He visto a muchos llegar pero a muy pocos partir: Casablanca es el último filtro de la fortuna, porque solo deja pasar a quienes no traen ni una mancha de mala suerte en el sombrero, aquellos a los que aún no ha tocado la garra de la desgracia. Es más arduo lograr un visado a Lisboa que un billete de vuelta del Infierno.
Para seducir a la fortuna los ingenuos vienen al café de Rick a ganarme a la ruleta, a intentar defraudar a los peristas o a urdir complots tan improbables como el de Ugarte, que ha caído hace un rato: no saben que a la suerte no se la puede forzar: como una mujer muy bella, solo se muestra propicia a los indiferentes. Yo mismo sería un candidato para ganar si no tuviera que jugar contra mí mismo.
Lo que pasa es que soy bastante raro. Tengo a dos sicarios de la Gestapo esperándome en la puerta y ni siquiera a ellos puedo odiarlos. Incluso después de lo que les hicieron a mis padres y a mi hermana. Soy judío y antes era francés. Y noble. Irrumpieron en nuestro castillo de la Lorena porque, además, teníamos la desgracia de poseer la mejor colección de pintura flamenca en toda Francia. Yo pude esconderme en el pabellón de los criados; ya decía mi madre que el futuro pertenecía al proletariado. Quizá si no le hubieran encontrado todos aquellos libros de Marx y Bakunin, no le habrían hecho aquello…
De polizonte en un tren llegué a Toulouse, y de allí en otro vagón y luego campo a través pasé a Marsella, donde embarqué de grumete. Conocí la mitad de los puertos del Mediterráneo. Iba con lo puesto. Había perdido hasta la sombra; solo me sobraban los recuerdos, y cuando me acordaba de mis padres y de mi hermana, tenía que lanzarme a nadar mar adentro como si en vez de esos asesinos fuera yo quien tuviera que purificarme. Esta misma mañana he tenido que ir a la playa. Voy varias veces al día, cada vez más con más frecuencia. Y sin embargo, no puedo odiarlos. Si pudiera hacerlo, estoy seguro que me habría enamorado de Ana, la hija de la patrona. Quizá ya estaríamos casados.
En Alejandría y Estambul sobreviví gracias a mi idilio con la baraja –y los juegos de azar-, desde que me los presentó mi padre. No era suerte: la necesitaba y entonces ella no me habría ayudado. Aunque el destino haya repartido todas las cartas, las menos importantes se pueden marcar. Me aprovechaba de la ruda candidez de los marineros y sabía parar a tiempo. ¿Acaso no soy judío?
Así hasta que desembarqué en Casablanca y en el muelle Rick me vio ganando al póker y me ofreció un buen sueldo. Aunque no somos lo que se dice amigos, nos guardamos una confianza de hermanos. Es un tipo legal. Qué pena que tenga entre los ojos la marca de los perdedores. No quisiera causarle los problemas de Ugarte. Por desgracia, esos dos de afuera no tienen nada que ver con los pasaportes robados: me interrogaron la semana pasada y ya habrán hecho sus comprobaciones. Los he reconocido; en cuanto el camarero me habló de ellos, me he asomado por una ventana. Cuando acabe mi turno y no me vean salir, entrarán a por mí. Intentaré huir por la puerta de la cocina. La salvación está en las clases humildes, repetía mamá haciendo rabiar a papá.
Ahí está el capitán Renault. ¿Y si le contara mi problema? Necesito un nombre y un pasaporte gentil. Al fin y al cabo, llevo tiempo dejándole ganar para que el capitán permita que la bolita siga ronroneando como una amante ilícita en una ciudad donde el juego está prohibido. El problema es que nunca podré huir de mí mismo: soy tan descaradamente judío que hasta en la nariz parecen haberme hecho la circuncisión.
Y además Renault me odiará porque a veces a Rick le tiembla un párpado y dejo ganar a alguna belleza que hasta entonces abrigaba su única esperanza de llegar a América en que con su pluma el capitán le firmara el salvoconducto en la mismísima piel. Hasta que conocí a Renault yo creía que el cinismo era propio de amargados y no de gente tan alegre como él.
El soborno al capitán es la única mota de polvo en el inmaculado frac de la honradez de Rick. Esta misma noche ha cubierto las pérdidas de la casa con su firma. La palabra de Rick es oro de ley. Es un caballero y sabe perder. Los caballeros estamos acostumbrados a hacerlo. A quienes no soporto es a quienes se lamentan de su mala suerte. Estaba yo pensando en esos dos de ahí afuera y permití que un italiano quebrara la banca. Lo único que Rick me dijo fue que aquello sería una buena publicidad para el local.
Están pasando cosas raras esta velada. No sólo mi despiste con el italiano, la muerte de Ugarte o que para presenciarla haya venido nada menos que el mayor Strasser. Ni siquiera la llegada de Victor Laszlo, ese héroe de la Resistencia. Es algo más. En el ambiente aletea la paloma invisible de la pena. Las aspas de los ventiladores no llegan a desmenuzar las desilusiones que pesan en el aire, una especie de nostalgia por algo que no llegó a cumplirse. Este perfume de rosas parece defraudar la esperanza de un jardín. Rick lleva un rato vagando de aquí allá como un sonámbulo, la cara nublada; hasta se ha sentado a beber con unos clientes. Incluso al bueno de Sam se le escapa alguna que otra nota falsa como un poeta que tartamudea.
No será nada y estaré demasiado sensible por culpa de esa pareja de verdugos calvos y más pálidos que la cera. “¡Hagan juego, señores!”, grito tan resignado como uno de los últimos dioses del Panteón romano con los bárbaros a las puertas, dirigiéndome a un par de manos que se estrujan como exprimiendo las últimas gotas de la suerte. Igual que las gitanas o los quiromantes, solo conozco a los jugadores por las manos, ávidas, crispadas, sarmentosas… En la ruleta tiemblan aún más que en la barra: los borrachos no están nerviosos porque saben que no pueden ganar. Nunca les miro a los ojos porque igual que ellos no querrán verme sus pérdidas en las pupilas, tampoco yo quiero verles en las suyas lo que perdí en el castillo. Y no me refiero a los cuadros o a los tapices; después de todo, me benefició librarme de todo aquello.
“Hagan juego”, le digo a nadie, como una de esas divinidades que se quedan sin adoradores con los que divertirse burlándose de ellos a base de propagarles plagas. Aunque a mí más bien me verán como un ministro de la Fortuna, un sacerdote capaz de administrar el sacramento de la Suerte, con el poder de ungirles la frente con la señal de los victoriosos. Se han olvidado de la ruleta y todos se han puesto a cantar la Marsellesa. Esta noche es más rara que el típico número que nunca sale. Casi todos creen que es el trece. Me hacen gracia esos sistemas que elaboran ciertos jugadores tan ilusos que intentan codificar las leyes imposibles del azar. Una vez que ha salido un número, ¿acaso lo emborrono de tinta para que no pueda repetir? ¿Que hayan descubierto a Ugarte implica que esta noche ya no me cogerán a mí?
A mí sí que me da igual lo que le ha pasado a ese intrigante con ojos de pez, y no como Rick, que se hace el duro hasta en su manera de fumar, como desenmascarando las falaces ensoñaciones del humo, y luego me guiña para librar a cualquier incauta de la rúbrica del capitán Renault. Pero algo pasa esta noche. Los reflejos de la marquesina palpitan con arritmia. Rick sigue con los hombros abrumados y la boca amarga.
Joe, el camarero, viene a susurrarme que los dos tipos de la entrada se han ido tras la sombra legendaria de Victor Laszlo. Algo me dice que ha sido él quien nos ha encapuchado la noche. Es la clase de tipos que infectan de rebeldía el lugar por donde pasan, dejando más muertos que la peste negra. No sé de dónde extrae tanta energía. Será el odio. Saldré ahora que tengo el campo libre. Ojalá pudiera odiarlos. En ese caso invitaría a cenar a Ana y no me plantearía irme ahora mismo a la playa. A desnudarme en la orilla y zambullirme en mi reflejo roto sobre las aguas y quizá derramarme bajo las estrellas y para siempre dejarme llevar por los brazos del mar.
Entonces no tendría que preocuparme de dejar la ropa sobre las rocas, a salvo de la espuma de las olas.
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