Por culpa de esos cobardes 1916 pasará a la Historia de la Guerra como un año de estancamiento en el frente y yo, el general Mireau, tendré que esperar otra campaña para grabar mi nombre a sangre y fuego en un mapa bélico que por ahora, después del avance relámpago de los alemanes, se reduce a un par de inmensas trincheras, sendas grietas de casi mil kilómetros de donde nadie se atreve a asomar.
Y en este punto muerto –¡una oportunidad de oro para pasar a los libros de Historia para los audaces como yo!- resulta que nuestros peores enemigos no son los boches sino esos periodistas y politicastros que no parecen franceses de verdad y, envidiándonos a los militares el poder que detentamos, se dedican a desprestigiar a su propio bando, por lo que he de guardarme de que nada se filtre sobre el ataque al Hormiguero. Ignoran que en la batalla todo está permitido con tal de vencer; nos mandan al frente para que defendamos sus privilegios y prebendas, y luego se permiten cuestionar nuestros métodos. En esta guerra no habrá criminales, sino vencidos.
Esos metomentodo civiles tienen fino el paladar, y son tan pusilánimes y defienden conceptos tan pálidos, difusos y borrosos –democracia, igualdad, libertad- que, aunque sin dejar de roer las cortezas y migajas de su palabrería, como ratas permanecerán a reguardo hasta que se declare la paz. Pero esto es el ejército, aquí hay que obedecer y la muerte es el precio tanto de la gloria como de la indisciplina.
Lo digo por esos civiles que vienen aquí creyendo que van a ejercer sus profesiones, como ese cursi del coronel Dax, el abogado. El muy cretino creerá que los boches van a interrumpir el bombardeo para escuchar su alegato. Y lo peor es que su incompetencia ha estancado mi carrera y mancillado el honor de Francia, la devoción de mi vida. Amo el himno –aunque sea revolucionario- y la bandera al punto de que para defenderla no me importa convertirla en mortaja, pañuelo de lágrimas o venda de sangre. En cambio, el otro día ese traidor de Dax la comparó con el capote rimbombante de un torero y se refirió a nosotros, los patriotas, como canallas. ¡Ese hombre es capaz de anteponer a la bandera la vida del atajo de miserables que tiene por regimiento!
Todo empezó hace tres días, cuando los rumores de una ofensiva por parte del Estado Mayor se concretaron en las órdenes de mi amigo el general Broulard. Durante la cena, me habló sobre la posibilidad de tomar la colina del Hormiguero, la posición clave de esta zona y, llevado por la inercia de la inactividad, cometí el desliz de replicarle que, mientras que a duras penas podíamos defender nuestras líneas, pensar en un ataque sería quimérico. Pero entonces George, el general Broulard, me dio una lección. Cuando se refirió al honor de nuestro ejército y me encareció la necesidad de contrarrestar el avance inicial de los alemanes con un contraataque, y tangencialmente me hizo saber que el éxito de la operación me valdría una condecoración y el mando del XII Ejército, la misión ya me pareció menos inviable. A los postres la consideré factible, y con el coñac cosa hecha. Lo cual no quiere decir que no piense en mis hombres, sino que si se trata de Francia, uno ha de ser frío y pensar en ellos como simples peones dispuestos a sacrificarse por la victoria.
De modo que esa misma tarde, ya que no soy un militar de mapas y planos –lo demuestra la cicatriz que me cruza la mejilla-, me presenté en la trinchera para arengar a los hombres. Los encontré distantes, casi devastados por el hambre y la falta de sueño, algunos medio catatónicos de miedo y con lo que los periódicos llaman neurosis de guerra, decrépitos y harapientos, acaso a punto de derrumbarse como escombros humanos. En definitiva, faltos de espíritu, lo cual se debía al tal Dax. Pero a una palabra mía los electrizó una corriente de ánimo, y el entusiasmo y la fe en la victoria les brilló en los ojos como una de esas bengalas que en la noche iluminan la tierra de nadie sembrada de cadáveres. Todos menos el coronel Dax. Le pasa lo que a los intelectuales, que los atenaza la duda, piensan demasiado y confunden la inteligencia con el derrotismo.
Como se atrevió a dudar de la empresa, le prescribí un permiso indefinido y logré que cambiara de actitud: picó el anzuelo. Sabía que reaccionaría así; es un miserable, pero también un sentimental que no iba a abandonar a la morralla que sus hombres han demostrado ser. ¿Qué son unos cuantos individuos en comparación con una posición tan estratégica como el Hormiguero y la gloria de conquistarlo?
Reconozco que aquella trinchera del Regimiento 701, el que llevaría a cabo el ataque, no era precisamente cómoda, sino más bien un simulacro del Infierno, los obuses caían aquí y allá repartiendo la lotería de la muerte, pero aquello era otra razón para dejar de estar allí apiñados por el miedo, salvar las alambradas propias, saltar a campo abierto, y tras poco más de un kilómetro bajo el fuego, escalar la colina, eludir las alambradas, atacar con fiereza, poner en fuga al enemigo y, aun sin refuerzos, defender la fortaleza; todo ello apenas con un setenta por ciento de bajas. ¿No habían oído hablar de la Carga de la Brigada Ligera?
Dado que iba a ser un día duro, ayer por la mañana preparé el coñac y los prismáticos para presenciar el ataque desde la colina del oeste; de lejos se tiene una visión más clara del movimiento de las tropas, aunque esta vez no había lugar para piruetas estratégicas, solo se trataba de agachar la cabeza y embestir, y ya he caído en otro símil taurino; la estupidez es contagiosa. Pero tampoco hubo mucho que ver. Nada que no fuera la cobardía de esas ratas, porque para vergüenza de Francia los pocos que avanzaron cayeron, otros retrocedieron a los pocos pasos y la mayoría ni siquiera alcanzó nuestras propias alambradas.
Enfurecido, ordené por teléfono a nuestra batería que hicieran fuego contra esos cobardes: era la única forma de hacerles salir. ¿Acaso no hay que disparar contra los desertores? Sin embargo, ese traidor del capitán de artilleros Rousseau –así tenía que llamarse- se negó a hacerlo sin orden escrita. Es lógico que me pusiera así; desde aquella cima tuve que asistir al desplome de mis aspiraciones.
Y ahora voy a depurar responsabilidades. Por culpa de esa gentuza tendré que esperar otro año para convertirme en un héroe. Mi reputación ha quedado en entredicho y mi ascenso se volatiliza; aunque me equivoco, lo que de verdad me ofuscó fue que Francia dejara de ganar el Hormiguero por culpa de aquellas hormigas. Ayer dictaminé que diez hombres de cada batallón fueran fusilados, bueno, siempre que el Consejo de Guerra que ahora se va a iniciar los encuentre culpables de cobardía frente al enemigo; ya me encargaré de que la sentencia sea justa.
Por supuesto, Dax oficiará como abogado defensor e intentará defender lo indefendible. Sostendrá que mi orden era un imposible; como si él tuviera competencias para discutir mis órdenes. La única prueba de que se trataba de algo imposible serían los cadáveres de esos tipejos retorcidos en la tierra de nadie. Y que conste que, como concesión al general Broulard, que ya le está temiendo a la opinión pública, he rebajado mis pretensiones de cien a doce hombres, y de doce a solo tres. Para que luego digan que soy inflexible. ¿Acaso mi honor no vale más que la vida de tres de esos sujetos? En el fondo soy un romántico que concede demasiado valor a los principios.
Pero se hará justicia y al menos esos tres caerán, lo juro por mi honor. Lo hago por amor a Francia y por la moral del ejército. Es la hora de la disciplina. Mis hombres la necesitan y por su bien yo se la administro porque para ellos soy un padre acaso duro pero justo.
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