Todo empezó como de
costumbre, con los ingleses atropellándonos en nuestro propio país; desde que
vinieron a la India no han dejado de hacerlo. Pedaleaba con un amigo por la
ciudad vieja cuando el auto de los Turton nos embistió de refilón, caímos y me
empurpuré de fango el traje de pasar consulta. Luego pasaron los coches de otros
mandamases británicos, McBryde, el Jefe de Policía, y el del joven juez
Heaslop, con dos damas de su familia recién llegadas de nuestra benefactora
metrópoli.
El siguiente atropello,
de orden moral, tuvo lugar esa misma noche. Un mensaje del comandante
Callendar, el jefe de nosotros, los médicos nativos, me hizo abandonar la mesa
de unos amigos para dirigirme a su mansión, donde me ordenaba presentarme. Al
llegar no solo me encontré con que se había ido al club, sino que entretanto
unas damas que salían de la casa me privaron de la tonga y hube de subir a pie
hasta el club.
Dado que a los indios
se nos veta el acceso a tan selecta institución, me recluí en la cercana
mezquita, donde la contemplación del Ganges fluyendo al brillo de la luna me
aplacó el ánimo. La noche estaba en calma y las aguas serenas. En el río
palpitaba una estela de plata líquida. Pero de repente los grillos callaron, un
aura me heló la nuca y supe que alguien me estaba observando. Me volví y vi un
fantasma. Osciló su terrible blancura, salió de la sombra y a un rayo de la
luna su blanco vestido acabó siendo incorporado por una anciana menuda. Una inglesa.
Vaciló, también espantada: nos habíamos asustado mutuamente.
Para desahogarme del
susto la acusé de falta de respeto, pero descubrí que se había descalzado. Era
la primera vez que veía hacerlo a un occidental sin necesidad de advertencia y
para colmo creyéndose sola; más que fantasma era un ángel. Emocionado, me
disculpé. La brisa pareció traernos una atmósfera de confianza que nos hizo
contarnos nuestras vidas, al menos someramente. Ella, Mrs. Moore, había venido a
ver a su hijo, el estirado juez (¿cómo pueden ser tan distintos?), acompañada
de la prometida oficiosa de éste, Miss Quested. Me contó lo interesadas que
ambas estaban en conocer la India más allá de las guías de turismo. Ante su
delicada cortesía, la gratitud me espoleaba el corazón y, aunque estuviera
recién llegada, descarté que con el tiempo levantara ante los nativos la típica
barrera de arrogancia e incomprensión.
En cuanto a mí, le
hablé de mis dos hijos, que viven con sus abuelos, y de cómo perdí a mi esposa
al dar a luz al segundo. A punto estuve de contarle lo que siento a diario,
cuando abro el primer cajón de la cómoda y miro su fotografía, o si llega a la
consulta cualquier joven embarazada: me parece ser un peregrino que camino de
La Meca encuentra seco el manantial que esperaba cristalino, y cuando se
resigna a proseguir sediento el camino observa que dos brazos de agua rebrotan
de la fuente y manan puros y límpidos: Akbar y Jamila, mis hijos.
Desde luego que tampoco
entré en detalles sobre mi sórdido alojamiento, descuidado por mi criado
Hassan, de mis estrecheces pecuniarias o mis viajes trimestrales al prostíbulo
de Calcuta. Antes de separanos, Mrs. Moore se quedó mirando al río lunar como
hipnotizada por una serpiente, se le notaba atraída y espantada por el vertiginoso
misterio de las aguas, igual que si le hubieran dicho que iba a ser abuela o
que iba a morir al día siguiente.
No tardé en volver a
saber de ella. Dos días después acepté la invitación a un té formal en la casa
de Mr. Fielding, el director de la escuela, a quien solo conocía de vista y
cuya amabilidad con los indios lo convierte en alma gemela de Mrs. Moore. Me
presenté nervioso e inseguro, incómodo en un traje demasiado estrecho y con
media hora de adelanto. Pero Mr. Fielding no defraudó mis expectativas y me
recibió con una cordialidad de viejos amigos. En efecto, me había invitado a
instancias de Mr. Moore –sus generosas índoles habían congeniado-, que no tardó
en llegar, acompañada de Miss Quested, su futura nuera. También vino Godbole,
el ínclito filósofo fatalista y brahmán, personaje célebre por lo escueto y
ambiguo de sus dichos. Nos acomodamos en el jardín de nuestro anfitrión,
radiante de rosas y nenúfares entre los reflejos de un estanque.
Las damas refirieron
que a última hora no fueron recibidas por cierta familia que había aceptado el
cumplido de su visita y creo que fue Mr. Fielding quien les explicó que aquello
se debería a que se avergonzaron de la humildad de su alojamiento. Para
neutralizar la decepción cometí la imprudencia de ofrecerles la ocasión de
visitarme, y como para mi sorpresa aceptaron y recordé los excrementos de
moscas en el espejo y las excoriaciones de yeso, me apresuré a proponerles en
su lugar una expedición a las cuevas de Marabar. Quedamos en ir los cinco, pese
a que Godbole, el único que las conocía, mostró respecto a ellas su enigmático
escepticismo. Ojalá hubiera atendido a sus reticencias y no hubiéramos venido.
Sin decoración ni valor simbólico, consisten en un angosto acceso, una pequeña
cámara circular, y sobre todo vacío y oscuridad. Eso y un extraño eco que
amplifica las voces en una extraña dimensión, reverberando como a través del
tiempo, hacia un pasado primigenio.
Para ser tres las
culturas representadas en la reunión, con el perfume de las rosas se sustanciaba
entre nosotros una cortesía y hasta una naturalidad que en esos casos nunca había visto,
hasta que irrumpió el atrabiliario prometido de Mrs. Quested e hijo de Mrs.
Moore, el juez Heaslop, y se las llevó con unos modales dignos de un negrero
mogol.
Y justo en la presencia
de las tres religiones en nuestra visita a las dichosas cuevas ha residido la
dificultad de su planificación, ya que cada una de ellas implica el tabú de
determinados alimentos y diversidad de costumbres. De no ser por la ayuda de
mis amigos musulmanes, nunca habría podido organizar la expedición de una
comitiva tan abigarrada. Anoche pernocté en la estación, junto con los criados
y todo lo necesario, con tal de no dejar nada al azar. Las señoras llegaron
puntuales, pero no así Fielding y Godbole, por culpa, según me dijo el inglés
desde el otro lado de la barrera, de una oración ritual del hindú. Después de
todo, parece que no lo abandona todo al destino; desde el principio no quiso
venir.
La ausencia de Fielding
me tenía histérico. Para atender a las damas y respetar el purdah, aunque solo
logré asustarlas, no dejé de recorrer el tren arriba y abajo por el estribo de
los vagones, incluso al paso de los puentes; en efecto, no sabía yo hasta que
punto me encontraba al borde del abismo.
Lo único que ha salido
bien fue alquilar ese elefante que nos trajera de la estación a estas colinas
donde están las cuevas. De la primera la pobre Mrs. Moore ha salido
trastornada. Lívida y resollando, ha preferido no subir a ésta. Aunque más
intenso, parecía afectada por el mismo pánico que la invadió la primera noche
contemplando el río desde la mezquita; es como si enfrentándose a su destino el
eco de la cueva hubiera rugido con la certeza de su muerte.
Pero algo desastroso le
ha pasado a Miss Quested en la segunda cueva; capto en el aire el aleteo del
pájaro de las desgracias. De vuelta de fumarme un cigarrillo, he visto que ha desaparecido
de los alrededores. El guía no sabe nada y hemos subido solos. El ruido de un
motor me indica que ha optado por abandonarnos en el coche de alguien. Me
pregunto si también la habrá perturbado el vacío oscuro de la cueva. ¿Estará
histérica y me acusará de cualquier atrocidad? Entre los ingleses, comparada
con la mía, su palabra es sagrada. ¿Qué sería de mi carrera? ¿Y de mis hijos?
Mientras subíamos Miss Quested, que ya estaba algo rara, me ha preguntado por
mi esposa y he vuelto a sentirme como un peregrino que al llegar sediento a una
fuente la encuentra seca.
Y cuando sendos brazos
de agua ya manaban límpidos empiezan a filtrarse y perderse por las grietas de
la piedra.
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