meditar sobre su futuro inmediato. Pero no llegó a
salir de aquí.
Todos esos galanes que
la trataron son tan sospechosos como Waldo. Jacobi, el pintor (por así decir,
el que me la ha presentado), fue el primero a quien se entregó Laura, recién
huida de Waldo. Luego siguieron Davies, el novelista; Lawrence, el arquitecto, o
el célebre empresario Anderson.
De todos ellos la
rescató para sí Lydecker utilizando su más eficaz arma, el veneno de su
estilográfica. Como todos eran más o menos famosos, bastaban un par de
artículos para desactivar en público los engranajes de sus talentos, desenmascarar
su inoperancia, desvelar los trucos de que se valían sus artes, desvelar a una
luz desfavorable los rudimentos de sus obras. Desengañada la auténtica
destinataria de aquellos artículos, Laura volvía a los descarnados brazos de
Waldo como quien recae en una enfermedad.
Pero ella conoció a
Shelby Carpenter en una fiesta, le buscó un puesto en su empresa de publicidad y,
paradójicamente, los ataques de Waldo se estrellaron contra el bastión de
estupidez del alto, fornido y apuesto Shelby. No pudo desacreditarlo
sencillamente porque era un donnadie canallesco que no tenía reputación ni obra
que defender. Se trata de un joven vividor, cretino y crápula, que desde la
adolescencia se deja mantener por mujeres maduras. Saltan a la vista su
falsedad, superficialidad y cobardía; y cuando una mujer se enamora de
semejantes cualidades, resulta arduo hacerle cambiar de opinión.
Shelby no tiene una
coartada válida para el viernes noche; ni siquiera se la ha prestado su última
conquista, Mrs. Treadwell, precisamente la tía de Laura, otras quincuagenaria
desesperada y susceptible, como Waldo, de locura homicida contra el único
obstáculo a su pasión otoñal: su sobrina. Tampoco puedo olvidarme de todas las
esposas y amantes de los hombres que amaron a Laura; ellas también tenían un
móvil. Y sin embargo, amo demasiado al sueño que acabo de disfrutar como para
no creer que haya sido premonitorio: Lydecker es mi sospechoso número uno.
Sea quien sea el
culpable, voy a llevarlo a la cámara de gas. Siento que se lo debo a Laura por
haberme inspirado el más feliz sueño de mi vida.
Aunque bien pensado, si
no hubiera sido por el asesino, nunca habría llegado a conocerla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario