miércoles, 11 de julio de 2012

TRES CREPÚSCULOS


Aunque no quise dejarme impresionar por los manejos de mi cuñado y sabía que probablemente el auténtico "Hombre de la barba blanca" seguía expuesto en el Kuntsthistorisches Museum, donde yo lo había conocido gracias a Reger, el crítico de arte de "Maestros Antiguos", la iconoclasta novela de Bernhard, por si acaso, esta mañana me he traído al banco el rollo del lienzo que ni siquiera me he atrevido a desplegar, no fuera a deteriorarlo nuestra infecta atmósfera de trabajo, y lo he ocultado en una caja de nuestra cámara de seguridad, idéntica a la de "American madness".

                   

Ya sabéis, son esas cajas secretas de la hipocresía donde en vez de joyas los que más gala hacen de su patriotismo atesoran ese dinero que los notarios llamaban “B”, invitando con unción a los celebrantes a pasar a cierta sala interior donde sellar el pacto de caballeros. ¿Para qué malgastar nuestro dinero en financiar la Educación o la Salud pública, ominosa expresión que nos remite a Robespierre y demás canalla revolucionaria? Porque además de depositarios de la fe pública, los notarios siempre han sido unos campeones de la propiedad privada y de la intriga, y por eso sus salas son tan proclives al secreteo, sordas de rasos y tapices, acolchadas de felpas, moquetas y alfombras que asordinen pasos y voces.

Pero volviendo a ese otro defensor de la propiedad privada que es mi cuñado, me he pasado la mañana valorando si se habrá vuelto más loco que aquel del pelo rojo de la película de Minelli –Kirk el pintor de una sola oreja- exponiéndose a robarle tal obra al mafioso del Ferrari y luego a devolverle una falsificación en vez del auténtico. Que también ha resultado ser otra falsificación, según me ha informado mi hermana por teléfono, solo que tan excelsa que a todos nos ha puesto “al borde del peligro”. Le exponía yo mi teoría de que, fanático de la pintura que de por sí es, habría enloquecido a su marido un lienzo que exalta su único atributo viril, esa ineludible barba blanca, que desde se casó con él se frunce en mis pesadillas, cuando ella exhaló un grito digno de la Lulú de Alban Berg ante Jack el Destripador.

                                        

Habían irrumpido en su casa un par de tipos apuntándole con sendas automáticas, y los tres que tenía yo al otro lado de la línea en comunicación tan directa como Rock Hudson y Doris Day en "Confidencias a medianoche", se tranquilizaron cuando, para asombro de un par de clientes, grité  que el auténtico cuadro falso obraba en mi poder. Y en cuanto colgué hube de soportar otra llamada de la consorte, a quien por desgracia no la incomodaban ningunos sicarios, sino mi cuñado, que estaba sometiendo nuestro apartamento al registro que en "La máscara de Dimitrios" sufre Peter Lorre por parte de Sidney Greenstreet. Me lo pasó ella y al saber de mi traición preguntó él a su destino que para qué le servía un tener un cuñado como yo, igualito que si me hubiera comprado a Peter Ustinov en alguna película de romanos.

Ya que en la oficina sigue fluyendo el descrédito y ningún cliente me importuna, intento relajarme escribiendo la última parte del post, tal y como la otra noche le contesté al entrevistador en que me desdobló el insomnio (véase el post “Sobre Gilda”). Anoche dormí satisfecho después de ver una muda: "La reina Kelly" –o lo que queda de ella-, de Erich von Stroheim. Ya sé, ya sé, también me acusó aquel periodista tan crítico de hablar de películas que nadie ha visto y que no le interesarían ni a los gatos de Pavese, esos que alguna noche me verán fugarme de casa mientras la consorte y mi hija duermen.

Pero es que admiro a ojos llenos el estilo barroco y satírico del gran Stroheim, un verdadero Miguel Ángel del cine, de parecida discordia con sus mecenas –productores-, que si lo hubieran dejado habría duplicado el mundo en el celuloide, narrador a veces naturalista y otras manierista, siempre desmesurado –con metrajes de diez horas de duración-, de inusitado vigor expresivo sin por ello dejar de ser decadente, paradigma de lo artificial-maravilloso, con un estilo preñado de metáforas tan ricas que pueden alcanzar varios niveles de significado.

                   

Así, las castas velas que alumbran el arrepentimiento de la protagonista por sus devaneos, poco después iluminan la lujuriante cena que celebra con su amante. Ambos, previamente, se han intercambiado como prendas  sendos puñados de heno que pueden sugerir la blandura del deseado lecho y cuando, más tarde, él se entierra la cara en el suyo, éste figura el vello púbico de la amada. Ella es una huerfanita –uno de los arquetipos de la época- algo talludita, de treinta años, Gloria Swamson, también financiadora de la megalomanía de Stroheim. Mucho después Billy Wilder los reunió a ambos para que hicieran de sí mismos en “El Crepúsculo de los Dioses”; en el “Crepúsculo de los Dioses” Nietzsche hubiera podido decir que la historia se repite como parodia; la versión de “El Crepúsculo de los Dioses” de Georg Solti convierte en una broma a las que le han seguido, como sería impensable un remake de “La Caída de los Dioses” de Visconti.

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