lunes, 29 de abril de 2019

EL ASEDIO: Final.



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-A partir de ahora todo irá bien. Cambiaremos, yo la primera. También fue culpa mía. He cancelado el contrato con la productora, me centraré en las series. A propósito, la próxima adaptación será Grandes Esperanzas. Y se acabaron los actos y los bolos, tendremos los fines de semana para nosotros solos.
En el ambiente puro y límpido, aséptico, en aquel selecto silencio Ángela modulaba con la claridad cristalina de sus diáfanos personajes. Sus palabras tintineaban con ecos argénteos, reverberaban como plata recién pulida, la plata de unos candelabros bruñidos sobre los que titilaran llamas puras. Me incliné a servirle el champán del cubo cromado y al reincorporarme me noté más cerca de Ángela, como si la silla hubiera querido aproximarme ahora me acogía la misma luz que a ella, el resplandor lila de aquella lámpara con una diminuta pirámide por pantalla, ya residía en la misma luz que ella, brillábamos en una onda cálida, discreta, lujosa. Nos alojaba la misma mesa de nuestro primer encuentro, espontáneo o tácito, quince meses antes. Para nosotros la cafetería del Excelsior representaba lo delirante que resulta reflejar la realidad en la ficción. Primero había sido el escenario del final de mi segunda novela; nos habíamos inspirado en esa escena para, de vuelta a la realidad, encontrarnos allí después del rodaje de Rojo y Negro; había reflejado todo eso en el espejo fiel de este mismo escrito autobiográfico; y ahora nos reconciliábamos en aquella especie de museo de nuestro amor. Como si los camareros hubieran instalado en las paredes estucadas sendos espejos paralelos, la realidad y la ficción multiplicaban nuestras imágenes al infinito. Puede que a ello se debiera la teatralidad del ambiente. La irrealidad había infectado el local. ¿Tengo o no razón en alejarme de la literatura? Y eso no era todo.
He de confesar que si intenté atribuir a la luz de aquella lámpara piramidal tanta magia, si la sublimé con tanta poesía y, como si de un efecto luminotécnico de dicha escenografía se tratara, al situarnos a ambos ardiendo a su íntimo resplandor, la constituí en metáfora de nuestro amor, fue para que nuestra reconciliación dejara de parecerme una parodia de aquel sueño en que ella y yo nos reencontrábamos en la penumbra de un afterhour. Aunque entre nosotros ha fraguado una compacta unión, he de reconocer que ésta carece de la armonía sin palabras, de la honda comprensión que en el sueño fluía entre los dos, de aquella muda y nuda emoción. Es frustrante que la cotidianidad de la vigilia palidezca ante el fulgor de una fantasmagoría, ante el fantasma de aquella serena pasión, ante una fantasía onírica. ¿Tengo o no razón en alegrarme de haber dejado de soñar?
En la cita real apenas paramos de hablar. En lo único que se pareció al sueño fue en las miradas oblicuas de los clientes y empleados, en su insistencia en observarnos de soslayo. Y sí, también parecían actores secundarios que sostenían sus presuntas conversaciones en voz baja. Por serlo, también el acompañante de la actriz famosa merecía curiosidad. Me imagino que los viandantes a través de la cristalera admirarían a aquella embelesada pareja locuaz, la reconocieran o no a ella, quedarían prendados de la complicidad de aquellos dos tan cercanos entre sí, cálidos al crepúsculo privado, particular, de la luz que irradiaba la lámpara, una luz que en gradación espectral había pasado del ambarino, como si la tonalidad del champán se hubiera trasvasado a la atmósfera, al violeta, pero basta de esto porque ya estoy volviendo a exaltarlo todo. Es difícil curarse de la exuberancia de la literatura, en el momento más inoportuno vuelve a declararse como esas recurrentes fiebres tropicales.
No puedo quejarme de la actitud de Ángela. Lúcida y generosa, alegre y brillante en su traje de noche (no puedo evitar decir que su luz propia refluía de la lámpara, retroalimentándola), en ningún momento me echó en cara el secuestro sufrido a lo largo de veinticuatro horas por mi culpa. Por lo demás, era evidente que solo había querido reconducir mi conducta y, con la colaboración de mi madre y los demás, darme una lección por mis furtivas escapadas al garito de Malatesta y mis coqueteos con el alcohol, la fortuna, y con aquellas damas cuyos acercamientos e insinuaciones, rozamientos e incitaciones, me hubieran procurado la segunda. Ángela me había descubierto; no se volatiliza fácilmente el perfume del vicio.
-Cariño, no tenía otra salida. Habrías seguido engañándome. Y todos entendieron que para ti era lo mejor. Si te abandonaba, empezarías a valorar lo que habías perdido. Tenía que hacerte recapacitar… Y yo no podía reivindicarme de otra manera… Ahora empezaremos de cero.  
De mis restantes desventuras eran culpables la cuota de esquizofrenia y paranoia connatural a todo novelista, la desmesura de mi imaginación, tan proclive a alimentar mitos negativos, a cebar bestias negras, o las perversas casualidades, como la coincidencia de que Malatesta, el rey de la prostitución y el juego, empezara al mismo tiempo a intimidarme para cobrar su deuda. También por mala suerte me topé con el Gordo la noche de botellón que para molestar a Ángela concerté una cita con aquella profesional. El esbirro de Malatesta bajaba de cobrarle el porcentaje semanal en pago de protección. Todo se ventiló en el proceso abierto contra la mafia después de las detenciones posteriores al tiroteo de la calle Olmo. También se supo que la tal Candy, la cajera del minimercado del pueblo, estaba en nómina de Malatesta. El malogrado sicario de las muletas solo aparentó perderme en mi fuga al pueblo; debió reconocerme cuando pasó de largo mientras hacía autostop y me siguió la pista. El canijo contactó con aquella provocativa rubia recién contratada por el bueno de Salus. Ni que decir tiene que los más serios ataques, los atentados contra mi integridad física, no habían sido obra de Ángela, sino de Malatesta, interesado, más que en el montante de mi deuda, en que se supiese que nadie dejaba impunemente de pagarle. Tenía demasiado dinero circulando para permitirlo.
Por lo demás, los golpes de Ángela manifestaban su fina inteligencia, eran ambivalentes, lograban aunar la afrenta con otros fines, nadie sino ella hubiera podido conjugar el agravio y el beneficio. Por ejemplo, con el bloqueo de mi receta electrónica había logrado dejar de tomar ansiolíticos y me libré de los subsiguientes efectos secundarios. Y hablando de eso, tengo que decir que a partir de entonces nuestra vida sexual ha sido plenamente satisfactoria. Habría sospechado que el ardor de Juan Eduardo Galán le hubiera derretido la frigidez de no haberse referido a él con ocasión de comentar el apoteósico éxito de El Centro del Vacío. La publicación de mi novela había sido otro ejemplo de golpe bienintencionado:
-No sabes lo que me costó convencer a Luis de que la publicara. Y ahora no para de hacerme ofertas para que lo asesore… Era mi regalo de aniversario, hasta que unos días antes empecé a sospechar de tus retrasos. Por si no estabas de acuerdo o resultaba un fracaso, se me ocurrió publicártela bajo un pseudónimo, o más bien heterónimo, Louise Cristal. Si te parece, aún tardaremos en desvelar el nombre del autor, te solicitarían cientos de entrevistas y hemos quedado en que ahora no queremos que nos molesten.
Mudo de vergüenza, patidifuso y patiabierto, mi espalda se deslizó por el respaldo de cuero y tomándolo por una incitación bajo la mesa su pie empezó a explorar la cara interior de mi muslo izquierdo.
-Hasta Juan Eduardo está envidioso de las ventas. No deja de preguntar por ti, quiere saber qué opinas de la novela, será para hacerse una idea, seguro que no ha pasado de la primera página. He coincidido un par de veces con él. Parece que lo vamos a tener de vecino, ha venido a ver varias veces el piso de abajo. Me comentó que estaba buscando algo por el barrio y le avisé que el quinto se alquila. La generala se va a una residencia. Al final se va a establecer aquí, viene su chica de México y no quiere saber nada de hoteles. Van a tener gemelos.
Apenas fuimos vecinos varias semanas. Ángela y yo nos mudamos pronto al palacete que inesperadamente se puso en venta muy cerca, en una paralela a Duende, por un derrochador heredero. Después de negociar un buen contrato por la adaptación de Grandes Esperanzas y de que yo volviera al periódico como redactor jefe, pudimos asumir el razonable precio. Es un lujo disfrutar de tanta amplitud sin renunciar al barrio. Me he aficionado a los pasteles de la repostería de Duende y cada domingo la visito… Soy consciente de lo anticlimático de este final, adelantándome en el tiempo con estas alusiones al futuro no hago más que distanciarme de nuestra reconciliación en el Excelsior. Lo único que quiero es desembarazarme cuanto antes de esta historia, aunque sea mezclando y atropellando todo. Al final de El Gatopardo también Lampedusa desmitifica a sus personajes anticipándonos el infausto destino que aguardaba a cada uno, pero la diferencia es que a Ángela y a mí nos ha ido moderadamente bien.
-Creí que Galán era soltero –logré articular, incorporándome al paso del camarero. El inquieto animalejo dejó de frotarse con mi entrepierna.
-También yo –bajó la vista-. Tal y como se comportaba en las fiestas… Hasta hace poco ella no ha venido del D.F.
Le pitó el teléfono, ese objeto crucial en esta historia, casi el tercer protagonista de la misma. Mi verdadero enemigo, y no Galán. Eso sin contarme a mí mismo, al Felipe que yo era.
-Es papá, quería pasarse a tomar algo…
Después de todo ni siquiera por curiosidad interrogué a Ángela sobre la naturaleza de sus portentosos medios de vigilancia. Solo me quedó más o menos claro que sería un sofisticado instrumento de alta tecnología, vía satélite, usado por la policía, y desde luego suministrado por su padre. Hoy día me resulta indiferente si su ojo insomne sigue enfocándome. No tengo nada que ocultarle. Me resulta incomprensible mi beligerancia de antaño, lo irritable que era mi prurito de orgullo. Ángela tampoco se ha referido al tema. Es posible que ella también me permitiera conocer el alcance de su espionaje para que cuando nos reconciliáramos, al saberme espiado, yo me abstuviera de hacer nada inconveniente, de suerte que dicho statu quo obrara como disuasión de la infidelidad. En esta coyuntura, el Felipe de antaño se hubiera apresurado a engañarla para comprobar si ella seguía espiando; por un lado sería el único modo de confirmarlo y por otro así le demostraría que el sistema contenía en sí mismo el germen de su destrucción. Sin embargo, me parece bien que me controle si así está más tranquila. Respecto a ella, nunca me ha dado motivos de celos, salvo con ese mariachi descerebrado. Su tono al referirse al matrimonio de Juan Eduardo Galán me hizo sospechar que durante mi ausencia algo debió pasar entre ellos. Así se vengaría de mis infidelidades, incluyendo la de Victoria, aquella rubia fatal con quien por supuesto no estaba conchabada.
-… dice que no va a poder, que lo disculpemos… Llevaba tiempo con ganas de que esto terminara y poder darte un buen apretón de manos. Si te parece bien voy a invitarlo el domingo a comer.
Quizá por el susto de volver a encontrarme con el quebrantahuesos me apeteció fumar. Volver a dejarlo ha sido mucho más fácil que la primera vez.
-Ah, otra que te ha echado de menos es Lía. Los primeros días los pasó maullando y se subía por las paredes.
El riguroso anciano de la mesa de al lado siguió el movimiento del pie de Ángela y tras dar un codazo a su estirada pareja ambos se despepitaron de risa.
-Pues verás… le traigo un compañero. Otro perro, lo he dejado en casa de mi madre.
-¡No me digas! A ver cómo se lo toma Lía… Espero que bien.
-¿Crees que podrán convivir?
-¿Por qué no?
-Me temo que Viento odia a los gatos.
-También él tendrá que poner de su parte, claro. ¿Por qué no lo has traído?
-Aquí no admiten perros.
-En las habitaciones sí.
Al final Viento se quedó en casa de mamá. También él ha cambiado, ya no ladra tanto. Ha engordado mucho y tiene una mirada plácida, satisfecha.
Se ha convertido en un perro faldero.


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