
Había
ella tirado el periódico abierto por la sección de sucesos, así que aunque se
reducía a media columna no tardé en distinguir el artículo en cuestión,
mientras seguía de lejos a Ángela y a su padre. En una concisa reseña, la
noticia que nos incumbía se insertaba entre otras igualmente tremendistas y más
sensacionalistas, a ella parecía conducir un rastro de sangre y ecos de escándalo,
pero ésta se destacaba por un toque poético. Se daba cuenta de que los cadáveres de dos desconocidos habían “amanecido”, uno de ellos con una “segunda sonrisa abierta en el
cuello”, en un callejón “siniestro y estrecho como un ataúd”, anexo a cierto
garito de juego controlado por las mafias. Por razones obvias no se daba
crédito a la declaración de un pordiosero alcohólico y con delirios paranoicos,
que minutos después de escuchar una detonación había visto salir de aquel
dédalo de callejuelas a un hombre fornido ataviado con una americana muy
llamativa; tan notorio matón, según el anónimo redactor, estaba en la nómina
del dueño del garito, Silvio Malatesta. Después de aquella declaración el
paranoico tendría motivos para sentirse perseguido, demostrando lo fiable que
en mi opinión era su testimonio. Aunque no figuraba ninguna foto de la víctima
del gigante de las chaquetas, sin duda se trataba del hombre de las mil caras.
Había adoptado la última de sus máscaras, el último rictus. Recordé cómo tras
acertar al traidor croupier entre los ojos (aquel era el disparo oído por el
mendigo), salió en busca del que resultó su asesino. Éste lo habría acechado en
alguna de las infinitas esquinas de la noche, tan familiares para él. Aceleré
hasta volver a ubicar las espaldas de Ángela y el Jefe de Policía.
Aunque
aún desconocía sus motivos, lamenté la suerte de quien inesperadamente me
salvara la vida, y al poco, cazador cazado, había pagado por ello. Supuse que
por alguna causa había surgido una rivalidad a muerte entre los matones a
sueldo de Ángela. Seguramente su padre le brindaría sus servicios, bien
conocidos son los contactos entre la policía y el hampa, y a tal disensión
entre sus hombres respondía el desconcierto y desacuerdo entre padre e hija. Y
estuve a punto de toparme con el primero. De repente tuve que afrontarlo, me
enfrenté con su rostro duro, como tallado a troquel o excavado en cristal de
roca, cruel, un poliedro de hirientes aristas. Se posaron en los míos sus
sanguinolentos ojos de bebedor, estriados por relámpagos de venillas rojas.
Tras abandonar a su hija quizá en un pronto de su enfado, venía malhumorado, y puede
que por eso no me reconociera, me miró sin verme, ciego de rabia, el rostro
contraído. Al pasar a mi lado refunfuñó. Era evidente que no había sido solo yo
el único sorprendido por el duelo entre sicarios. Preguntándome en qué
estribaría el desacuerdo entre los mandatarios de aquellos criminales o más
bien qué causa defendía cada uno de ellos, esto es, si el policía se quejaba a
su hija de no haberme acosado hasta última sangre o por el contrario de haberse
excedido en su persecución, en suma, quién de los dos se lamentaba de que el
hombre de las mil caras hubiera frustrado los propósitos homicidas del
enchaquetado, me dejé arrastrar por la frustración de mis esperanzas de que
hubiera ella estado esperándome en la cafetería del hotel, y por una difusa
solidaridad masculina –o más bien pensé que sería el policía quien la
experimentara-, y oscilando de nuevo en el péndulo de mi parecer le achaqué a
ella haber prescrito mi muerte como colofón a sus ataques y atentados. El
hombre de las mil caras se había rebelado contra su orden y sufrido las
consecuencias. Encorvado de odio me encaminé a la calle Duende. Le pediría
cuentas por su comportamiento. Al menos le daría un buen susto y me
desahogaría. Le escupiría a la cara lo que pensaba de ella, su crueldad y la
prevaricación de sus sentimientos, la cubriría de improperios e invectivas, de maldiciones
y anatemas, por primera vez directamente, sin la mediación de la palabra
escrita. El resentimiento se me había coagulado en la boca del esófago, insertado
en la juntura de los huesos, enquistado en los poros de la cara segregando un
sudor fétido. La hostilidad me desbocaba todos los pulsos e impulsos del
cuerpo. Mis glándulas deliraban. No caí en que si le daba a conocer a Ángela mi
ubicación, cuando la dejara le daría ocasión de volver a enfocarme con su ojo
inscrito en el triángulo del nuevo misterio trinitario, la tecnología, una
nueva Argos que todo lo traspasaba con su infinita mirada. Ella sí que lo veía
todo. Y de nuevo mis movimientos serían contrarrestados y mis defensas
inutilizadas al instante de ser levantadas, y volvería a oprimirme la presión
psicológica de verme observado allá donde fuera.
Al
doblar la esquina la vi cerca del portal, parlamentando con un gigante de
americana a rombos mostaza, el pluriempleado matón según el periódico también
puño de hierro de Silvio Malatesta. Las tenazas de sus dedos dejaron de herir
unas palabras ya insuficientes, o más bien todo lo contrario, excesivas;
sobraban. La arrinconó y de un empujón la arrojó a la parte trasera de un
monovolumen negro, mi viejo conocido, y la siguió al interior. El automóvil
arrancó, se caló, derrapó y tras invadir el otro lado de la calzada se alejó.
El canijo de las muletas no tenía su mejor día.
El
péndulo volvió a oscilar.
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