Está amaneciendo por la ventanilla de enfrente. Después de tres meses y ochocientos kilómetros, este autobús está cerca de devolverme a Juan. Toda la semana me ha estado llamando y al final me ha convencido de que vuelva con él. No deja de repetir que ahora solo se bebe una cerveza en las comidas. Ha encontrado trabajo en una empresa de construcción y alquilado un apartamento con vistas al río. Quizá la humedad sea un problema.
El nuestro empezó el día que el Estudiantes descendió de la ACB. Juan tuvo una reacción muy extraña. En lugar de quitar la tele y olvidarse del tema, se pasó la noche bebiendo cerveza en el sofá, casi como si su equipo hubiera ganado. Lo único que pude sacarle fue que se estaba despidiendo de su juventud o algo así. No se le entendía porque ya estaba borracho, claro.
La cosa empeoró a la mañana siguiente, porque faltó al trabajo y lo echaron. Era la excusa que estaban esperando y él se la regaló. Además del pasado, ahora de lo que podía despedirse era del futuro. Y en vez de intentar arreglarlo o ponerse a buscar otra cosa, lo único que se le ocurrió fue abrir otra lata. Bueno, también bajó al trastero a rescatar el vídeo y se puso a ver todas aquellas cintas de las antiguas victorias del Estudiantes. Grabaciones VHS que se veían tan borrosas como si uno se hubiera puesto las gafas de otro. O hubiera bebido la suficiente cerveza. A mí no me gusta el baloncesto, pero me parece que hasta para el hincha más convencido sería una tortura ver partidos ya jugados.
Aun así, cada tarde que volvía de la oficina, me lo encontraba tumbado en el sofá, la cabeza y los pies en los brazos de tela beis, viendo los cadáveres de aquellos partidos disputados por jugadores que ya estarían cerca de la vejez. Y luego estaba aquel maldito locutor, de voz también distorsionada, como de embustero, celebrando cada canasta de un tal Pinone. Un tipo que ya con unos treinta parecía un camionero devorador de perritos calientes.
Hasta entonces todo nos había ido tan bien que nos estábamos planteando tener un hijo. Como a mamá Juan nunca le cayó bien, yo le contaba lo que hacíamos en el tiempo libre. Los viernes por la noche cenábamos en un italiano y, si no llovía, los domingos nos íbamos al campo. Nada especial. Almorzábamos en cualquier merendero. Caminábamos. Yo me sentaba en la hierba y él tendía la cabeza en mi regazo. Pero luego me ponía el oído en el vientre, como si ya estuviera embarazada o más bien él fuera el niño. Bueno, eso no se lo contaba a mi madre.
Lo que pasa es que ella no quería que me casase con un albañil. Sin embargo, a mí me parecía que una auxiliar administrativa no estaba por encima de un obrero. Mamá quería que yo fuera escritora. Puede que mi trabajo fuera más limpio, pero antes de la crisis él ganaba el doble que yo. Juan es muy competente. No es que esté cualificado, pero trabaja más y mejor que nadie. Con casi todos sus colegas en el paro, él aguantaba en la empresa. Y no me extraña que ahora haya encontrado algo. Si es que me ha dicho la verdad.
Aunque hubiera sido difícil conseguir algo tan pronto, a mí no me gustaba nada que se pasara los días enteros con esos vídeos. Si no le hago yo misma las gestiones, estoy segura de que hubiera perdido la prestación. Igual que se le habría formado una montaña de latas junto al sofá, si no me hubiera ocupado de recogerlas a diario. Sí, después de ocho horas de oficina, era yo la que tenía que limpiar y poner algo en el microondas. El resto del día se alimentaba de patatas fritas y frutos secos. Además de la cerveza. Dicen que es muy nutritiva. Volver a casa dejó de ser una fiesta. Al entrar me recibía un rastro como de alcantarilla, algo peor que la simple suciedad que él hubiera dejado acumular a lo largo del día. No tenía ni idea de qué podía tratarse.
No era que estuviéramos enfadados. La primera noche que se quedó a dormir en el sofá me dijo que no quería molestarme instalando el vídeo en la tele del dormitorio. Hasta que todo reventó. Justo como una cañería.
Fue una tarde que nada más entrar noté más intenso aquel olor a podredumbre. Del salón llegaban las celebraciones de la Copa del 92 en Granada, y vi la lengua de agua que salía de la rendija del cuarto de baño. Al abrir me encontré el inodoro regurgitando agua, exactamente igual que si tuviera arcadas. Hedía a estercolero. Le grité a Juan que viniera, eché la tapa y corrí a cerrar la llave de paso del agua. Por supuesto, no sirvió de nada. Fui a por la fregona.
Seguían los ruiditos como de succión y el agua no paraba de refluir afuera. Tuvo que acabar la cinta para que Juan se dignara a asomarse. Lo miré furiosa y le dije que había que llamar a un fontanero.
-No hace falta. Ya lo arreglo yo.
-¿Seguro?
-En un minuto –fue a la despensa a por las herramientas-. ¿Has cortado el agua, no?
De sobra sabía lo mañoso que es y que está harto de ver a los fontaneros trabajar en la obra, pero tenía la cara borrosa, como si se la hubieran medio borrado con una goma sucia. Y al remangarse las manos le temblaban.
-Déjalo, ahora que me acuerdo abajo hay una empresa de arreglos.
-Nos saldrá por un dineral. No tenemos seguro.
-No nos cobrarán desplazamiento.
-María, no grites. De todas formas es un servicio de urgencias. Verás, esto está hecho. Solo es una cañería secundaria.
-Claro, será tan fácil como beberse una cerveza.
Ni siquiera me miró. Para entonces casi había desmontado el inodoro. Pero no pude resistir la visión de aquel cuarentón sin afeitar que en las dos o tres últimas semanas se había vuelto más barrigudo que el tal Pinone, arrodillado sobre aquel charco de agua viscosa. Me imaginé que por allí saldría borboteando un magma de cloaca que lo arrastraría como un alud. Así que con una náusea en la garganta hice un equipaje exprés y me fui a casa de mamá.
Solo le cogí el teléfono la primera vez para decirle que había sacado del banco la mitad de los cuatro mil euros. Cuando dejó de llorar reconoció que al final tuvo que llamar a los fontaneros de abajo y por poco a los bomberos. Dejó el piso y se fue con su hermano. Los dueños no quisieron devolvernos la fianza. Eso es lo que dijo.
Luego siguió bombardeándome el teléfono y cada vez tenía que colgarle y silenciarlo o apagarlo. Hasta esta semana. Quizá se lo cogí porque estaba algo triste después de que me echaran del trabajo. Y aunque había dejado a Juan, mi madre tampoco parecía muy entusiasmada de tenerme en casa. Parece que él también se peleó con su hermano y se vino a Bilbao, donde un amigo le había dicho que había un puesto en la obra de su cuñado. Ya estamos en las afueras, menudo atasco. Esta ciudad es como todas. Por lo menos, se ven bonitos paisajes. Lo digo por la excursiones de los domingos.
No me extraña que lo hayan contratado. En los buenos momentos yo le decía que era un artista. Lo único que temo es que se haya traído todas esas cintas del Estudiantes. Había algo horrible en ver una y otra vez todos aquellos partidos que hasta los mismos jugadores habrán olvidado… Seguimos parados. En una furgoneta de la autovía de salida, un barbudo discute con el copiloto, no para de aporrear el volante. La verdad es que no me gustaría encontrarme ese maldito vídeo en su nueva casa. Olvidé preguntárselo, preocupada por la cerveza. No sé por qué, me da que sigue viendo aquellos partidos sin parar. Creo que me he equivocado. ¿Y si le pido al conductor que me deje antes de la estación? Seguro que estará esperándome en el andén. Bueno, esperaré a que ponga el primer vídeo para volverme a… vaya cara me pondría mi madre. Ayer parecía bastante contenta de que nos reconciliáramos. Hasta me llevó a a la estación.
Nada de esto habría pasado si el Estudiantes hubiera ganado aquel último partido. No me importaría que viera uno o dos partidos a la semana, como todo el mundo. Y en directo. Hasta yo misma vería los últimos cinco minutos si van igualados. El problema es que, fuera de la ACB, los partidos no tendrán interés. La primera vez en la historia que desciende el Estudiantes y me tuvo que tocar a mí. Lo que no aguantaría sería volver a ver a ese Pinone levantando la Copa del 92, el único título que me parece que tienen.
Aburrido, el chófer nos ha puesto la radio. Los titulares son desalentadores. Seguimos en plena recesión y cada día se destruyen un montón de empleos. El mío es uno de la estadística que acaban de dar. La crisis también se asoma a las noticias de deportes. Dicen que ninguno de los dos equipos que había logrado ascender a la ACB ha logrado reunir los avales necesarios para disputar la competición.
En consecuencia, el Estudiantes se mantiene en la ACB.
Hasta aquí el texto mecanografiado. Sin embargo, en el reverso del último folio consta este párrafo manuscrito, como si el autor hubiera querido amargar uno de los finales menos desalentadores de su carrera:
El tipo de al lado bosteza, y en el abandono con que se despereza y estira los brazos difundiendo el olor de sus pesadillas, se desata todo el tedio de cualquier mañana. Parece un pobre hombre roto y contorsionado por una abyecta tortura. Me pregunto si con la crisis el Estudiantes logrará hacer un equipo algo mejor que el que descendió. Si conseguirá reunir los avales. Hoy en día nadie consigue lo que realmente busca.
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