Tengo un gusano enroscado adentro que me va royendo el corazón: soy como una manzana apetitosa, radiante por fuera y podrida por dentro. Desde la pubertad el gusano me envenena la saliva que trago y la de todos los hombres que he besado. Tanto ha prosperado con mi sangre que ya me domina la voluntad, me dicta cada palabra y no sé ni lo que quiero. He vuelto con Whit, pero él tiene otro gusano igual de voraz y nos parecemos tanto que, gemelos en la maldad y el egoísmo, estar con él resulta incestuoso.
A los pocos días de convivencia ya nos exasperamos y Whit no quiere reconocerlo. Nos pasó lo mismo hace un tiempo. Él es un mafioso con una máscara de respetabilidad, un barniz de honradez que se le descascara al retumbar de disparos en cualquier callejón. Reparte tarjetas con ribetes de luto y tiene a un montón de carteros intentando adivinarle el nombre de los destinatarios. Por eso no entiende que yo no me deje sujetar por las ligaduras de su voluntad y de su obsesión. Aquella noche de mi cumpleaños, a un chasquido de sus dedos, los que chasquearon en la calle de atrás fueron los huesos de aquel latino que no paraba de sacarme a bailar. De vuelta a casa le dije que lo dejaba y como quiso impedirlo, en vez de los insultos de costumbre, le descerrajé tres disparos y me llevé los cuarenta mil dólares que estaba guardando en la caja.
Apenas le había magullado un hombro y ni siquiera mellado su obsesión. Obviando a la policía, a los dos días me puso detrás a un sabueso que me devolviera intacta a su dominio. Lo contrató por diez mil; a Whit lo que menos le importaban eran los cuarenta de los grandes. Como a mí, el dinero es lo segundo que más le importa en el mundo. Ambos coincidimos en la preferencia principal: yo.
Era un perdiguero de pedigrí que no se dejó despistar por mis fintas, amagos ni pistas falsas, sino que me siguió por todo México, a través de La Reforma, el D. F., Taxco y Acapulco, como si fuera el mejor amigo de mi sombra. Parecía inevitable y puntual como la muerte o un amante que viniera aspirándome la estela del perfume.
Exhausta de huir por un laberinto que yo misma debía diseñar, me presenté a él en “El Mar Azul”, una umbría taberna de Acapulco, con el propósito de sobornarlo con sexo y algún dinero. El tal Jeff era un moreno grandullón de ojos nocturnos y rasgos tallados a hachazos, al que reconocí entre las cejas la marca de los inocentes, de modo que me senté con él y con insinuaciones y sonrisas me dediqué a encandilarle el aire de misterio. Creí oír cómo se le quebraba la voluntad en un millón de añicos. Incluso cometió el error de no preguntarme el nombre: me reconoció de las fotografías que le dio Whit. Le dije que las siguientes noches me buscara en la cantina de Pablo y lo dejé abismado de deseo.
En los dos días que tardamos en cruzarnos en lo de Pedro, no había avisado a su patrón: había mordido el anzuelo. Sabía yo que era de los que había que pescar con paciencia y caña larga; nada le habría sacado si me lo subo la primera tarde a los sórdidos altos de la taberna. Se trataba de hechizarlo con un buen encantamiento y dejarlo preñado de promesas y esperanzas. Los primeros días solo le dejaba besarme en la playa, entre las redes tendidas a la luz de la luna. Cuando lo dejaba, él mismo se encargaría de saturar de magia mi imagen y a la mañana siguiente yo intentaba reajustarme a los contornos de su fantasía.
Incluso lo convencí de que yo no tenía los cuarenta mil. No dejaba de flotar en una crisálida de éxtasis y ensueños donde el verano no declinaba. Quizá me contagié de esa inercia y tardé demasiado en llevármelo a la cama. Tal y como esperaba, justo entonces pinchó la burbuja de los sueños y reaccionó proponiéndome escaparnos a Texas. Pero la mañana que salíamos Whit se presentó en su hotel. En el bar Jeff le embotó las suspicacias explicándole que había vuelto a perderme y presentándole la dimisión. Mientras inadvertidamente yo pasaba camino de su habitación, Jeff le dejó caer su copa al regazo para distraerlo. Al final Whit renovó su confianza en él antes de tomar el avión de vuelta. Nos libramos por poco.
Nos fugamos a San Francisco. Como los tentáculos de Whit son extensos, vivimos como topos una temporada. Solo salíamos de noche; Jeff se emboscó detrás de una barba, y yo tras unas gafas. Me conmovió que nunca volviera a preguntarme por el dinero: solo me quería a mí. Aunque vivíamos precariamente, yo tenía el consuelo de palparme la cartilla del banco con el dinero, que llevaba oculta en el forro del abrigo. Y cuando salíamos a airearnos por las plazas de la noche, me cogía del brazo y me sentía tan ligera y libre y feliz como un gorrión que ha aprendido a volar. El cual parecía haberse comido el gusano del corazón.
Pero nos confiamos. Empezamos a ir al béisbol y a las carreras, y una mala tarde nos vio Fisher, el socio de Jeff en la agencia de detectives. Whit lo había enviado a rastrearnos, ya que a éste no hacía falta azuzarlo: al fugarse con el estipendio de Whit, Jeff también lo había traicionado a él. Procuramos esquivarlo, pero nos siguió y nos sorprendió en aquella cabaña de Pyramid Creek. A cambio de no delatarnos, me pidió los famosos cuarenta mil. Por supuesto, a éste no pude persuadirlo de que no los tenía, y lo peor es que aquello reveló a Jeff mi engaño. Tuve que liquidar a Fisher de un disparo al estómago y me escapé sola en el coche de Jeff. Le había visto en los reflejos de los ojos que ya no creía en mí. Le quería, pero amaba más al dinero. Cuarenta mil dólares solo ceden a cuarenta y un mil.
Aprendí el valor del dinero en el tugurio del suburbio donde me crié. Con trece años, mi madre me alquiló por una noche al prestamista por los treinta y cinco dólares que le debía, intereses incluidos. Loca de miedo, muchas noches aún siento las ratas de las manos del viejo corriéndome por la piel. Él me sembró la larva del gusano.
Al dejar a Jeff, volví a Nueva York y, como estaba sola y temía a Whit, me presenté a él diciéndole que estaba arrepentida y que había comprendido que no podía vivir sin él. Nunca me ha importado cambiar de bando: el auténtico amor de mi vida soy yo misma. Así conservé cierta ventaja que hubiera perdido si me hubieran enlazado alguno de sus sicarios. Además, él deseaba creerme con todas sus fuerzas. De hecho se tragó que había sido Jeff quien liquidara a Fisher. No fue mala idea volver con él. Soy el punto flaco de Whit, la única que puede apaciguarle su gusano; en cambio él, tarde o temprano, acaba por enardecer al mío.
Y así hasta que por casualidad un hombre de Whit ha encontrado a Jeff trabajando en la gasolinera de un poblacho. Whit va a hacerlo venir y con su amenazante benevolencia aparentará cobrarle la deuda pendiente encomendándole un asuntillo. Como un novelista genial que entrecruza dos tramas paralelas, pretende eliminar a su asesor fiscal, que lo está chantajeando, y hacer pasar a Jeff por el homicida. Y me necesita a mí para hacerle caer en la trampa.
Lo haré. Aunque ahora que estoy cerca de volver a verlo, me noto en la espalda el crecimiento de las alas que me llevaban flotando por las calles nocturnas de San Francisco, las alas de aquel gorrión que en verdad no se comió al gusano.
Obra maestra, de la que sólo tengo una duda. ¿Por qué no brilló más la carrera de Jane Greer? Hizo más pelis, pero...
ResponderEliminarSí, tienes razón, es actriz de una sola película. Los motivos parecen difíciles de encontrar, ya había hecho lo más difícil, pero no tuvo continuidad.
ResponderEliminar