Hoy
está cayendo la de París en “Casablanca”, el maldito día en
que Elsa no llegaba a la estación y había que subir al tren de la
tristeza y la desesperación, y ojalá las lágrimas de la lluvia
hubieran disuelto, con las de la carta de ella, las letras de mi Seat
Córdoba y de las únicas escrituras que como apoderado del banco he
firmado esta semana, cierta vivienda expoliada
a una familia, que desde esta mañana integra el botín de uno de
esos piratas que por todos los océanos han repartido el pánico de
esta recesión sin fondo –ni fondos– . Me consta que este bucanero
ha enterrado su tesoro en el paraíso fiscal en alguna isla de la
Tortuga, y como también es cliente preferente nuestro, se ha hecho
con el piso por cuatro doblones que no tardará en doblar.
En
definitiva, otro Caloggero
Sedara
gatopardino, cuya sórdida vulgaridad cabalga sobre la tempestad de
una crisis que, como a un surfista genial, acaba por exaltarlo al
poder deslizándolo por la cresta de la ola de la política.
De
modo que hago por redimirme de mi relación con el anfibiano
especulador pensando en su sosias Don Caloggero (el padre de Angelica
–rosa nacida del estiércol, belleza que surge de la corrupción–),
cuya desgarbada figura, –la pajarita torcida, el frac de gaviota
paticoja–, ya debería haber aparecido en el primer párrafo de
este blog, como irrumpe en el Palacio de Donnafugata
dejando una estela de irrisión, sin dar cabida a ninguna reseña
sobre unas vicisitudes privadas que precisamente intento olvidar
escribiéndoos: al menos no he perdido el gusto de zaherirme. Me
gustaría ejecutar mi trabajo con la indiferente pulcritud, la
técnica exacta de Pepe
Isbert en
“El Verdugo”.
Lo
cierto es que el astuto Don Caloggero, alcalde de Donnafugata,
representa el lado material del espíritu de los nuevos tiempos.
Gracias a la revolución acopia una fortuna que redondea expropiando
a diestro y siniestro en nombre del ideario garibaldino y
desamortizando bienes eclesiales –su igual en mezquindad, el Padre
Pirrone,
lo odia como a un doble–, que él mismo compra mediante
testaferros. En definitiva, un rapaz descendiente de fenicios que
sube con la espuma de la marea del oportunismo.
No
es raro que ante semejante personaje, sólo un poco más acaudalado
que zafio, tanto Lampedusa
como Don
Frabizio
desconfiaran de la pureza de una Reunificación proclamada sin ningún
voto en contra por mor de unas elecciones innecesaria pero
significativamente trucadas por Don Caloggero, en un pueblo donde
quedaba gente que mucho creía deberle al pasado. Estratégico, el
Príncipe sacrifica una torre con tal de conservar la corona, y se
traga el sapo de recomendar –con la hipocresía episcopal con que
los Padres predican en pro del P.P. (con tantas “pes” iniciales,
apenas me contengo de emplear otra)– un voto que, contrario en
apariencia a su estirpe, contribuirá a adaptarla al nuevo medio y la
hará perdurar varias generaciones más. Como no quiero repetir la
famosa frasecita de “cambiarlo todo…”, diré que podando su
árbol genealógico evitará que lo talen.
Y
es por eso que para mimetizarse en la Historia, ahora lo que tendrá
que metabolizar el Príncipe, como el camaleón en que se ha
convertido, será al insecto de Don Caloggero, es decir, habrá de
permitir que alguien tan chabacano entronque con la familia. Porque
gracias a la boda con la hija del ruin, Tancredi sale de la ruina: el
dinero no huele, y Angelica pulirá el deslumbrante diamante de su
belleza –como Audrey
Hepburn
en “My
Fair Lady”– para
triunfar en sociedad.
En
cualquier caso, y pese a lo mucho que intenta convencerse de lo
contrario, el regusto que a Don Fabrizio le deja el bocado es tan
aborrecible que a veces parece que será él, en lugar de Tancredi
con Angelica, quien tenga que acostarse con Don Caloggero en el
tálamo nupcial. Por otra parte, es lógico que muchos se indignaran
de que Lampedusa personificara tiempos tan heroicos en la figura de
Sedara.
Y
me doy cuenta de que todo el tiempo he estado hablando de la novela
mientras la pensaba con las imágenes de Visconti, incorporando con
sus probables imágenes lo poco que eludió de la novela, lo cual se
debe, además de que Visconti es grande –y fiel, a Lampedusa, al
PCI) y yo pequeño –e infiel, si pudiera–, a la equivalencia de
ambas.
Nuevo
ejemplo de esto es la secuencia que os comentaré en la próxima
entrega, en la que se se nos muestra la desaparición del Príncipe
por el foro –más bien su huida del foro político–, su pública
retirada de todo lo que no fueran sus actividades de astrónomo –como
si en las lejanas estrellas contemplara el olvido de su nombre, el
frío ineluctable de su destino–, una vez arreglado el matrimonio
aun a costa de su hija Concetta,
perenne enamorada de un Tancredi más sucesor del Príncipe que su
gris hijo Francesco Paolo.
Y
llegados a este punto me pregunto cómo librarnos de los Don
Caloggeros actuales, acaso más elegantes y distinguidos, y de mejor
–peor– familia; y de vuelta a casa, ya que en la notaría no he
mostrado el renovado valor de mi hermana al programar a Victor
Young
y he estampado mi nombre junto al del miserable, lo único que se me
ha ocurrido para purificarme del contacto reptilíneo de su mano ha
sido emparedarme media hora en el cubículo de la ducha, pero un
cinéfilo no puede hacerlo sin temer que en cualquier momento sombree
la mampara la silueta feroz de una anciana que blande un puñal tan
afilado como los violines de Bernard
Herrmann.
Jajaja. Miedo da el momento ducha. Y más si escuchas la música...
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