A
partir de mediodía un hematoma fue extendiéndose por el cielo. Los hados habían
golpeado duro la tarde con sus guantes negros. El destino sobrevoló la ciudad
en el vientre grávido de las nubes lóbregas, tumefactas, un vientre de
bombarderos. A media tarde descargaron lo que resultó una rociada de amenaza,
un pus estrujado de aquellos tumores cárdenos del cielo.
La
calle Olmo es, o fue hasta entonces, recoleta y perezosa. Se encuentra
flanqueada como viejos ujieres por olmos que custodian unifamiliares de
ladrillo, enredadas en el sueño de la hiedra, y pulidos portales de edificios
más recientes, ya resquebrajados de grietas. Grietas que reproducen las arrugas
de sus inquilinos; el tiempo galopa allí donde nunca pasa nada. Galopa o se
estanca, según el caso o la clase; también el tiempo es clasista o snob y se
cuida de respetar a la nobleza. Porque las altas verjas de varias mansiones
venerables parecen haberlo aprisionado tras sus filigranas de hierro colado. La
farmacia de la última esquina podría elaborar recetas de inmortalidad. Las
corrientes barren el presente de la calle, Olmo es un reducto de ancianos y
niños, abuelos y nietos en sus paseos juguetones conjurados contra los adultos.
Contraviniendo las órdenes del detective sin nombre, me presenté en la esquina
de la farmacia para asistir a la liberación de Ángela. Gracias a Viento ofrecía
la familiar estampa de un vecino que ha bajado a pasear el perro. Para
relajarme, lo había recogido de casa de mi madre con la mala conciencia de un
padre divorciado que aprovecha el horario de visita a su hijo para llevárselo
un rato a la calle. En efecto, el intercambio de saludos con mamá fue tan
protocolario como con la hipotética madre. Quizá el filo de su acerada mirada
me imbuyó de los culposos nervios que me obligaron a acudir a Olmo. Era mía la
responsabilidad de que Ángela se encontrara en aquella tesitura y hasta que no
recobrase la libertad no podría respirar.
Había
escampado. Lejos de lavar la calle y hacerla rebrillar con destellos de charol,
aquella lluvia lo había percudido todo con la torpeza de un pintor chapucero.
Una horda de vándalos parecían haber ensuciado las carrocerías y el mobiliario
urbano, en los charcos temblaban ondas mercuriales, las fachadas rezumaban lágrimas
negras.
A
mi llegada, diez minutos antes de la hora, las ocho, el monovolumen negro ya
estaba estacionado en doble fila a las puertas de El Retiro, el pub fijado.
Supuse que el flaco de las muletas estaría al volante y el rocambolesco ogro
detrás, vigilando a Ángela. Resollando en un chándal azulón pasó al trote una
pelirroja de mediana edad, al llegar a la altura del monovolumen miró al
interior y prosiguió su carrera hasta perderse entre los escasos viandantes. Me
devoraban un miedo y una ansiedad insaciables. En cuclillas, acaricié el lomo
del perro para tranquilizarme al tacto de su piel de terciopelo. Crispado, se
puso a rugir y ladró un par de veces; fui yo quien le contagió mi tensión. No
lejos, con su cepillo de cerdas rígidas un espigado barrendero reunía junto al
carrito un túmulo de porquería. Me hicieron sospechar de él su impericia y el
hecho de que vistiera un mono fosforito demasiado estrecho, quizá el culpable
de su torpeza al incomodarle los movimientos. En todo caso me dio que pensar
que no fuera su talla. Un chino alto y de cazadora negra tachonada de clavos acarreaba
entre tintineos y zumbidos cajas de botellas desde una furgoneta al interior
del pub. Otros dos orientales limpiaban con rodillos el escaparate. Todo hacía
indicar que el local no estaba abierto a hora tan tardía. Lo cual, junto al
rumor de que la mafia china colaboraba con Malatesta, me hizo sospechar que no
era casual haber establecido El Retiro como lugar de la cita. En tal caso
posiblemente retenían a Ángela en el interior del local.
Esporádicos
vecinos arrastraban su aburrimiento como si tirasen de un perro enfermo o lo
guardaban en carritos de la compra que portaban
con la actitud de indiferentes jugadores de golf. El tránsito rodado era
anecdótico. Un enérgico ciego cruzó en diagonal en mi dirección, repiqueteando
con un bastón eterno. A media calle reconocí su mandíbula de bulldog y la nariz
aplastada. Era el padre de Ángela. Viento tensó la cadena con una batahola de
ladridos. Cuando a la altura de una agencia de viajes se detuvo a valorar la
amenaza de las nubes en el ceñudo cielo y después, como contrapunto, los
soleados paisajes de playas tropicales inscritos en las ofertas del escaparate,
los presentes, curiosamente pendientes de él, se mostraron suspicaces de aquel
ciego avizorante y descuidaron, si cabe, sus labores. El barrendero dispersó
por la calzada un aluvión de inmundicias. Los diminutos limpiadores guarreaban
a tientas el escaparate. Una caja de botellas estalló en la acera, caída de las
manos del que descargaba la furgoneta. Del interior del pub surgió una chaqueta
amarillo limón ornada por series alternas de elefantes y topos pardos. Al otro
lado de la calle, el inefable ogro se cogió los mazos de las manos en la
espalda y empató con el falso ciego en la contemplación del cielo enmarañado.
El policía intentó reparar su error despojándose de las gafas y ensayando
volatines con un bastón que intentó hacer pasar por signo de distinción.
Vigilaba al otro a través del escaparate. El bastón era demasiado largo para
aquellos ejercicios e impactó contra el escaparate. Y en éstas, irrumpió con
retraso calculado mi aliado, informe, borroso, casi algodonoso, derramado,
desparramado en un traje de raya diplomática, provisto de un maletín de piel y
un ramo de rosas rojas que parecía emitir una melodía de violín. El aceitado
del cabello y el instantáneo bronceado confirmaban que emulando a su maestro
había adoptado un disfraz, de galán potentado o yuppie enamorado. Pero su
característica blandura, más que hacerlo adaptable o proteico, lo reducía a
masa, mera posibilidad o potencia de convertirse en otro. Parecía imposible que
su carne de plastilina, pura curva, se enderezase en ángulos o líneas. Al pasar
a mi lado arrugó el rictus, a punto estuvo de patear a Viento, que le husmeó
los zapatos italianos. El enfado por el desacato de sus órdenes hizo que
momentáneamente sus carnes refluyeran y se contuvieran tras el dique de sus
perfiles. Luego volvieron a desbordarse las aguas de su aparente abulia. Su
ventaja radicaba en que parecía imposible que encauzara aquella inercia, que
con un impulso pudiera canalizar sus fuerzas dispersas, su visible desgana, en
una corriente de acción y voluntad que los arrastrara a todos y precipitara los
acontecimientos. Pese a su aparente inocuidad, el gigante desvió su atención
del policía para centrarse en él. Puso los brazos en jarra, ignoro si sospechó
de él, si lo identificó como el vengativo sucesor de su víctima, el hombre de
las mil caras, o como el contacto de la transacción. El maletín lo señalaba
como tal. Al fin y al cabo solo me habían prohibido contactar con la policía;
nada más natural que en la tesitura de liberar a Ángela hubiera yo recabado la
ayuda de los detectives que aunque para otros fines ella misma se había
agenciado. Lo cierto es que quizá como señal, no sé si de alarma, castañeteó los
dedos. El barrendero se abrazó a la escoba como a una exhausta pareja de baile.
El de las cajas se olvidó de soltar una de ellas. Los del escaparate parecieron
advertir que lo estaban percudiendo. Por lo demás, el presunto galán se había
detenido, como dudando cuál sería el portal de su última conquista y procurando
orientarse por las terrazas y ventanas. Lo admiraba una anciana encorvada en un
impermeable albo, que aguardaba a que su caniche dejara de olisquear el tronco
de un olmo. Tal vez al chucho se debiera el nerviosismo de Viento, si no a la
electricidad del ambiente. Sopló una corriente de silencio espeso, ondulado,
polvoriento. Alguien sacudía una alfombra o una manta desde un balcón alto. Se
acercaba un lento taxi cuyo paso pareció remolcar las postrimerías de la tarde,
los últimos restos de la paciencia de aquellos hombres de acción. Supuse que el
taxista estaría mirando los números hasta que se detuvo a una señal del falso
ciego. Éste, además, hablaba por teléfono. Hubiera merecido más atención del
chaquetas, obsesionado con el donjuán de pega. El cual dejó caer el ramo en una
papelera –ya bastaba de paripés- para acunar el maletín significando que era mi
enviado y que venía a efectuar el pago. ¿Dónde tendrían a Ángela? ¿Detrás del
ventanal del pub o de las ventanas traseras del monovolumen? El mastodonte
asintió y mi cómplice se acercó a él y le tendió el maletín. El recipiendario se
dispuso a contar hojas de periódico. Presenciaban sus manipulaciones el
descargador de cajas en un receso, los limpiadores a través del reflejo en el
escaparate, y el barrendero de reojo. A todo esto, el taxista se había alejado
sin llegar a un acuerdo con el ciego, y ante los apremios de su dueña el
caniche se decidió a levantar la patita sobre el tronco. Devorado por la
incertidumbre, clavado en la esquina como una señal de tráfico, estuve a punto
de proferir un grito que desatara de una vez los acontecimientos. La pelirroja
del chándal volvió a pasar, cumplida otra vuelta a su estadio imaginario; no
dejaba de ser una actitud sospechosa. El falso ciego extrajo del bolsillo un
pañuelo morado que flameó al viento como si fuera la señal de salida de una regata,
y procedió a anudárselo al cuello.
Sobre
la calle empezaron a diluviar regueros de detonaciones, desde varias ventanas
de un tercero se precipitó una catarata de disparos, cayó una mortífera cortina
de balas que impactaban sobre los autos, la acera y los gritos de los caídos.
Salvo la petrificada anciana, todos se confundieron en un pánico de alarma y
desesperación. El caniche olisqueaba el mono ensangrentado del barrendero,
tendido en la acera. La pelirroja reemprendió la marcha sobre sus pasos, en sentido
contrario, y también practicó el salto de longitud sobre el cuerpo de uno de
los limpiadores. Se abrió la puerta del chófer del monovolumen, cayó la muleta
y la siguió su dueño, el flaco, derribado como un bolo. Bajo la carrocería
desaparecieron los mocasines del donjuán, mi cómplice, que reptaba para ponerse
a cubierto de los impactos. Guiada por quien la descargara, el chino de la
cazadora, la furgoneta maniobró hasta salir a la calzada y se detuvo unos
metros más adelante. Debía estar blindada, los disparos rebotaban contra su
disimulada coraza. De alguna parte surgió el segundo limpiador, que en su
carrera hacia la furgoneta utilizó a la anciana de escudo, y solo entonces
dejaron de acribillar la calle. Saltó al puesto de copiloto, ella cayó de bruces
y partió la furgoneta bajo una renovada tormenta de balas. La siguió un buen
trecho el caniche ladrando rabioso.
Antes
de escabullirme vi salir del pub a tres desconocidos y a la mole de la
chaqueta, todos rendidos, con los brazos en alto, y a Ángela abrazada a su padre.
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