viernes, 26 de abril de 2013

EL CUARTO MANDAMIENTO




                  


“Sí, me acuerdo”… “Le recuerdo perfectamente”, les decía por cortesía a todos los invitados al baile de Navidad que se ofreció en la mansión familiar para celebrar mi regreso del internado, y en la que ni las notas falsas de la orquesta, ni el desaliño de ciertos invitados, ni el sabor amargo del ponche lograron infundirme la intuición de que no solo sería la última reunión de semejante fastuosidad, sino el epílogo de todo un período de esplendor.

“Naturalmente que le recuerdo”… “Sí, le recuerdo”…, hasta que degradando mi educación a hipocresía dos personas por separado me significaron que aquello era imposible porque nunca antes nos habíamos visto. Esa coincidencia debió hacerme sospechar que, idénticos en descaro, aquellos dos eran padre e hija. Ella era Lucy Morgan, recién salida de la adolescencia, y en cuanto la vi sentí cómo se rendía sin condiciones el castillo de mi orgullo.

Bailamos y no la dejé soltarme el brazo en toda la velada. Aunque no me gustó lo popular que era entre los chicos, al menos no estaba prometida. Puede que me excediera llamando impertinente y estrafalario al viudo de cepillo por bigote que acabó resultando su padre –el inventor de esos artefactos sin futuro que llaman automóviles-, pero le hice conocer la grandeza de mi nombre –George Amberson Minifer- y que mi dignidad me aleja del estudio y práctica de cualquiera de esas profesiones “liberales” de la burguesía. Por suerte, había logrado alzar de nuevo el puente de aquel castillo.

Después, el tío Jack me diría que ese Eugene Morgan, el padre de Lucy, hace veinte años se había atrevido a cortejar a mi madre y que mi padre solo se le adelantó porque una noche Eugene se emborrachó y vino al jardín de casa a tocar una serenata con un contrabajo, por lo que cayó en desgracia de los Amberson. Pues bien, en el baile de aquella noche el muy farsante no quiso tomar ponche para jactarse de que desde el episodio de la serenata no había vuelto a tomar alcohol y así significar su galantería. Bailó con mamá y tía Fanny; conversó con mi abuelo, el mayor Amberson, y con el tío Jack, el congresista.

Al final logré sonsacarle a Lucy una cita para salir en trineo por la mañana. No dejó de asombrarme que con lo que se parecían el padre y la hija, uno fuera el objeto de mi odio y la otra de mi amor. Mientras que el padre me crispaba el orgullo de estirpe que los estúpidos llaman arrogancia, la hija me lo aplacaba. Cuando todos se fueron, a la polvorienta luz del alba, los tapices me parecieron apolillados y los óleos desvaídos: entre ambas sensaciones había predominado el desagrado que él me suscitaba.

A partir de aquel día papá empezó a perder peso y las mejillas y los ojos se le hundieron de preocupación por la decadencia de nuestros intereses. O eso fue lo que creímos. A ratos mamá lo miraba con pena; pero mientras yo no volviera al colegio, solo tendría ojos para mí. Por lo mucho que me quiere, algunos malévolos creen que me ha malcriado y pretenden hacer pasar por mimos lo que solo es amor de madre.

El resto de las vacaciones seguí saliendo con Lucy. Y también el aprovechado del padre se fue inmiscuyendo en el seno de la familia y, como el moho en la época de lluvia, se infiltró en nuestros salones. Todos tuvimos que pasearnos en su chisporroteante cacharro, que parecía una cafetera en ebullición, y tía Fanny se atrevió a invitarlo a cenar. Tío Jack me explicó que desde joven ella lo había querido y no pude sino reírme de las rancias ilusiones que ya la tía pudiera albergar respecto al metomentodo. Salvo papá y yo todos cedían al hechizo del falsario, que encantaba al mundo entero con sus sonrisas y embelecos de galán otoñal.

Papá acabó por enfermar de gravedad. Una mañana el médico salió cabizbajo del dormitorio, la tía Fanny sofocó un sollozo en el pañuelo y por la casa florecieron negros crespones.

Me gradué en primavera, con Lucy y su padre presentes en la ceremonia, y a mi regreso se inició el asedio de ese charlatán, su cerco del indefenso corazón de mamá. Todas las tardes el tipo llegaba a casa –reconozco que cada vez en un más perfeccionado modelo de auto- más atildado que nunca, con un ramo de rosas rojas y el húmedo simulacro del amor en las pupilas dilatadas, y en presencia de mamá no dejaba de emitir suspiros, la mano en el pecho. Fanny los miraba inquieta, con las ojeras cárdenas y el imborrable maquillaje de la frustración, y si después de que él se fuera alguien le gastaba alguna broma, estallaba en una explosión de histeria… Ahora pienso que no debe ser fácil ser la tía de ninguna casa, siempre aparte y al margen de la vida auténtica.

Al contrario que los negocios de Morgan con los automóviles, nuestra fortuna menguaba. Desde que le dejamos el seguro de papá a Fanny, la cortesía de los empleados del banco ya era maquinal. Un día hube de acompañar a mamá y a la tía a la fábrica de Morgan, y con la condescendencia de los nuevos ricos el muy tunante presumió de armar un auto al día.

Cada tarde aún tenía que tolerar su presencia en el jardín; anguileante y sutil en el sendero, del brazo de mamá, al acecho del crepúsculo para aprovecharse de tan romántica escenografía y situarse al borde de un beso o un arrumaco. Entonces me sentía como si un intruso se hubiera adentrado en mi castillo interior y lo estuviera despojando de lo más valioso.

Él progresaba más que yo con su hija. Lucy y yo seguíamos saliendo, pero se le notaba impregnada del utilitarismo de su padre; para comprometerse conmigo me exigía hacer algo “provechoso”, como si el dinero contara más que la posición social. Seguro que su progenitor le había inculcado ideas tan perniciosas.

En la cena de la otra noche le mostré a Morgan mi animadversión condenando el automóvil como una máquina infernal, y aunque el hipócrita esgrimió el cinismo de reconocer que quizá la velocidad no supusiera ningún avance espiritual para el género humano, no pudo dejar de oponer que en todo caso el triunfo de los autos era seguro y que cambiaría la mentalidad de la gente. Logré que se fuera, haciéndose el mártir. El tío Jack se asombró de que tratara a sí al padre de mi novia, pero la verdad es que prefiero renunciar a Lucy con tal de perder de vista al tipo que pretende enajenarme del cariño de mi madre. ¡No lo logrará! ¡No quiero compartir a mamá con nadie!

El asunto incluso se ha convertido en comidilla de comadres y rumor de barbería. Le frustraré a ese truhán el plan aunque tenga que hacer como el abuelo, cuando hace veinte años le prohibió cortejar a mamá después de aquella serenata, y mi ceño hará que sus rosas se le marchiten entre las garras. ¡Por algo ahora soy el cabeza de familia! Si me obliga a ello, pondré a mamá en la tesitura de elegir entre él y yo.

Y ahora hasta la tía se ha puesto de su parte y aceptando su destino reconoce que de todas formas Eugene nunca se fijará en ella, y me dice que mamá padece del corazón y que si la chantajeo sentimentalmente acabará por averiársele como una de esas máquinas infernales de Morgan.      

                                                         

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