La ciudad ya ha naufragado en otro verano seco, mi matrimonio se va a la deriva y yo sigo buceando en aguas turbias, escribo en mi mesa de esta sucursal de banco que más parece una franquicia del purgatorio en nuestro mundo. Será por el calor -esta noche hasta Drácula se habrá bronceado-, pero hoy las habladurías de mi compañero Lorenzo me suenan chabacanas, el director parece más miserable que nunca y el amor platónico de los cajeros se asemeja a Romeo y Julieta según Jess Franco en vez de Zeffirelli.
Y la caldera de mi ánimo se vuelve sulfúrica al pensar en Loren, el compañero de trabajo de la consorte en la agencia de publicidad. Para creerme la versión que ella me ha dado de su homosexualidad, intento pensar que esta mujer tan imprevisible es capaz de enamorarse de una de las raras personas que no podrá corresponderle, y si no lo consigo, el perspicaz teleobjetivo de mis celos se empaña con molestas imágenes pornográficas.
El peor ejemplo de lo cual lo sufrí ayer mismo, de vuelta del pediatra, es decir, con su propia hija por testigo. Ya venía yo ofuscado de que el pediatra, por más que le asegurase que Alma asimila el cine de Bergman, sostuviera que aún es demasiado pronto para saber si es una niña prodigio, ya que como todo padre estoy cierto de que, habiendo ella heredado mi predisposición natural hacia la genialidad, se actualizarán en su persona unas potencialidades en mi caso truncadas por los instrumentos de la fatalidad y las prevaricaciones de un destino que me ha abocado a escribir frases tan imposibles como ésta en el interior de una entidad bancaria al borde de la quiebra. Pero como cuando ella alcance la edad laboral será dudoso que banco alguno haya sobrevivido a la inminente revolución, me tranquilizo respecto a su futuro.
Volvamos al negro episodio. Progresando por la avenida, puse la proa del carrito rumbo a la sombra, y he aquí que sorprendí a esos dos, a la pareja que ella me juraba inviable, trabados en un abrazo y oscilando las juntas cabezas de un lado a otro, desatornillando el beso tal vez por culpa de la pinochesca nariz de esa mentirosa de la consorte, a la busca de un ángulo en que no les molestara apéndice tan prominente. Y lo peor de todo es que aparte de aquello a algo más escandaloso debieron entregarse inmediatamente antes, tan pétreos eran el corro de expectación que los circundaba, el friso de ojos desorbitados que debió haberse tallado ante un espectáculo más incitante que el de dos morenos treintañeros morreándose aunque fuera con el ímpetu de la pareja de Rodin.
Pero resulta que fue después cuando empezó lo bueno. Porque cuando me disponía a recoger firmas entre los mirones que testimoniando mi cornamenta me asegurasen la buena disposición –compasión- del juez de familia, a la parejita no se le ocurrió sino arrancarse las camisas sin separarse, lo que a ella le evitó a exhibición de su torso estilo pechuga de pollo, y seguir dándose el lote como Mickey Rourke –cuando no parecía Mickey Rooney- y Kim Bassinger en la escena de la ducha de “Nueve semanas y media”, porque empezó a llover solo sobre ellos dos.
Para tranquilizarme, rectifiqué y viré mi comparación de dicha película a “El hombre tranquilo”, cuando John Wayne y Maureen O’Hara se reconcilian bajo el estallido emocional de la lluvia que se desata sobre el cementerio. Entre el público hubo quien se carcajeó escarneciendo la escena, y estuve a punto de salir en defensa de los que se besuqueaban. El colmo del absurdo fue comprobar que aquella lluvia tan romántica y exclusiva se debía a un par de individuos que desde la terraza sin plantas del primero vertían sobre ellos sendas regaderas. Y además, entre el público había un barbas grabándolo todo y otro que no paraba de tomar fotos.
Como cuando fui a ver “La cantante calva”, no pude tolerarlo más y me giré para escapar de allí, lo que pareció incomodar a Alma, que aulló quizá porque quería seguir presenciando aquello. La consorte reconoció el grito, que debió traspasarla del dardo de la culpa, en vez de aquel otro que hubiera preferido, corrió hacia nosotros no sin reponerse la camisa de la decencia, y trabajo le costó convencerme, entre la hilaridad general, de que solo se trataba del rodaje de una campaña publicitaria que, con el mismo trabajo, la agencia ofrecería a una marca de preservativos y luego a otra de gel de baño.
Camino de casa se lamentó de que por desgracia no la ficharían a la vez ambas empresas; como mucho podía esperar que lo hiciesen una de ellas, y me miró significativamente como si se estuviera refiriendo a algo más importante que aquello. Y aun así lo dudaba mucho. ¿Se estaba quejando de mi falta de afecto para pasar a la ofensiva y no tener que dar más explicaciones?
Supongo que he empezado a creerla un poquito, porque ahora el chismorreo de mi compañero Lorenzo -¡es tocayo del susodicho!- me suena al de Madame Verdurin en Proust, la mirada de los cajeros luce transparente de romanticismo y hasta el jefe parece menos sórdido. Y aun así, en la sentina de mi ánimo flota cierta desilusión de que aquello no fuera no que parecía. Voy a olvidarme del tema leyendo otro relato de mi hermano. Se titula “…y en esto llegó Ernest”. Mucho me temo que ahora Hemmingway sustituya a Nureyev. Otro hombre de la barba blanca, otra versión de mi ineludible cuñado.
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