Desde que sufrí la infamia de ser nombrado director de banco, observo mi existencia tan de lejos que cada vez me importa menos –como un pueblo de la noche que nuestro tren deja atrás-, y ya habréis notado lo que me retraigo en daros noticias de ella. Ahora me decanto por ofreceros las muestras de mi endémico aburrimiento en la oficina, como las parodias literarias –Rulfo ha sido la víctima más reciente- o monólogos de ciertos personajes cinematográficos. Y además, ¿para qué ocuparse de cuestiones tan baladíes como la vida o la felicidad cuando se tiene una novela de Nabokov que releer o una comedia de Hawks por revisar?
En la oficina las horas fluyen lentas, casi empantanadas y con un fondo de peces muertos, con el único cometido de denegar préstamos; y en casa esta noche discurren serenas, con el aroma estupefaciente de los macarrones chisporroteando en el microondas y el trajín de la consorte en el dormitorio, ya que no ha perdido la costumbre de vestirse para la cena como reivindicación de la prosapia de su familia. Tal que influida por la visión de un ciclo Antonioni, Alma duerme cada vez mejor; ahora mismo la tengo en brazos mientras selecciono como prólogo al post el vídeo de Billy Joel en directo, para que lo pinchéis al principio y la pletórica alegría de su piano compense la atonía de mi prosa.
Efectúo la operación con razonable rapidez, lejos de la vista de mi hermano, mi mentor cibernético, cuya castradora presencia siempre me aturulla ante el teclado. Al menos le infligí en la infancia mi gusto por Billy Joel, y ahora, ya publicado el post, lo estará leyendo con el último porro de la jornada, antes de que mi cuñada vuelva a casa. Y entre el narcótico humo de la memoria estará recordando el día nublado de su infancia –y de mi adolescencia- en que el Renault estaba en la reserva y a la siguiente curva las plegarias de nuestra madre conjuraron la gasolinera donde encontré una cinta de radiocasete de "Piano man”.
Justo el piano que en alguna parte se dispone a tocar una librera que a media tarde ha tenido que dejar la tienda para relajarse leyendo y twiteando en casa, y, como no ha servido de mucho, ahora intenta alegrarse con que al menos no haya subido el IVA de los libros mientras elige una partitura de Chopin. No sabe si la cadencia de la música le domará los nervios o le saldrá un nocturno a ritmo de purasangre.
Desalentada, cierra el cuaderno de partituras y, en una ciudad no muy distante, mi hermana abre "Bullet Park", de Cheever, y se concentra en la lectura como si estuviera leyendo sobre sí misma, mientras mi cuñado no deja de acarrear arriba y abajo sus libros de Historia de la Pintura, y a ella ni siquiera le distrae el estrépito de un volumen in folio sobre el parquet.
Recoge el bolígrafo del suelo y se pone a mordisquearlo otro aficionado a la pintura, que en su día fue cinéfilo, y ahora deja de proponerse ver "Lo que el viento se llevó" para volver a reducir la problemática del futuro del mundo editorial a una cuestión de calidad en la oferta. Intenta convencerse de su conclusión escribiéndola en un twit que relee y envía.
Lo lee por casualidad un melómano de los que piensa que las matemáticas son el esqueleto de la música, que mordisquea pensativo una chocolatina, al retwitearlo mancha el borde de una tecla de su portátil, y lo cierra.
En una ciudad de Venezuela una joven abre el suyo para ponerse a escribir en su novela, pero no puede resistirse a entrar un rato en Twitter aunque sabe que eso le costará entretenerse compartiendo con otros muchos la fantasía de un cambio de gobierno.
Menos esperanzas presume de tener otro escritor que se dice de domingo, pese a que no para de repartir ánimos y RT como si a partir de mañana fueran a prohibirlos. Ahora se le ocurre volver a colgar otro vídeo de David Bowie antes de ponerse a ver las pruebas de natación de las Olimpiadas. Tiene la tele puesta: los ocho remolinos paralelos de espuma se acercan igualados a la meta.
No mira quién ha ganado una socióloga que en La Paz está acostumbrada a escudriñar tiempo para leer a Cortázar, pero que ahora se ha quedado con la mirada desviada de la pantalla del ordenador hacia el vacío, intentando no dejarse convencer por sus problemas; cierra los ojos y suspira, pero acaba por sonreír prometiéndose releer a Borges esta misma noche.
Tan aficionado como éste al relato policial, y además autor de novela negra, un joven valenciano atisba en el perfil de un seguidor la posibilidad de convertir su trilogía en tetralogía, y con la inminencia de un argumento en la nuca se conecta casi automáticamente a una emisora de radio.
En la cual no se oirá hasta septiembre la voz de una locutora que ha estado cerca de perder su trabajo y ahora se nutre de energía en un hotel rural de Santander oyendo en el silencio de las montañas el eco de su propia voz dando una exclusiva.
Todos ellos y algunos más –no demasiados- hoy oirán la misma canción de Billy Joel, “Escenas de un restaurante italiano”. Debido a su juventud, la mayoría lo harán por primera vez; otros la oirán sin escucharla, pero algún día volverán a oírla con la sensación inverosímil de reconocerla; solo dos de ellos la recordarán aunque llevan muchos años sin escucharla. Pero durante cinco minutos a todos los ha unido una inédita telepatía, una corriente de emociones más o menos intensas. Una chispa eléctrica en la corteza del cerebro o un cortocircuito de euforia.
Como si por unos metros las estrellas de sus futuros respectivos hubieran compartido la misma órbita en la noche sin fin. O como esos dos tímidos que en el metro cruzan unas miradas que hieren como espadas y en la próxima parada habrían empezado una nueva vida si alguno de ellos se hubiera atrevido a quejarse del calor que hace.
Enlazando los anillos de sus satélites.
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