-¿Así que quiere que me pase por su oficina? Preferiría que viniese usted a la mía y le presentaría a mi amiga más fiel, la botella de bourbon… En fin, de acuerdo, al menos no es una habitación de hotel y no le encontraré fiambre, aunque estoy acostumbrado a arriesgarme a que me casquen la nuez de la garganta por cien dólares, gastos aparte. Entretanto búsqueme una foto de su esposa y los teléfonos de sus mejores amigos… No se preocupe, sé mantener la boca cerrada aunque me saquen las muelas a patadas. No hay policía me haya estrujado el nombre de ningún cliente por mucho que me empleara la cabeza para jugar al frontón… Ah, me hago cargo, usted no es el afectado, sino un amigo… no tiene que avergonzarse, ese tipo de cosas pasan en las mejores familias, si acaso, caballero, en las que son como la suya pasan más que en las otras, y que conste que esto se lo diría a la cara si usted no fuera más que un fantasma de mi aburrimiento.
Créanme que me habría encantado conocer a la secretaria de su oficina, los paneles de roble o esos tapizados de satén de las sillas que te acogen como prostitutas veteranas. Pero solo era una llamada imaginaria. Porque sí, llevo toda la tarde con los pies sobre la mesa, tan entretenido como este camello de la cajetilla de tabaco, entre un espejismo y otro. Ahora lo que fumo es la pipa, para parecer pensativo ante mí mismo. Por lo demás, no tengo nada en común con ese Holmes. Eso sí, me encantaría tener un Dr. Watson que les contara mis aventuras, porque a veces mi vida es de película.
Pero a mí me interesa extraer placenteras melodías solo de violines de carne y hueso. Y sí, me habría gustado conocer a esa morena de la foto, que, pongamos, hace un par de días huyera a Tijuana con algún matón. Pero ya basta, que como siga sin llamar nadie voy a acabar escribiendo yo mismo una historia. Lo cierto es que me caen bien las esposas traviesas. Es lo segundo que más me gusta de mi trabajo, jugar a las muñecas. Desde rubias más frígidas que el hielo a morenas ardientes como carbones encendidos pasando por pelirrojas al rojo vivo.
Pero aquí estoy. Viendo la sombra de las letras invertidas de mi nombre impreso en la ventana sucia. Sin acabar de convencer a la araña del rincón de que me pague su parte del alquiler. En la oficina de al lado la máquina de escribir repiquetea su lluvia de plata. Desde el bulevar resuena la selva del tránsito más salvaje. Y a veces también detecto el susurro ocre del otoño, un rumor de hojas crepitando por la acera como el papel de estraza que ha envuelto las botellas de los alcohólicos. Es porque me acuerdo de ella. Hubo un tiempo en que me atrajo la idea de estar en su apartamento en bata y pantuflas. El problema es que ella tenía demasiado dinero y respuestas para todo, cualquier solución para el más peregrino de mis problemas. Y yo no quería sofocarme la vida bajo rasos y brocados. Las superficies blandas, mullidas, redondeadas, solo me gustan para pasar un rato.
Con la amistad me pasa lo mismo. No tengo amigos de verdad, pero como me pasó con aquel Terry Lennox, respeto a quienes se rigen por cierto código que no ha escrito ningún legislador, un libro de arena que a los sinvergüenzas se le escurre entre los dedos.
Pues sí: soy tan tonto que lo que de verdad me atrae es el peligro, como a otros la marihuana. Seré un adicto a la adrenalina. Ojalá la vendieran en cápsulas que tomarse en una mesa camilla. Me refería a la acción cuando hablaba de lo que más me gusta de mi trabajo.
Pero aquí sigo. Mirando esta alfombra más raída que las ilusiones de una bibliotecaria, los cinco archivadores embadurnados de polvo, esas cortinas tiznadas de hastío. Puede nevar en Los Ángeles; tal vez deje de haber polis corruptos; quizá entre por la puerta un padre desesperado, con un billete de mil dólares en el bolsillo y una hija drogada en algún tugurio del barrio chino.
¿Ustedes no tienen ningún problema? ¿Ninguna hija ninfómana fácil de chantajear? ¿Ninguna esposa propensa a sorprender la fidelidad matrimonial en la cama menos pensada? ¿Algún hermano inexperto que haya confundido la cocaína con palomitas de maíz?
Por otra parte, tal vez su secretario haya huido con sus fraudulentas declaraciones de impuestos. Oh, no me ponga esa cara de honradez ofendida, con ojos como huevos fritos sin sal y el rictus de la boca tan alegre como una bailarina de cabaret a punto de jubilarse. A mí no me engaña. Usted es de quienes financian las leyes, y si tienen algún problema con ellas, les perdonan los intereses. No me refería a la gente como usted, que no me necesitan para nada.
En cuanto a los demás, pueden pedir referencias mías a la oficina del fiscal del distrito, de donde me echaron por una simple divergencia que le dejó a alguien un ojo en escabeche. Pueden confiar en mí. Es posible que con el tiempo me haya vuelto algo cínico, más amargo, pero algunos prefieren el café sin azúcar. Si me han pagado por adelantado, soy leal hasta con los clientes liquidados -¡crucen los dedos!- y no hay billete de los grandes que me distraiga de ningún caso. Sabueso nato, sigo un rastro como otros la estela del hachís. Ocurre que soy mucho más curioso que honrado, lo que se dice un fisgón, un amigo de las rendijas y del ojo de la cerraduras.
En esos casos, ni una manada de gorilas puede apartarme de mi camino. Ni siquiera la policía, que me gusta menos que una víbora en el jardín. Aunque la verdad es que soy tan pacífico como un revólver caliente sobre la mesa. No me pego con nadie que mida menos de uno noventa o sea menos ancho que el furgón de cola, gente capaz de comerse con patatas mi automática después de untarla con aceite de oliva. Tampoco yo soy ningún alfeñique. Una ficha de la bofia me describiría de uno ochenta, moreno, ojos marrones y algún kilo de más, porque en L.A. no se puede ir andando ni al lavabo.
Pueden estar tranquilos: me gustan las cosas claras y profundas. No soy Einstein, pero tengo el doble de cerebro que cualquier pies planos. A veces hasta juego al ajedrez contra mí mismo casi sin hacerme trampas. Solo tienen que llamarme a Glenview 7537 o pasarse por aquí, el 615, Edificio Cahuenga, Hollywood Boulevard. Si no estoy, me esperan en la antesala. Es tan grande como una cabina de teléfonos, pero siempre la dejo abierta por si alguien quiere rememorar sus romances hojeando revistas de hace diez años.
Cualquier trapo sucio que tengan, yo se lo lavo a mano. Sin necesidad de acudir a la lavandería, ya saben… Vaya, por fin viene alguien. Veo su silueta agitarse al otro lado del cristal esmerilado. “¡Adelante!”, le digo, aunque no hace falta que lo anime, porque quien se adelanta es un tipo de gabardina parecido a Boris Karloff encañonándome con un revólver que no me gusta cómo me mira con su único ojo. Lo de costumbre. Tendré que desarmarlo y exprimirle el nombre de su jefe. Pero al levantarme con los brazos en alto, dudando entre el truco de mirarle por encima del hombro o el del rodillazo, empiezo a sentirme como hueco. Inerte. Una sensación de cansancio me abraza como una solterona en apuros. Muy delicada y a la vez con desesperación. Será por tener que enfrentarme a lo mismo de siempre. Y al contrario que con la llamada imaginaria de antes, ahora soy yo el que siento irreal. Irreal y único, como un personaje de ficción, el protagonista de la mejor novela negra de la historia.
Pero no debo confiarme. Quienes lo han hecho abarrotan el cementerio como el metro en hora punta.
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