La
tercera vez que la vio responder a su mirada con sus ojos
febriles, como llamas temblando a la noche de su pelo con el fulgor de un
sacrificio a los dioses, Lucas decidió dirigirse a ella, en la esquina de la
barra. Además, le sonaban su cara de niña con aquel cutis de marfil tallado en
rasgos suaves y mudables al fuego de las pupilas, su cuerpo frágil de sirena
que sin mover los pies balanceaba con gracia de un lado a otro en su precoz
vestido de noche.
Estaba
casi seguro de haberla conocido al cabo de alguna salida nocturna, sus dedos
creían recordar el tacto de aquella piel, el diseño de su esqueleto
sutil y delicado; y si no era así, serviría como táctica de acercamiento.
También se había vuelto a mirarlo de arriba abajo la amiga, una pelirroja
opulenta en su vestido rojo cereza, que hubiera necesitado de varias copas por
su parte para merecer algún interés. Le hizo un comentario a la morena, que se encogió de hombros y estiró escéptica la
punta de los labios. A Lucas le fascinaba el resplandor de la hoguera de sus ojos.
Así
que pidió el segundo whisky con agua de la tarde al camarero de orejas de
soplillo que ahora le pareció simpático, y felicitó a su reflejo en el espejo
que corría tras la barra de cómo evolucionaba el sábado mientras hacía tiempo
en aquel pub para ir a ver el fútbol con su amigo Pepe. Aquel encuentro
anticipaba su vuelo de depredador del sábado noche.
Porque
le constaba que por mucho que alguien tan experto como él intentara sorprender
la mirada de la más inocente joven, ellas siempre se las arreglan para escrutar
inadvertidamente, de modo que era significativo que permitieran que su atención
fuera detectada. Claro que también su cara debía sonarle a ella, y a veces lo
de las miraditas falla, bromeaba Pepe, porque puede que solo les recuerdes a su
padre, y él respondía que justo en ese caso era cuando todo estaba a favor, recordó
Lucas acercándose a ellas. Achacó su retraso en atacar a la tardanza del
camarero –quería que lo vieran llegar con su copa para que supieran que venía a
quedarse-, pero la verdad era que notaba lo de siempre que lo intentaba casi
sobrio, un ligero mareo que aunque lo cohibía algo, al poco acababa por
impulsarlo al abismo, el vértigo ciego del halcón aún encapuchado antes de
emprender el vuelo en vibrante ascensión hacia la plenitud y la gloria del sol.
En
el camino lo alentó desde el espejo la floja sonrisa de camaradería de uno de
los pocos clientes, un veterano de pelo de plata que a duras penas se mantenía
en el taburete y dejó de monologar cuando él pasó a su altura; el relámpago de
una cicatriz en la mejilla acentuaba el encanto de su decadencia. Sonó la risa
de cascabeles de la morena, y apartándose de la pelirroja pareció soltarle la
mano.
-Hola
–ya entre ellas sonrió primero a la que no era el objetivo; sabía cómo hacerlo,
pero respondiendo por lo bajo ésta bajó los ojos. Aquel pelo tan corto y la
voluntariosa mandíbula casi le daban un aire masculino-. Qué tal –la morena sí
que reflejó su sonrisa, sin que la acompañaran los ojos; un fuego interior
parecía atizarlos para una ceremonia religiosa; Lucas recordó del instituto a aquellas
sacerdotisas (¿se llamaban vestales?) que mantenían encendido el fuego sagrado
del templo sin perjuicio de entregarse a cualquier peregrino. ¿O eran eternas
vírgenes? Pero más que de los romanos, el furor de aquel fuego parecía propio
de algún rito tribal de los bárbaros. Sustituyó sus recuerdos del bachillerato
por la deducción de que ella habría bebido demasiado. ¿O aquellas pupilas
dilatadas eran un síntoma de cuánto la atraía él?
-Tú
y yo nos conocemos –dijo, por si ella le daba alguna pista.
-Qué
mas da; siempre podemos empezar desde el principio –no le temblaron ni la voz
metálica ni la mano que soltó la copa en la barra, pero semejante respuesta era
más halagüeña que la hipótesis de la borrachera. O tal vez aquella firmeza era
excesiva y estaba disimulando su estado; se sintió como ante un cliente difícil
y a la vez muy fácil, una vez que desentrañara su carácter. La otra chasqueó la
lengua contra el paladar; sería el típico “revienta ventas”, el familiar o
amigo que intentaba disuadir al cliente de la compra.
-Quizá
hayamos coincidido en la inmobiliaria.
-Nunca
he entrado en ninguna. Vivo en casa de mis padres. Pero sola –de nuevo vaciló a un lado sobre el eje de los pies.
-Entonces
nos habrá presentado alguien.
-Seguro
–aquello no sonó irónico.
-Puede
que tu nombre me dé una pista –mintió: nunca recordaba los nombres de ellas; a
veces ni llegaba a saberlos-. Yo soy Lucas –se volvió a la pelicorta; la estaba
descuidando, pero la delgada no le permitió distraerse:
-Del
mío tendrás que acordarte por tu cuenta. Mientras tanto puedes llamarme como
quieras. Ella es Rosario.
-Pero…
-Y
yo que pensaba que habías venido a ligar… , y no por la curiosidad de acordarte
de quién soy.
La
alegría no le hizo olvidar por más tiempo la vieja táctica:
-Pues
encantado, Rosario –le dijo antes de besarle las mejillas, que notó áridas. Sin embargo, al separarse de la morena respiró
mejor; lo aturdía el perfume dulzón que emanaba de la petunia que ostentaba
como broche en el vértice de su escote. Tenía el pecho plano como una tabla y
no obstante traslucía un atractivo inequívocamente femenino, al contrario que
Rosario, pese a la plenitud de sus curvas.
-No
le va nada mal a tu amiga –Rosario volvió a desviar los ojos de su sonrisa-. Yo
no logré independizarme hasta los treinta, no hace un año.
-No
es eso; sus padres murieron –la displicencia de ella cobró un tono admonitorio,
como si quisiera precaverlo; le brillaron los ojillos hundidos en la cara
llena.
-Vaya,
lo siento –tampoco aquel dato lo orientó. Sin embeberse del todo en la arena
blanca del rostro, la sonrisa de la morena se matizó de tristeza, y sin apenas
transición dijo:
-Fue
una noche cuando nos conocimos. A ver si así te acuerdas.
Era
ella quien iba marcando el ritmo del encuentro; la estratégica cortesía de
Lucas le había impedido aludir a aquello. Aunque ellas fueran casi tan jóvenes
como la morena, a él siempre le funcionaban los modales anticuados. Por eso les
preguntó qué estaban bebiendo: tenían las copas vacías.
-Yo
no quiero nada –se apresuró a decir Rosario.
Él
se sorprendió de haberse acabado el suyo –en esos casos se olvidaba de beber- y
pidió dos JB con agua. Le extrañó ver restos de lo que parecía coca cola en el
vaso de la morena. Mientras alcanzaba la botella de whisky, el camarero exhortó
al borracho a que mejor bebiera algo sin alcohol, porque ya sabía cómo había
acabado otras veces. A través del espejo Lucas devolvió la sonrisa paternal que
le dedicó el canoso. Se sentía tan eufórico que le pasó por la cabeza atraerlo
al grupo –sin embargo, algo le decía que tampoco él haría buenas migas con
Rosario-, o al menos invitarlo a través del pequeñajo de las orejas de soplillo,
que alejándose con el cambio volvió a parlamentar con él. Antes de hablar tosió
la morena como quejándose de su distracción:
-No
me extraña que no te acuerdes –la reconvención era más que amistosa-: tendrás
un montón de amigas.
Ahora
el halcón planeaba imperial, dispuesto a lanzarse en picado en cualquier
momento. Pero en su olvido había algo inquietante. Las noches menos exitosas
bebía demasiado y solo en horario discotequero conocía a la chica de turno, en
un delirio de luces estrepitosas, como un faro enloquecido, de modo que por la
mañana despertaba junto a una desconocida en un cuarto al que no sabía cómo
había llegado. Incongruentemente pensó que ahora le importaba mucho más acordarse
de la morena que el mero hecho de reverdecer su éxito con ella.
-Qué
más quisiera. Y de tantas ninguna como tú –se contradijo a
sabiendas. Vio de reojo que, sin dejar de rezongar, el canoso se dejaba servir
un botellín de agua y Lucas se alegró de que se quedara. Aun en su estado
emanaba de él un atractivo evidente; veinte años y un millón de copas antes
debió triunfar tanto o más que él mismo. ¿Quizá le recordaba a su padre, aun siendo
éste abstemio?
-…
y ahora no vas a excusarte con ningún piropo –estaba diciendo la morena;
incomprensiblemente él se había vuelto a despistar-. Es muy poco halagador que
no me recuerdes. Claro que si de verdad hubiéramos acabado entonces lo que dejamos
pendiente, olvidarme habría sido insultante. O imposible: nadie aún lo ha hecho
-¿Te
refieres a algún negocio en la agencia? –simuló no haber comprendido para
seguir pareciendo un caballero-. Perdona, ya me has dicho que no has estado en
la oficina –la pelirroja le miró a su amiga el reloj de pulsera, una miniatura
de platino.
-Fue
otro tipo de trato.
-¿Y
qué pasó?
-Qué
no pasó. Por tu culpa. En fin, hoy te daré otra oportunidad: te lo mereces
–Rosario dio un respingo. Él no tenía argumentos, recuerdos, para
contradecirla.
-Dime
tu nombre entonces.
-Ponme
el que más te guste. La verdad es que suelo inventármelo porque el verdadero le
corta el rollo a la gente –él supuso que sería el típico horrible, Eufrasia o
Rigoberta-, pero si quieres te lo diré al final, en el mejor momento, para compensar. Si es que no tienes otro plan mejor
por ahí claro…
-¿Tú
qué crees?... ¿Y tú cómo la llamas? –le preguntó a Rosario desconectando el
teléfono para no tener que dar explicaciones a Pepe; faltaban diez minutos para
su cita en otro pub. Mientras lo hacía pudo captar un visaje de la morena a la
otra, como para que no le dijera su nombre.
-Por
el suyo. A estas alturas tenemos mucha confianza –la miró con un brillo de
orgullo que por un momento desmintió su enfurruñamiento.
-Es
curioso, ahora estoy seguro de que cuando sepa tu nombre me acordaré de todo.
-Claro,
será un dejà vú: también estarás acostado –pocas bellezas resultaban tan
propicias-. Gracias, no fumo, pero me encanta que la gente lo haga.
-¿Vamos
tú y yo a fumarnos uno ahí fuera, Rosario?
-Lo
he de-dejado –y ahora Rosario miró a su amiga con rencor, como si no la dejara
fumar o se supiera objeto de la clásica táctica por parte de Lucas de congeniar
con la menos agraciada. Habló la morena:
-Por
mí podéis salir. Ahora ya da igual que fumes o no.
Tal
autorización pareció enfurecer más a Rosario, que perdió el control de la
barbilla. Y como si el enfado le disolviera el maquillaje, se desmejoró lo
suyo: las mejillas se le demacraron, pareció envejecer de repente y palideció
tanto como su amiga, que tenía el cutis de hielo. Aquella máscara de la
enfermedad de Rosario le trajo la certeza de que, en efecto, había conocido a
la morena en cierta noche frenética de alcohol, que ahora recordó por ser la
última que salió antes de sufrir aquella apendicitis complicadísima con una
peritonitis.
-Brindemos,
chicas. Por la vida.
-Mejor
por el amor –rectificó la morena levantando la copa-. Para mí es lo mejor que
hay, aun a costa de la vida –realmente la nueva generación era más que
romántica, casi cursi.
Lucas
abarcó en el brindis a Rosario, que de mala gana chocó su vaso vacío, el rictus
macilento ya asentado en su cara. Experto en congraciarse con “terceras” que dejaran
el campo libre, Rosario lo desconcertaba. No parecía afectarle la típica
rivalidad femenina; no mostraba ni un fleco de envidia por la amiga, sino algo
más oscuro. En cuanto a ésta, no fingía incomodidad por abandonarla, como
hacían algunas.
-¿Habíais
quedado con alguien más? –El halcón estudiaba el terreno. Rosario había vuelto
a mirarle a la otra el fulgente reloj que parecía auténtico.
-No
os preocupéis por mí –dijo Rosario-. Tenéis tiempo hasta medianoche.
-¿Hasta
medianoche? –repitió él desconcertado.
-Rosario
y yo teníamos algo previsto para entonces. Pero no te apures, querida, lo
dejaremos para mañana sin falta. Si no te importa.
Así
que era eso: Rosario tenía celos de ella, no de él. Ahora le cuadraban el pelo
corto y aquella mandíbula prominente. Oyó al canoso exigir su gin tonic con más
firmeza; el taburete chocó contra la barra. La morena le cogió la mano y le
sajaron la palma las cuchillas de sus uñas; la tenía helada. Le vio las pupilas
inequívocamente dilatadas; aquellas llamas sacrificiales parecían
descontroladas y propagándose se exaltaban al cielo desde el altar de piedra.
Aunque le encantaban los triunfos raudos, Lucas hizo por no echar de menos
ciertos retos más arduos que habían desembocado en victoria.
-Me
prometiste que sería esta noche –se quebró la voz de Rosario.
-A
partir de mañana tendremos todo el tiempo del mundo. A las doce. O antes si
quieres. Sabes que no hay nadie más puntual que yo.
Como
un perfume dejado abierto, la euforia se volatilizaba del ánimo de Lucas.
Hubiera preferido una situación más normal; tal vez aquello era el primer
síntoma de madurez, en el buen o mal sentido.
-Es
que no puedo más –Rosario estaba al abismo de las lágrimas.
-No
le hagas caso, Lucas, a veces lo ve todo negro y se pone así –vacilaron las
llamas de los ojos, como temiendo un cubo de agua. Ella lo soltó para
desprenderse de la petunia y ponérsela como prenda en el escote de la otra.
-Para
que veas que no voy a olvidarme de ti. Solo es un aplazamiento, tonta.
El
disgusto de Lucas aumentó con la ráfaga dulzona de la flor, pero cuando la
morena volvió a engarfiarle la mano lamiéndolo con la mirada de aquellas llamas
furiosas, lo electrificó una corriente de excitación. En la altura vibraron las
alas del halcón; había localizado a la presa asomando por unos matojos: una
serpiente.
-Nosotros
nos vamos –quizá por la emoción chirrió la voz de la morena.
A
Rosario hasta se le había descolocado el pelo, que se reveló como peluca, y en
su pecho la petunia parecía mustia. Adelantándose por poco a su dueña, cogió de
la barra el bolso negro y estrangulando un sollozo revolvió adentro. La morena
no soltaba el asa, como en la duda de arrebatárselo. A él volvió a desanimarlo
aquello y por un instante casi prefirió estar viendo el fútbol con Pepe; pero
la lógica de toda una vida le impedía hacerlo. Sin dejar de rebuscar, Rosario
se le acercó hincándole el codo en el costado y se las arregló para no extraer
el paquete de kleenex sin dejar de mostrarle en el interior el filo fulminante
de lo que parecía la punta de un punzón para el hielo fulgurando miríadas de
plata. Él sintió un escalofrío entre los omóplatos, como si se lo hubieran
clavado allí. Las pupilas incoloras de Rosario lo enfocaron significativamente.
De un tirón la morena recobró el bolso y se lo colgó del hombro; era de piel de
serpiente. Lucas pensó que llevaría el punzón por si alguna vez la atacaban de
vuelta a casa; los espráis no eran efectivos. Pero por atractiva que fuese y
valioso que pareciera el reloj, no veía
a nadie forzándola a hacer nada.
-Vámonos
de una vez –insistió ella-. Es la hora –hasta su piel de ópalo transmitía
impaciencia. Aunque los ojillos de Rosario medían la reacción de Lucas, se
dirigió a su amiga con la voz ahogada:
-No
son ni las siete. Para medianoche estarías lista.
-No
me metas prisa, ponte en su lugar –lo señaló con la cabeza-. Yo trato a todo el
mundo con el mismo cariño; mañana me darás la razón.
Lucas
miró por última vez al canoso, que parecía haberlos escuchado, pues le sonrió
con solidaridad. Al bajar los ojos, la sonrisa se hizo triunfal: el camarero le
estaba sirviendo un gin tonic. Lucas concluyó que más que a su padre se parecía
a él mismo dentro de treinta años, e incongruentemente lamentó haber perdido la
ocasión de conocerlo. Sería difícil que volvieran a coincidir. El canoso era un
habitual del local, pero por alguna razón él sabía que nunca volvería por allí.
Rosario se había enterrado la cara en las manos y agitaba los hombros. Una copa
explotó en el suelo: el canoso miraba atónito los añicos, desmentida su
recuperación.
-Pídete
un ron, querida –la invitó la morena-, recuerda que ya puedes hacer lo que
quieras: se acabó la responsabilidad. Y no te preocupes, que mañana sin falta
vendré a por ti; aguanta un poco, mujer.
-No…
no podré…
-Tranquila,
todo el mundo lo hace. Y piensa un poco en los demás. No hay nada tan egoísta
como la pena –semejante reflexión contradecía su juventud-… sobre todo si es por
uno mismo.
-No…
no me dejes, Neme…
Después
de asestarle a su amiga una mirada digna de aquel punzón de hielo, la morena lo
arrastró hacia la salida. ¿Así que ese era el nombre, Neme? ¿El diminutivo de
Nemesia? Todos esos nombres absurdos se abreviaban; con razón prefería
ocultarlo. Sin embargo, quizá no era eso; otro recuerdo del bachillerato se
agitaba al fondo de la memoria… Neme… Neme… era un apelativo griego, casi
seguro de la Mitología… ¿Némesis?…
En
la puerta ella lo desafió mirándolo con aquellas llamas bailando triunfales al
viento de la muerte, que ahora supuso animadas para celebrar un sacrificio
humano:
-Y
tú a ver si esta vez te portas como un hombre. Cuando llegaba el momento he
visto crecerse hasta a los tipos más ridículos, así que no vuelvas a fallarme.
La otra vez fue una pérdida de tiempo.
Lucas,
pese a que no acababa de alegrarse de la suerte que había tenido, intuyó que se
dirigía al éxtasis más puro de su vida, por lo que ni siquiera intentó
soltarse. Sin embargo, las alas rotas y fulminado en el aire por un relámpago
de oro, el halcón ya caía por un abismo sin fin.
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