Más
que como un invitado inoportuno –el típico cretino con gafas de
opositor enchufado, barba entrecana digna de los piojos de aquel otro
mandatario hispano (según el poema de Verlaine) que moría en El
Escorial, y palabra solo un poco más huera que embustera–,
la recesión ha visitado a la familia como un psicópata avezado,
tipo estrangulador de Boston o aquel otro de "Frenesí".
Con
mi hermano y el cuñado en paro, por falta de audiencia, a mi hermana
y a mi progenitora acaban de arrebatarles sus micrófonos del
programa de radio. No sé si recordáis que mi madre, perspicaz en
escudriñar el futuro, recibía llamadas de oyentes que querían
conocer las carambolas de su destino. Pero hoy en día las cartas del
tarot están marcadas. En esta coyuntura ningún parado necesita que
le digan que no va a encontrar trabajo, y no resultan verosímiles
las predicciones optimistas –las más comerciales y por ende
falsas, aquéllas que le exigía el director de emisiones–.
Por si fuera poco, desengañada de sus escuálidos ingresos, la
consorte ha dimitido de su trabajo de modelo, ya que ni siquiera
recibía las clásicas proposiciones del oficio.
Y
en cuanto a mi contexto laboral, me encuentro al umbral de la oficina
del INEM: me han nombrado director de la sucursal, el cargo más
miserable de este mundo en crisis. Con el mismo sueldo pírrico y
mutadas las comisiones en penalizaciones por crédito concedido,
ocupo un sillón tan basculante e inseguro que cualquier día me
desplomaré al suelo. Por no hablar que esta oficina es un auténtico
vestíbulo del paro: quedamos cuatro de los dieciocho que éramos
hace cinco años.
Y
lo peor es que acostumbrado a leer a escondidas, no me concentro cada
vez que “abro abiertamente” un libro en horario de trabajo, echo
de menos el placer inefable de lo furtivo, la atención que me
propiciaba tener el tercer ojo alerta para no ser sorprendido por el
director. Respecto a éste, en su condición de cornudo y segundón
vocacional que por mucho que intentara imponerse a base de
imprecaciones y anatemas nunca dejaba de ser el típico que por la
calle cede el paso, camina haciendo reverencias y genuflexiones, y
resulta marginal hasta en el desarrollo de unos acontecimientos que
siempre lo apabullan, ha sido inmisericordemente despedido, como si a
los jefes hubiera acabado por empalagarlos tanta capa de miel como
untaba.
Lo
dicho, que apenas avanzo en la lectura de los relatos de Flannery
O'Connor, otra narradora procedente del viejo Sur americano, un
soleado panorama de graneros a punto de ser prendidos por pirómanos,
espumosos campos de algodón y casetas de esclavos, visto desde un
porche de columnas griegas donde los chasquidos de una mecedora
contrapuntean el borboteo del bourbon.
Integran
dicha estirpe de prosistas Carson
McCullers (no
me convenció la adaptación de Huston de “Reflejos de un ojo
dorado”), Harper
Lee (tuvo
más suerte con Robert Mulligan: “Matar a un ruiseñor”), el
primer Capote –el maduro se hizo neoyorquino–, R.P.Warren (en
cuya novela Rossen basó ese magistral manual de demagogos que es “El
político”), Sherwood
Anderson,
un cuentista insigne, Tennessee
Williams (con
todo su teatro dignamente trasvasado a la pantalla), y el más
grande, el Michael Jordan de ese “Dream Team” de la “Conferencia
del Profundo Sur” de la NBA, William
Faulkner,
de mala fortuna –a excepción de “Pylon”– en
las versiones fílmicas de sus novelas, y él mismo guionista tan
vacilante como sus manos de ilustre bebedor.
Algunos
de los temas comunes a estos herederos del paisaje entre grotesco y
alucinatorio de otro sureño, Poe, son la infancia, la neurosis, el
complejo de culpa del hombre blanco ante la esclavitud, la Guerra de
Secesión, la represión sexual, las reivindicaciones sociales,
siempre modulados con un estilo y una estructura tan modernistas que
en comparación lo que que hoy encontramos en las librerías parece
escrito antes de los años treinta, cuando los anteriores empezaban a
afilar sus plumas.
Pero
en perjuicio de vuestro sueño, me he propuesto prescindir de
parrafadas críticas dignas del predicador de "Sangre
Sabia" –la
novela de O’Connor canonizada por Harold
Bloom–,
y ya habréis comprobado que las he sustituido por parodias de su
estilo literario que definan al autor de turno mucho mejor que
cualquier discursito, como en el caso del post “Al estilo de
Bolaño” o el próximo, dedicado a Raymond Chandler.
Conatos
seguramente erráticos, pero en cualquier caso más interesantes que
los relatos de mi hermano, cuyo último ejemplo, el protagonizado por
Hemingway (ver último post) me ha convencido de la precariedad del
destino de la familia. Porque éste se cifra en su más que dudoso
éxito literario y en el salón de belleza de mi cuñada, que
simultanea los tratamientos con actividades culturales y tertulias
afines a aquellos salones dieciochescos de París.
Aunque,
como en el caso de Lampedusa, animado por su descaro de remitir el
manuscrito a un puñado de editoriales, puede que también yo efectúe
al respecto algún intento más desesperado que Steve McQueen o
Jean Gabin a la hora de fugarse de los campos de prisioneros
de “La gran evasión” o “La gran ilusión”.
Y
si todo fracasa, a la hora de buscar trabajo, siempre nos quedará
esa ultima gota de sudor que a golpes de tambor el buen cómitre sabe
extraer de los remeros, ese esfuerzo terminal que el látigo del
capataz exprime de los esclavos, es decir, el estímulo marginal que
según nuestros próceres nos supondrá la reducción de las
prestaciones por desempleo.
Por
lo demás, puede que Nietzsche
ya hubiera
enloquecido cuando dejó a un lado a Wagner y se aficionó a la
zarzuela, pero no al elaborar su teoría del eterno retorno. Lo digo
porque en los tiempos del primer Borbón –anti catalanista– se
promovió la “Guerra de Sucesión” y, caso de atreverse el actual
gobierno a intervenir Cataluña, podría producirse una secesión,
como en el Profundo Sur.
Pero
por algún motivo me cuesta asociar a Rajoy con George Washington,
salvo en que, cumpliendo la teoría de éste, solo pudo engañar a
mucha gente durante poco tiempo.
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