-A
partir de ahora todo irá bien. Cambiaremos, yo la primera. También fue culpa
mía. He cancelado el contrato con la productora, me centraré en las series. A
propósito, la próxima adaptación será Grandes Esperanzas. Y se acabaron los
actos y los bolos, tendremos los fines de semana para nosotros solos.
En
el ambiente puro y límpido, aséptico, en aquel selecto silencio Ángela modulaba
con la claridad cristalina de sus diáfanos personajes. Sus palabras tintineaban
con ecos argénteos, reverberaban como plata recién pulida, la plata de unos
candelabros bruñidos sobre los que titilaran llamas puras. Me incliné a
servirle el champán del cubo cromado y al reincorporarme me noté más cerca de
Ángela, como si la silla hubiera querido aproximarme ahora me acogía la misma
luz que a ella, el resplandor lila de aquella lámpara con una diminuta pirámide
por pantalla, ya residía en la misma luz que ella, brillábamos en una onda
cálida, discreta, lujosa. Nos alojaba la misma mesa de nuestro primer
encuentro, espontáneo o tácito, quince meses antes. Para nosotros la cafetería
del Excelsior representaba lo delirante que resulta reflejar la realidad en la
ficción. Primero había sido el escenario del final de mi segunda novela; nos
habíamos inspirado en esa escena para, de vuelta a la realidad, encontrarnos
allí después del rodaje de Rojo y Negro; había reflejado todo eso en el espejo
fiel de este mismo escrito autobiográfico; y ahora nos reconciliábamos en
aquella especie de museo de nuestro amor. Como si los camareros hubieran
instalado en las paredes estucadas sendos espejos paralelos, la realidad y la
ficción multiplicaban nuestras imágenes al infinito. Puede que a ello se
debiera la teatralidad del ambiente. La irrealidad había infectado el local.
¿Tengo o no razón en alejarme de la literatura? Y eso no era todo.
He
de confesar que si intenté atribuir a la luz de aquella lámpara piramidal tanta
magia, si la sublimé con tanta poesía y, como si de un efecto luminotécnico de
dicha escenografía se tratara, al situarnos a ambos ardiendo a su íntimo
resplandor, la constituí en metáfora de nuestro amor, fue para que nuestra
reconciliación dejara de parecerme una parodia de aquel sueño en que ella y yo
nos reencontrábamos en la penumbra de un afterhour. Aunque entre nosotros ha
fraguado una compacta unión, he de reconocer que ésta carece de la armonía sin
palabras, de la honda comprensión que en el sueño fluía entre los dos, de
aquella muda y nuda emoción. Es frustrante que la cotidianidad de la vigilia
palidezca ante el fulgor de una fantasmagoría, ante el fantasma de aquella
serena pasión, ante una fantasía onírica. ¿Tengo o no razón en alegrarme de
haber dejado de soñar?
En
la cita real apenas paramos de hablar. En lo único que se pareció al sueño fue
en las miradas oblicuas de los clientes y empleados, en su insistencia en
observarnos de soslayo. Y sí, también parecían actores secundarios que
sostenían sus presuntas conversaciones en voz baja. Por serlo, también el
acompañante de la actriz famosa merecía curiosidad. Me imagino que los
viandantes a través de la cristalera admirarían a aquella embelesada pareja
locuaz, la reconocieran o no a ella, quedarían prendados de la complicidad de
aquellos dos tan cercanos entre sí, cálidos al crepúsculo privado, particular,
de la luz que irradiaba la lámpara, una luz que en gradación espectral había
pasado del ambarino, como si la tonalidad del champán se hubiera trasvasado a
la atmósfera, al violeta, pero basta de esto porque ya estoy volviendo a
exaltarlo todo. Es difícil curarse de la exuberancia de la literatura, en el
momento más inoportuno vuelve a declararse como esas recurrentes fiebres
tropicales.
No
puedo quejarme de la actitud de Ángela. Lúcida y generosa, alegre y brillante
en su traje de noche (no puedo evitar decir que su luz propia refluía de la
lámpara, retroalimentándola), en ningún momento me echó en cara el secuestro
sufrido a lo largo de veinticuatro horas por mi culpa. Por lo demás, era
evidente que solo había querido reconducir mi conducta y, con la colaboración
de mi madre y los demás, darme una lección por mis furtivas escapadas al garito
de Malatesta y mis coqueteos con el alcohol, la fortuna, y con aquellas damas
cuyos acercamientos e insinuaciones, rozamientos e incitaciones, me hubieran
procurado la segunda. Ángela me había descubierto; no se volatiliza fácilmente
el perfume del vicio.
-Cariño,
no tenía otra salida. Habrías seguido engañándome. Y todos entendieron que para
ti era lo mejor. Si te abandonaba, empezarías a valorar lo que habías perdido.
Tenía que hacerte recapacitar… Y yo no podía reivindicarme de otra manera…
Ahora empezaremos de cero.
De
mis restantes desventuras eran culpables la cuota de esquizofrenia y paranoia connatural
a todo novelista, la desmesura de mi imaginación, tan proclive a alimentar
mitos negativos, a cebar bestias negras, o las perversas casualidades, como la
coincidencia de que Malatesta, el rey de la prostitución y el juego, empezara
al mismo tiempo a intimidarme para cobrar su deuda. También por mala suerte me
topé con el Gordo la noche de botellón que para molestar a Ángela concerté una
cita con aquella profesional. El esbirro de Malatesta bajaba de cobrarle el
porcentaje semanal en pago de protección. Todo se ventiló en el proceso abierto
contra la mafia después de las detenciones posteriores al tiroteo de la calle
Olmo. También se supo que la tal Candy, la cajera del minimercado del pueblo,
estaba en nómina de Malatesta. El malogrado sicario de las muletas solo
aparentó perderme en mi fuga al pueblo; debió reconocerme cuando pasó de largo
mientras hacía autostop y me siguió la pista. El canijo contactó con aquella
provocativa rubia recién contratada por el bueno de Salus. Ni que decir tiene
que los más serios ataques, los atentados contra mi integridad física, no
habían sido obra de Ángela, sino de Malatesta, interesado, más que en el
montante de mi deuda, en que se supiese que nadie dejaba impunemente de
pagarle. Tenía demasiado dinero circulando para permitirlo.
Por
lo demás, los golpes de Ángela manifestaban su fina inteligencia, eran
ambivalentes, lograban aunar la afrenta con otros fines, nadie sino ella
hubiera podido conjugar el agravio y el beneficio. Por ejemplo, con el bloqueo
de mi receta electrónica había logrado dejar de tomar ansiolíticos y me libré
de los subsiguientes efectos secundarios. Y hablando de eso, tengo que decir
que a partir de entonces nuestra vida sexual ha sido plenamente satisfactoria. Habría
sospechado que el ardor de Juan Eduardo Galán le hubiera derretido la frigidez
de no haberse referido a él con ocasión de comentar el apoteósico éxito de El
Centro del Vacío. La publicación de mi novela había sido otro ejemplo de golpe
bienintencionado:
-No
sabes lo que me costó convencer a Luis de que la publicara. Y ahora no para de
hacerme ofertas para que lo asesore… Era mi regalo de aniversario, hasta que
unos días antes empecé a sospechar de tus retrasos. Por si no estabas de
acuerdo o resultaba un fracaso, se me ocurrió publicártela bajo un pseudónimo,
o más bien heterónimo, Louise Cristal. Si te parece, aún tardaremos en desvelar
el nombre del autor, te solicitarían cientos de entrevistas y hemos quedado en
que ahora no queremos que nos molesten.
Mudo
de vergüenza, patidifuso y patiabierto, mi espalda se deslizó por el respaldo
de cuero y tomándolo por una incitación bajo la mesa su pie empezó a explorar
la cara interior de mi muslo izquierdo.
-Hasta
Juan Eduardo está envidioso de las ventas. No deja de preguntar por ti, quiere
saber qué opinas de la novela, será para hacerse una idea, seguro que no ha
pasado de la primera página. He coincidido un par de veces con él. Parece que
lo vamos a tener de vecino, ha venido a ver varias veces el piso de abajo. Me
comentó que estaba buscando algo por el barrio y le avisé que el quinto se
alquila. La generala se va a una residencia. Al final se va a establecer aquí,
viene su chica de México y no quiere saber nada de hoteles. Van a tener
gemelos.
Apenas
fuimos vecinos varias semanas. Ángela y yo nos mudamos pronto al palacete que
inesperadamente se puso en venta muy cerca, en una paralela a Duende, por un
derrochador heredero. Después de negociar un buen contrato por la adaptación de
Grandes Esperanzas y de que yo volviera al periódico como redactor jefe,
pudimos asumir el razonable precio. Es un lujo disfrutar de tanta amplitud sin
renunciar al barrio. Me he aficionado a los pasteles de la repostería de Duende
y cada domingo la visito… Soy consciente de lo anticlimático de este final,
adelantándome en el tiempo con estas alusiones al futuro no hago más que
distanciarme de nuestra reconciliación en el Excelsior. Lo único que quiero es
desembarazarme cuanto antes de esta historia, aunque sea mezclando y
atropellando todo. Al final de El Gatopardo también Lampedusa desmitifica a sus
personajes anticipándonos el infausto destino que aguardaba a cada uno, pero la
diferencia es que a Ángela y a mí nos ha ido moderadamente bien.
-Creí
que Galán era soltero –logré articular, incorporándome al paso del camarero. El
inquieto animalejo dejó de frotarse con mi entrepierna.
-También
yo –bajó la vista-. Tal y como se comportaba en las fiestas… Hasta hace poco
ella no ha venido del D.F.
Le
pitó el teléfono, ese objeto crucial en esta historia, casi el tercer
protagonista de la misma. Mi verdadero enemigo, y no Galán. Eso sin contarme a
mí mismo, al Felipe que yo era.
-Es
papá, quería pasarse a tomar algo…
Después
de todo ni siquiera por curiosidad interrogué a Ángela sobre la naturaleza de
sus portentosos medios de vigilancia. Solo me quedó más o menos claro que sería
un sofisticado instrumento de alta tecnología, vía satélite, usado por la
policía, y desde luego suministrado por su padre. Hoy día me resulta
indiferente si su ojo insomne sigue enfocándome. No tengo nada que ocultarle. Me
resulta incomprensible mi beligerancia de antaño, lo irritable que era mi prurito
de orgullo. Ángela tampoco se ha referido al tema. Es posible que ella también
me permitiera conocer el alcance de su espionaje para que cuando nos
reconciliáramos, al saberme espiado, yo me abstuviera de hacer nada
inconveniente, de suerte que dicho statu quo obrara como disuasión de la
infidelidad. En esta coyuntura, el Felipe de antaño se hubiera apresurado a
engañarla para comprobar si ella seguía espiando; por un lado sería el único
modo de confirmarlo y por otro así le demostraría que el sistema contenía en sí
mismo el germen de su destrucción. Sin embargo, me parece bien que me controle
si así está más tranquila. Respecto a ella, nunca me ha dado motivos de celos,
salvo con ese mariachi descerebrado. Su tono al referirse al matrimonio de Juan
Eduardo Galán me hizo sospechar que durante mi ausencia algo debió pasar entre
ellos. Así se vengaría de mis infidelidades, incluyendo la de Victoria, aquella
rubia fatal con quien por supuesto no estaba conchabada.
-…
dice que no va a poder, que lo disculpemos… Llevaba tiempo con ganas de que
esto terminara y poder darte un buen apretón de manos. Si te parece bien voy a
invitarlo el domingo a comer.
Quizá
por el susto de volver a encontrarme con el quebrantahuesos me apeteció fumar.
Volver a dejarlo ha sido mucho más fácil que la primera vez.
-Ah,
otra que te ha echado de menos es Lía. Los primeros días los pasó maullando y
se subía por las paredes.
El
riguroso anciano de la mesa de al lado siguió el movimiento del pie de Ángela y
tras dar un codazo a su estirada pareja ambos se despepitaron de risa.
-Pues
verás… le traigo un compañero. Otro perro, lo he dejado en casa de mi madre.
-¡No
me digas! A ver cómo se lo toma Lía… Espero que bien.
-¿Crees
que podrán convivir?
-¿Por
qué no?
-Me
temo que Viento odia a los gatos.
-También
él tendrá que poner de su parte, claro. ¿Por qué no lo has traído?
-Aquí
no admiten perros.
-En
las habitaciones sí.
Al
final Viento se quedó en casa de mamá. También él ha cambiado, ya no ladra
tanto. Ha engordado mucho y tiene una mirada plácida, satisfecha.
Se
ha convertido en un perro faldero.