jueves, 4 de abril de 2013

EL ÚLTIMO VENDEDOR DE ENCICLOPEDIAS





Cuando despegó los párpados se vio girar la careta cóncava de la muerte por el sumidero de un matadero y luego subir a través de la espiral de una pupila hasta enfrentarse a su propia cara en una canica de ágata; creyó que solo había despertado para verse morir y le lamió la mejilla un hedor húmedo y viscoso, una lengua.
-¡Toby! –gritó alguien de lejos.
Levantó la cabeza del escalón, extrajo los brazos de entre los barrotes del pasamanos, donde estaba crucificado, y logró ponerse a gatas y hasta levantarse mientras desaparecía por la puerta la cola del foxterrier del vecino, en cuyo ojo se había visto despertar. Abrió su estudio sin lograr convencerse de que cada mañana el perro bajaba solo y que si alguien lo hubiera visto dormir –morir- la borrachera, habría llamado al servicio de urgencias, porque aunque apenas llevaba dos meses allí los vecinos ya debían conocerlo.
Ahora no necesitaba mirarse en la pupila del perro para sentirse girar como una piltrafa sanguinolenta por aquel sumidero. Eran más de las once: no valía la pena presentarse en la oficina. Y a aquellas horas seguro que lo habían visto en la escalera. Mientras hacía por ducharse, embadurnado que se sentía de la sangre y el cieno de una batalla, descubrió que había perdido su americana más presentable y que en la cartera, que junto al teléfono portátil recuperó de los pantalones mugrientos, quedaban cinco de los doscientos euros que le había adelantado el jefe para ponerse al día en el restaurante.
Pero lo peor era que no recordaba nada de lo que le había ocurrido desde que ingresara en el último bar de la tarde y de la consciencia; apenas conservaba la imagen de un cuadrado de sol flotando en el mármol rosado de la barra con el aspecto de una mancha de sangre; a partir de entonces podría haber matado a alguien y no lo sabría, aunque en su estado él mismo hubiera sido la víctima más probable de cualquier accidente. Al salir del baño lo recibió el estudio con el malhumor de una amante abandonada, histérica y desaliñada –todo era polvo y desorden-, el malestar estriándose en las sombras listadas de la persiana de lamas que agonizaban en el suelo, y aunque el día parecía más bien turbio se guardó de abrir. Cada esquirla de luz se le clavaba como una aguja en los ojos: la claridad era la esencia de su dolor. Encendió el teléfono: ni siquiera había una llamada perdida del jefe, que ya lo había advertido un par de veces: podía darse por despedido. Lo que le hizo sentir peor fue recordar aquel adelanto; era como haber engañado o hecho llorar a un niño. Por ejemplo, a su hija.
Se abatió en el sofá de tela estampada. Reptaba el olor rancio del tedio donde se iba insinuando la podredumbre de la desesperación. Aun tendido se sentía precipitar por la espiral de la pupila del perro, hundir con el lastre de los desastres que había promovido sobre sí y los demás colgando del cuello como una rueda de molino. Aquella cita bíblica se refería a los niños: otra vez su hija. Muy adentro le sonaba el disco rayado de la culpa y de la vergüenza; era un viejo maxi single de su juventud –años ochenta-, pero cada vez que terminaba automáticamente volvía a empezar como un CD noventero, y eso que después de veinte años –bebiendo- pensaba que el tocadiscos estaría roto. Logró alcanzar el grifo del baño para abrevarse como un animal agónico.
Largo tiempo observó a través de la mampara traslúcida cómo colgaba el cable de la ducha desde el cabezal del grifo: parecía un ahorcado sólo algo más delgado de lo que él estaba. Como alguien hipnotizado o un zombi obedeciendo una orden insospechada, se dirigió a la cocina americana. Llamaron al timbre del vecino. Desde el fondo de la mañana se acercaba la sirena de una ambulancia. Cuando tocaron a su puerta dejó de tensar y enlazar el cable con un nudo corredizo y dejándolo caer en el cajón corrió a abrir: sería bienvenido hasta un testigo de Jehová a la pesca de prosélitos o un colega de la competencia vendiendo seguros.
Temiendo que se fuera el visitante, gritó justo antes de descubrir que era el cerrojo echado lo que le impedía abrir. En efecto, lo saludó la sonrisa profesional de un hombrecito pelirrojo y de mediana edad pero con cara de niño, provisto de maletín, que con voz cantarina intentó introducirse en el interior con la clásica excusa de efectuar una encuesta para cierto departamento de sanidad. Pese a las veces que habría repetido aquello, de su expresividad no se denotaba que siguiera ningún plan establecido, como un actor que por enésima vez repite su papel más exitoso. Le dio paso aliviado, porque, aunque le esperaba una letanía de frases hechas, al menos aquello sería una voz humana, que además parecía bien modulada, y disculpándose por la escasa luz encendió la lámpara de cuentas de vidrio.
Al hombrecillo no parecieron afectarle que no lo hubiera recibido ninguna madura ama de casa, la clásica víctima de sus argucias, ni la visión de la torre de platos sucios en el fregadero, de los cadáveres de ropa sucia tendidos al pie del biombo que ocultaba la cama, o las pelusas arremolinadas como algas y medusas bajo la mesita de mármol donde abrió el maletín para extraer un portafolios negro. Tampoco ayudaba la decrépita luz de la única bombilla que funcionaba en la lámpara, pero a él le bastó para cuestionar la elegancia del visitante. De muchas rebajas atrás databa el traje azul marino, los pantalones le hacían bolsas en las rodillas y la corbata ámbar con volantes verduzcos provendría de la manta de algún africano. Se sentaron en el sofá y el presunto encuestador empezó preguntándole su nombre.
-Félix Puertas.
-¿Edad?
-Treinta y nueve.
-¿Profesión?
-Estoy de vacaciones –ganó tiempo; para retenerlo no quería decirle que también era del gremio comercial-: soy tramitador de siniestros de una agencia de seguros.
-Ah, pues recuérdeme que le haga una pregunta cuando terminemos… Sigamos. ¿Estado civil?
-Casado.
-¿Profesión de su esposa?
-Peluquera –eso era cierto, pero con escaso éxito.
-¿Hijos?
-Una niña, de cinco años. Está en el colegio –añadió innecesariamente. Desde que había despertado intentaba en vano dejar de pensar en ella.
-Ah, entonces como la mía –sus ojos aguamarina empañada parecieron demasiado soñadores para que aquello fuera cierto. El problema de su sonrisa era la falta de un incisivo, porque los hoyuelos de las mejillas eran lo bastante simpáticos y la naricita respingona entre los altos pómulos, entrañable-. Esos diablillos son irresistibles. La mía no para en todo el día y luego no hay forma de acostarla. Ha salido a su padre, en lo activa.
Era capaz de improvisar sobre el guión establecido: todo un profesional. Aunque Félix se hubiera conformado con el automatismo de las frases hechas –al menos sería una compañía-, aquellas variaciones eran mucho más agradables. Era el momento de enseñarle una foto de Irene; al parecer ya no le dolía recordarla. Se alegró más que antes de no haber extraviado la cartera; se le cayó el viudo billete de cinco.
-Vaya, parece una hermana morena de la mía –se echó mano al bolsillo interior; ¿llevaría una baraja de fotos para seleccionar la más adecuada? No obstante, pareció cambiar de idea-. Su madre siempre le dice que se parece a Pipi Calzaslargas. Usted también debe recordarla –dejó de pensar que aquel hombre era un genio de la empatía para herirse con el recuerdo de algo esencial que vergonzosamente había dejado de hacer el último fin de semana.
-¿Se encuentra bien, caballero?
-Uf, con esto de las vacaciones, y como mi mujer se ha ido a ver a sus padres al campo, anoche vinieron unos amigos a tomar unas copas, y ya sabe.
-¿Y echaron una partidita de póker? Sin hacer ruido para no despertar a la niña, ¿no?
-Claro. Pero me desplumaron: perdí cerca de doscientos.
-Si no se encuentra bien, me temo que no he sido muy oportuno.
-Qué va, todo lo contrario –en efecto, el mal recuerdo del reciente fin de semana había servido no solo para jurarse mentalmente que nunca volvería a olvidar algo así, sino, por una vez, para creer que lo cumpliría.
-A veces conviene desmarcarse de la rutina –se frotó los ojos; ¿llegaría al extremo de confesar que también él estaba de resaca?-... Vamos a lo nuestro, si es tan amable –no le gustó que retomara el cuestionario: tenía la certeza de que en cuanto volviera a quedarse solo ocurriría algo irreparable-. Ahora me gustaría saber si alguna vez su hija ha estado enferma.
-Nada importante. Hoy día, con las vacunas, no hay ni sarampión. No es como en la época de nuestros padres –ahora era él quien buscaba la complicidad del otro.
-Calcule cuánta vitamina B2 y D puede tomar al día.
-… No podría decirle, come en el colegio y… -el otro arrugó la frente y tachó algo en sus anotaciones.
-Dígame todo lo que sepa sobre la prevención de la meningitis.
-…
-¿Nada? ¿Y sobre los factores de riesgo de la leucemia?
-Tampoco –los labios del interrogador trazaron hacia abajo la curva de la decepción.
-¿Algún accidente doméstico?
-Nada especial… Bueno, aprendiendo a andar se hizo un esguince en el tobillo. Estaba jugando en el jardín –recién casado, tenía su propia sucursal franquiciada y vivían en un chalet.
-Ahora vamos a ponernos en una situación límite. ¿Qué haría si a su hija se le atraganta un caramelo tráquea abajo y no alcanza a sacárselo?
El hombrecillo se había envarado al borde del asiento, como un saltador de pértiga antes de acometer la carrera: había llegado el clímax de su actuación. Félix temió que lo hubiese adelantado; tal vez veía pocas esperanzas de venta y, como un farol con poco en juego, quería jugarse cuanto antes sus pocas posibilidades. Pero debía retenerlo por cualquier medio: intuía que la soledad le acarrearía una catástrofe instantánea, algo en lo que no se atrevía ni a pensar.
-Me temo, caballero, que mientras usted se lo piensa, su hija estaría pasándolo fatal –sin molestarse en darle la respuesta adecuada, el pelirrojo extrajo un folleto del maletín-. Voy a mostrarle algo que no debería faltar de la casa de ningún buen padre: la Enciclopedia de la Salud, con un manual de primeros auxilios incorporada, y por el mismo precio una Enciclopedia Universal Ilustrada y Abreviada.
-Ajá –simuló interés- ¿Y por cuánto me saldría?
-Voy a decírselo: cuarenta y nueve euros al mes. Por todo.
Félix se tocó la meditativa sien mientras el otro se removía, quizá sorprendido de que llegara a planteárselo. Menudo truco barato; no sólo eludía decir el precio total, sino la duración o las condiciones del préstamo.
-Ese dinero apenas supone un café y unos cuantos cigarrillos al día. ¿No vale eso la salud de su hija? –ahora su voz sonó sorda. Mordiéndose el labio inferior en una mueca rapaz, extrajo un encargo de compra. Justo después, al moderarse, pareció un niño ante el escaparate, a la espera de que sus padres asintieran a su petición-. Cero euros de entrada y tendrá a su disposición la respuesta a cualquier imprevisto. Y no olvide que muy pronto su hija va a necesitar ayuda para los trabajos del colegio.
-¿Ha oído hablar de Google?
Félix se arrepintió antes de haberlo dicho; habría preferido pasar por tonto. Incluso físicamente, al distraerse, se encontraba mucho mejor desde que había llegado el visitante. El vendedor sonrió irónico a sus mocasines polvorientos; estaría acostumbrado a rebatir esa objeción.
-¿Google? ¡Ja! Imagínese que en el caso del caramelo el ordenador se bloquea o que tiene la mala suerte de dar con la página de un bromista o un desaprensivo que aconseja hacerle el boca a boca.
-En eso lleva razón.
-Naturalmente. No crea que me avergüenzo de ser el último vendedor de enciclopedias del mundo –se miró las uñas de la diestra, con el contrato en la otra mano, dispuesto a rellenarlo a la menor señal de compra.
-Pero en cuanto a información no se puede competir con Internet.
-La información no tiene nada que ver con el conocimiento –respondió con excesiva rapidez. ¿Habría encontrado la frase en Google o en una enciclopedia?
-Hoy día en Internet la gente encuentra hasta el amor.
-¿Y cómo resultan esas parejas? A los pocos meses ya no se aguantan. ¿Y qué me dice del amor a uno mismo? –la cara de niño pareció desafiarlo a otro pilla-pilla- ¿También se encuentra en la Red la voluntad de seguir viviendo? ¿Espera encontrarla en algún blog de autoayuda?
Para dejar de sostenerle la mirada, se levantó y entre tintineos de cristal trasteó en la vitrina del mueble bar lacado de castaño oscuro, mientras el otro desgranaba argumentos de venta. Le encantaba oír la música de su voz aun sin fijarse mucho en el significado de cuanto dijera. Enjuagó dos vasos cortos en el fregadero, llenó la quinta parte de cada uno del whisky que había encontrado y sin mediar palabra le plantó el suyo en la mesita al visitante, que lo miró con los ojos entornados; seguro que no lo despreciaría; la vida de la calle hace de los vendedores bebedores ciertos. Dejó la botella al alcance de la mano. Pero volver a verse ante otra copa, aunque sabía que lo ayudaría a que la resaca refluyera del todo, lo redujo a un desánimo automático. Miró en dirección al cajón de la cocina. Lo mejor sería que aquel extraño se fuera cuanto antes y todo acabara de una vez. Habló tras vaciar el vaso:
-Me está pidiendo un imposible hoy en día: que tenga fe en una enciclopedia.
-Pues yo tengo la suficiente fe para venderla, amigo.
-Lo siento, pero prefiero dejarlo. Ni siquiera me ha dicho el precio total –la cara de niño lo miró como si hubiera perdido su primera bicicleta.
-¿Y eso qué más da? Sea cual sea vale la pena pagarlo, créame. Hágase a la idea de que el precio total son cuarenta y nueve euros al mes, menos de dos cafés diarios. Piense en el día a día y valore el presente, lo que vale cada momento de su vida. Y no le estoy pidiendo ni un euro por adelantado. Hasta a un mendigo le salen las cuentas, créame.
-¿Y las condiciones de ese préstamo? No lo veo nada claro, la verdad, y preferiría no hacerle perder más tiempo.
-¿Qué préstamo? No piense tanto y limítese a aprovechar las ventajas. Piense en lo útil que le va a ser el producto, lo que su hija aprenderá y los ratos de entretenimiento que usted mismo va a pasar. Recuerdo que cuando era niño gastaba las horas con la enciclopedia que teníamos en casa. La abría y podía encontrarme con cualquier cosa; sin salir de mi cuarto tenía a mi disposición toda la variedad imprevisible de la vida… Son catorce tomos de elegante encuadernación que hasta le servirán para decorar esto –miró en torno frunciendo la naricita.
-¿Usted no bebe? –volvió a servirse; por suerte la botella estaba casi entera.
-De verdad se lo digo, es una edición única. No va a encontrar otra igual, en este folleto puede verla. Por culpa de los ordenadores, poca gente tiene la suerte de tenerla y pronto dejará de venderse. Me temo que cuando se agote ya no va a reeditarse. Así que está ante su última oportunidad –se expresaba con una vehemencia que sugería que se estaba refiriendo a algo mucho más importante que una enciclopedia.
El whisky lo estaba reanimando; aquel hombrecillo volvía a hacerle gracia.
-¿Quiere que le prepare un café mientras lo pienso? Es que se me hace raro comprar una enciclopedia a estas alturas. La gente se reiría de mí.
-¿Qué gente? –le clavó una mirada incisiva, como si pusiera en duda la catadura de sus amigos o supiera que no le quedaba ninguno-. Y además, ¿no ha pensado que gracias a la enciclopedia su hija vendría a estudiar aquí y podría verla con más frecuencia que ahora?
Aunque aún le quedaba más de la mitad, rellenó el vaso para hacerse el despistado. Seguramente el aspecto del estudio no había engañado a la mirada experta del vendedor.
-Es un maravilloso e irrepetible compendio donde puede encontrarse todo lo imaginable e inimaginable. Sabiendo mirar, claro está. Pero es facilísimo: basta con querer. ¿O acaso no domina el orden alfabético? La voluntad, amigo, con eso es más que suficiente. Basta un pequeño giro y todo puede cambiar. Y recuerde que la han elaborado hombres muy sabios, no como esos blogueros indocumentados –había algo más que convincente en su expresión, que hacía de llevarle la contraria algo tan cruel como negarle a un niño el regalo de cumpleaños.
-En esa letra pequeña vendrán las condiciones –poco acostumbrado a que las amas de casa fuesen tan puntillosas, a su interlocutor lo traicionó un movimiento de inquietud.
-Qué importarán las condiciones –le alejó el documento a través de la mesa-. Cómprela por cuarenta y nueve al mes y disfrútela sin darle tantas vueltas a la cabeza. Vamos, amigo, dígame que sí, por su bien, y nunca se arrepentirá. Me lo agradecerá de por vida. Es un producto digno de usted –lo conmovió aquella característica apelación a su orgullo-. Bastaría con que dijera “sí”. Ni eso, me vale con un gesto de la cabeza o hasta con que quiera de verdad –blandió el bolígrafo y lo miró con los ojos entrecerrados, como dispuesto a rellenar el contrato al primer signo de conformidad. Félix pensó que si firmaba, el pelirrojo no tardaría en irse, pero por algún motivo, si se iba contento, se veía capaz de afrontar la soledad.
-Confíe en mí, caballero, aunque de momento no esté del todo seguro, hágame caso y antes de lo que piensa me dará la razón –ya estaba completando los datos del impreso-. Es una cosa para toda la vida. Y además puede salvársela. Dentro de poco se acordará de lo que le estoy diciendo. Y su hija se lo agradecerá.
-¿Y cuándo me llegaría? –al otro se le iluminó la expresión; ¿habría coronado algún objetivo de venta o se había deshecho de la última enciclopedia?
-Mucho antes de lo que cree. Esto ya está, solo queda el número de cuenta.
Fue a por la cartilla y se lo dictó con cuidado de no dejarle ver el saldo negativo. El vendedor apuntaba engarabitando el pulgar y con la lengua sobre el labio superior, como un alumno aplicado al dictado.
-Ya puede firmar.
Mientras lo hacía, ridículamente sintió la solemnidad del momento, como si estuviera firmando una boda civil o la compra de una casa.
-¿No me deja copia?
-Le llegará con los libros; es que no tengo sello… Enhorabuena, señor –ya en pie sintió su mano floja, inerte-: acaba de hacer la mejor compra de su vida.
Félix se inclinaba a darle la razón: el hombrecillo era un maestro del negocio. Con su vaso vacío, no recordó que al vendedor no le apetecía beber.  
-¿Lo celebramos con un trago? –el otro miró de través la botella y cuando parecía que iba a servir él mismo, dejó al lado una tarjeta.
-Aquí tiene mis números por si hay algún problema. Que no lo habrá –echó a andar hacia la puerta-… Ah, lo que tenía que consultarle, usted que trabaja en los seguros. Resulta que me han ofrecido un seguro de vida, llevo tiempo planteándomelo desde que nació la niña –se detuvo en el umbral-. Es que me paso la vida en la carretera. Normalmente trabajo los pueblos; en la ciudad la gente es más incrédula, ya me entiende, pero hoy tengo el coche averiado.  ¿Puede decirme si la compañía paga en caso de suicidio?
-Nunca. En ningún caso.
-Me lo figuraba. Bueno, gracias por todo. Que tenga un buen día y mucha suerte –y despreciando el ascensor desapareció sin hacer ruido por la penumbra del pasillo. Félix pulsó el interruptor pero no funcionaba la luz.
Al instante sucumbió a la sospecha de que lo habían timado; aquella enciclopedia nunca llegaría –en vez de única sería inédita-, lo cual inexplicablemente le infundió una sensación de regocijo, como si el pícaro hubiera sido él. Luego volvió a imponerse la sensación de irrealidad; quizá solo había soñado –delirado- la visita del hombrecillo, y para convencerse de lo contrario fue a mirar la tarjeta que le había dejado en la mesa. No estaba. Tampoco la encontró en el suelo.
Corrió a la ventana por si aún lo veía en la calle. Subió la persiana y aunque lo deslumbró la luz del día, que a través del plátano explotó en esquirlas, ahora agradeció el resplandor de un sol que había acabado por salir. No vio al pequeñajo por ninguna parte; ¿habría bajado a otros pisos para embaucar a otro incauto? Sorprendido de su propia sonrisa fue a servirse una copa. ¡Había desaparecido la botella! Miró en la cocina y en la vitrina, por si la había guardado inadvertidamente: no estaba.
Sospechó del pelirrojo; no había podido ser sino él, cuando se volvió a dejar la tarjeta. Aunque pensaba no haberlo perdido de vista, se la habría ocultado en el bolsillo con un movimiento de prestidigitador. Era cierto que no había probado el whisky, pero recordó las miradas que había lanzado a la botella. Sería uno de esos alcohólicos vergonzantes, o estaría intentando dejarlo y al final no pudo resistirse. ¿Y aquella pregunta tan extraña que le había hecho al salir? ¿Estaría el pobre tan desquiciado, y más viendo que había vuelto a recaer, como para plantearse aquello?
Aunque la botella era de malta y la última, volvió a sonreír deseándole que le sentaran bien aquellos tragos. Ojalá lo animaran a seguir adelante, se lo merecía. Seguramente él jamás habría pasado por alto, borracho, el derecho –y obligación- de visitar a su hija los fines de semana. Pero tampoco a él volvería a pasarle aquello. Cogió el vaso que el otro había dejado intacto y cuando se disponía a beber, observó que el sol extraía del vidrio un reflejo distorsionado e invertido de la sala y fue a vaciar el vaso al fregadero.
Volvió a asomarse a la ventana. En la luz soleada ondulaba la calma de media mañana. Varias amas de casa arrastraban el carrito de la compra como si llevaran palos de golf. A lo largo del escaparate de la lavandería avanzaba con brío una pareja de ancianos contra la tempestad de la vejez. En la esquina el peluquero conspiraba con un conserje. Un día cualquiera de una ciudad mediana.
En el cantero de flores de abajo brincaba el foxterrier del vecino, Toby; quizá tras algún ratón, ahora hozaba entre los geranios, y las motas canela de su lomo blanco brillaban entre las matas verdes; asomó jubiloso con una mancha de barro en el hocico y, tras agitar las orejas y la cola, trotó y giró en una finta y, trémulo de excitación, se quedó saltando sobre las patas traseras por encima de los pétalos rojos del ramo, que se desmenuzaban, intentando atrapar entre sus fauces una mariposa blanca, sin dejar de ladrar feliz y rampante, como un emblema animado de la vida.
  

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