Cuando
despegó los párpados se vio girar la careta cóncava de la muerte por el sumidero
de un matadero y luego subir a través de la espiral de una pupila hasta
enfrentarse a su propia cara en una canica de ágata; creyó que solo había
despertado para verse morir y le lamió la mejilla un hedor húmedo y viscoso,
una lengua.
-¡Toby!
–gritó alguien de lejos.
Levantó
la cabeza del escalón, extrajo los brazos de entre los barrotes del pasamanos,
donde estaba crucificado, y logró ponerse a gatas y hasta levantarse mientras
desaparecía por la puerta la cola del foxterrier del vecino, en cuyo ojo se
había visto despertar. Abrió su estudio sin lograr convencerse de que cada
mañana el perro bajaba solo y que si alguien lo hubiera visto dormir –morir- la
borrachera, habría llamado al servicio de urgencias, porque aunque apenas
llevaba dos meses allí los vecinos ya debían conocerlo.
Ahora
no necesitaba mirarse en la pupila del perro para sentirse girar como una
piltrafa sanguinolenta por aquel sumidero. Eran más de las once: no valía la pena
presentarse en la oficina. Y a aquellas horas seguro que lo habían visto en la
escalera. Mientras hacía por ducharse, embadurnado que se sentía de la sangre y
el cieno de una batalla, descubrió que había perdido su americana más
presentable y que en la cartera, que junto al teléfono portátil recuperó de los
pantalones mugrientos, quedaban cinco de los doscientos euros que le había
adelantado el jefe para ponerse al día en el restaurante.
Pero
lo peor era que no recordaba nada de lo que le había ocurrido desde que
ingresara en el último bar de la tarde y de la consciencia; apenas conservaba
la imagen de un cuadrado de sol flotando en el mármol rosado de la barra con el
aspecto de una mancha de sangre; a partir de entonces podría haber matado a
alguien y no lo sabría, aunque en su estado él mismo hubiera sido la víctima
más probable de cualquier accidente. Al salir del baño lo recibió el estudio
con el malhumor de una amante abandonada, histérica y desaliñada –todo era
polvo y desorden-, el malestar estriándose en las sombras listadas de la
persiana de lamas que agonizaban en el suelo, y aunque el día parecía más bien
turbio se guardó de abrir. Cada esquirla de luz se le clavaba como una aguja en
los ojos: la claridad era la esencia de su dolor. Encendió el teléfono: ni
siquiera había una llamada perdida del jefe, que ya lo había advertido un par
de veces: podía darse por despedido. Lo que le hizo sentir peor fue recordar
aquel adelanto; era como haber engañado o hecho llorar a un niño. Por ejemplo,
a su hija.
Se
abatió en el sofá de tela estampada. Reptaba el olor rancio del tedio donde se
iba insinuando la podredumbre de la desesperación. Aun tendido se sentía
precipitar por la espiral de la pupila del perro, hundir con el lastre de los
desastres que había promovido sobre sí y los demás colgando del cuello como una
rueda de molino. Aquella cita bíblica se refería a los niños: otra vez su hija.
Muy adentro le sonaba el disco rayado de la culpa y de la vergüenza; era un
viejo maxi single de su juventud –años ochenta-, pero cada vez que terminaba
automáticamente volvía a empezar como un CD noventero, y eso que después de
veinte años –bebiendo- pensaba que el tocadiscos estaría roto. Logró alcanzar
el grifo del baño para abrevarse como un animal agónico.
Largo
tiempo observó a través de la mampara traslúcida cómo colgaba el cable de la
ducha desde el cabezal del grifo: parecía un ahorcado sólo algo más delgado de
lo que él estaba. Como alguien hipnotizado o un zombi obedeciendo una orden
insospechada, se dirigió a la cocina americana. Llamaron al timbre del vecino.
Desde el fondo de la mañana se acercaba la sirena de una ambulancia. Cuando tocaron
a su puerta dejó de tensar y enlazar el cable con un nudo corredizo y dejándolo
caer en el cajón corrió a abrir: sería bienvenido hasta un testigo de Jehová a
la pesca de prosélitos o un colega de la competencia vendiendo seguros.
Temiendo
que se fuera el visitante, gritó justo antes de descubrir que era el cerrojo
echado lo que le impedía abrir. En efecto, lo saludó la sonrisa profesional de
un hombrecito pelirrojo y de mediana edad pero con cara de niño, provisto de
maletín, que con voz cantarina intentó introducirse en el interior con la
clásica excusa de efectuar una encuesta para cierto departamento de sanidad.
Pese a las veces que habría repetido aquello, de su expresividad no se denotaba
que siguiera ningún plan establecido, como un actor que por enésima vez repite
su papel más exitoso. Le dio paso aliviado, porque, aunque le esperaba una
letanía de frases hechas, al menos aquello sería una voz humana, que además
parecía bien modulada, y disculpándose por la escasa luz encendió la lámpara de
cuentas de vidrio.
Al
hombrecillo no parecieron afectarle que no lo hubiera recibido ninguna madura
ama de casa, la clásica víctima de sus argucias, ni la visión de la torre de
platos sucios en el fregadero, de los cadáveres de ropa sucia tendidos al pie
del biombo que ocultaba la cama, o las pelusas arremolinadas como algas y
medusas bajo la mesita de mármol donde abrió el maletín para extraer un
portafolios negro. Tampoco ayudaba la decrépita luz de la única bombilla que
funcionaba en la lámpara, pero a él le bastó para cuestionar la elegancia del
visitante. De muchas rebajas atrás databa el traje azul marino, los pantalones
le hacían bolsas en las rodillas y la corbata ámbar con volantes verduzcos
provendría de la manta de algún africano. Se sentaron en el sofá y el presunto
encuestador empezó preguntándole su nombre.
-Félix
Puertas.
-¿Edad?
-Treinta
y nueve.
-¿Profesión?
-Estoy
de vacaciones –ganó tiempo; para retenerlo no quería decirle que también era
del gremio comercial-: soy tramitador de siniestros de una agencia de seguros.
-Ah,
pues recuérdeme que le haga una pregunta cuando terminemos… Sigamos. ¿Estado
civil?
-Casado.
-¿Profesión
de su esposa?
-Peluquera
–eso era cierto, pero con escaso éxito.
-¿Hijos?
-Una
niña, de cinco años. Está en el colegio –añadió innecesariamente. Desde que
había despertado intentaba en vano dejar de pensar en ella.
-Ah,
entonces como la mía –sus ojos aguamarina empañada parecieron demasiado
soñadores para que aquello fuera cierto. El problema de su sonrisa era la falta
de un incisivo, porque los hoyuelos de las mejillas eran lo bastante simpáticos
y la naricita respingona entre los altos pómulos, entrañable-. Esos diablillos
son irresistibles. La mía no para en todo el día y luego no hay forma de
acostarla. Ha salido a su padre, en lo activa.
Era
capaz de improvisar sobre el guión establecido: todo un profesional. Aunque
Félix se hubiera conformado con el automatismo de las frases hechas –al menos
sería una compañía-, aquellas variaciones eran mucho más agradables. Era el
momento de enseñarle una foto de Irene; al parecer ya no le dolía recordarla.
Se alegró más que antes de no haber extraviado la cartera; se le cayó el viudo
billete de cinco.
-Vaya,
parece una hermana morena de la mía –se echó mano al bolsillo interior;
¿llevaría una baraja de fotos para seleccionar la más adecuada? No obstante,
pareció cambiar de idea-. Su madre siempre le dice que se parece a Pipi
Calzaslargas. Usted también debe recordarla –dejó de pensar que aquel hombre
era un genio de la empatía para herirse con el recuerdo de algo esencial que
vergonzosamente había dejado de hacer el último fin de semana.
-¿Se
encuentra bien, caballero?
-Uf,
con esto de las vacaciones, y como mi mujer se ha ido a ver a sus padres al
campo, anoche vinieron unos amigos a tomar unas copas, y ya sabe.
-¿Y
echaron una partidita de póker? Sin hacer ruido para no despertar a la niña,
¿no?
-Claro.
Pero me desplumaron: perdí cerca de doscientos.
-Si
no se encuentra bien, me temo que no he sido muy oportuno.
-Qué
va, todo lo contrario –en efecto, el mal recuerdo del reciente fin de semana
había servido no solo para jurarse mentalmente que nunca volvería a olvidar
algo así, sino, por una vez, para creer que lo cumpliría.
-A
veces conviene desmarcarse de la rutina –se frotó los ojos; ¿llegaría al
extremo de confesar que también él estaba de resaca?-... Vamos a lo nuestro, si
es tan amable –no le gustó que retomara el cuestionario: tenía la certeza de
que en cuanto volviera a quedarse solo ocurriría algo irreparable-. Ahora me
gustaría saber si alguna vez su hija ha estado enferma.
-Nada
importante. Hoy día, con las vacunas, no hay ni sarampión. No es como en la
época de nuestros padres –ahora era él quien buscaba la complicidad del otro.
-Calcule
cuánta vitamina B2 y D puede tomar al día.
-…
No podría decirle, come en el colegio y… -el otro arrugó la frente y tachó algo
en sus anotaciones.
-Dígame
todo lo que sepa sobre la prevención de la meningitis.
-…
-¿Nada?
¿Y sobre los factores de riesgo de la leucemia?
-Tampoco
–los labios del interrogador trazaron hacia abajo la curva de la decepción.
-¿Algún
accidente doméstico?
-Nada
especial… Bueno, aprendiendo a andar se hizo un esguince en el tobillo. Estaba
jugando en el jardín –recién casado, tenía su propia sucursal franquiciada y
vivían en un chalet.
-Ahora
vamos a ponernos en una situación límite. ¿Qué haría si a su hija se le atraganta
un caramelo tráquea abajo y no alcanza a sacárselo?
El
hombrecillo se había envarado al borde del asiento, como un saltador de pértiga
antes de acometer la carrera: había llegado el clímax de su actuación. Félix temió
que lo hubiese adelantado; tal vez veía pocas esperanzas de venta y, como un
farol con poco en juego, quería jugarse cuanto antes sus pocas posibilidades.
Pero debía retenerlo por cualquier medio: intuía que la soledad le acarrearía
una catástrofe instantánea, algo en lo que no se atrevía ni a pensar.
-Me
temo, caballero, que mientras usted se lo piensa, su hija estaría pasándolo
fatal –sin molestarse en darle la respuesta adecuada, el pelirrojo extrajo un
folleto del maletín-. Voy a mostrarle algo que no debería faltar de la casa de
ningún buen padre: la Enciclopedia de la Salud, con un manual de primeros
auxilios incorporada, y por el mismo precio una Enciclopedia Universal
Ilustrada y Abreviada.
-Ajá
–simuló interés- ¿Y por cuánto me saldría?
-Voy
a decírselo: cuarenta y nueve euros al mes. Por todo.
Félix
se tocó la meditativa sien mientras el otro se removía, quizá sorprendido de
que llegara a planteárselo. Menudo truco barato; no sólo eludía decir el precio
total, sino la duración o las condiciones del préstamo.
-Ese
dinero apenas supone un café y unos cuantos cigarrillos al día. ¿No vale eso la
salud de su hija? –ahora su voz sonó sorda. Mordiéndose el labio inferior en
una mueca rapaz, extrajo un encargo de compra. Justo después, al moderarse,
pareció un niño ante el escaparate, a la espera de que sus padres asintieran a
su petición-. Cero euros de entrada y tendrá a su disposición la respuesta a
cualquier imprevisto. Y no olvide que muy pronto su hija va a necesitar ayuda
para los trabajos del colegio.
-¿Ha
oído hablar de Google?
Félix
se arrepintió antes de haberlo dicho; habría preferido pasar por tonto. Incluso
físicamente, al distraerse, se encontraba mucho mejor desde que había llegado
el visitante. El vendedor sonrió irónico a sus mocasines polvorientos; estaría
acostumbrado a rebatir esa objeción.
-¿Google?
¡Ja! Imagínese que en el caso del caramelo el ordenador se bloquea o que tiene
la mala suerte de dar con la página de un bromista o un desaprensivo que
aconseja hacerle el boca a boca.
-En
eso lleva razón.
-Naturalmente.
No crea que me avergüenzo de ser el último vendedor de enciclopedias del mundo
–se miró las uñas de la diestra, con el contrato en la otra mano, dispuesto a
rellenarlo a la menor señal de compra.
-Pero
en cuanto a información no se puede competir con Internet.
-La
información no tiene nada que ver con el conocimiento –respondió con excesiva
rapidez. ¿Habría encontrado la frase en Google o en una enciclopedia?
-Hoy
día en Internet la gente encuentra hasta el amor.
-¿Y
cómo resultan esas parejas? A los pocos meses ya no se aguantan. ¿Y qué me dice
del amor a uno mismo? –la cara de niño pareció desafiarlo a otro pilla-pilla-
¿También se encuentra en la Red la voluntad de seguir viviendo? ¿Espera
encontrarla en algún blog de autoayuda?
Para
dejar de sostenerle la mirada, se levantó y entre tintineos de cristal trasteó
en la vitrina del mueble bar lacado de castaño oscuro, mientras el otro
desgranaba argumentos de venta. Le encantaba oír la música de su voz aun sin
fijarse mucho en el significado de cuanto dijera. Enjuagó dos vasos cortos en
el fregadero, llenó la quinta parte de cada uno del whisky que había encontrado
y sin mediar palabra le plantó el suyo en la mesita al visitante, que lo miró
con los ojos entornados; seguro que no lo despreciaría; la vida de la calle
hace de los vendedores bebedores ciertos. Dejó la botella al alcance de la mano.
Pero volver a verse ante otra copa, aunque sabía que lo ayudaría a que la
resaca refluyera del todo, lo redujo a un desánimo automático. Miró en
dirección al cajón de la cocina. Lo mejor sería que aquel extraño se fuera
cuanto antes y todo acabara de una vez. Habló tras vaciar el vaso:
-Me
está pidiendo un imposible hoy en día: que tenga fe en una enciclopedia.
-Pues
yo tengo la suficiente fe para venderla, amigo.
-Lo
siento, pero prefiero dejarlo. Ni siquiera me ha dicho el precio total –la cara
de niño lo miró como si hubiera perdido su primera bicicleta.
-¿Y
eso qué más da? Sea cual sea vale la pena pagarlo, créame. Hágase a la idea de
que el precio total son cuarenta y nueve euros al mes, menos de dos cafés
diarios. Piense en el día a día y valore el presente, lo que vale cada momento
de su vida. Y no le estoy pidiendo ni un euro por adelantado. Hasta a un
mendigo le salen las cuentas, créame.
-¿Y
las condiciones de ese préstamo? No lo veo nada claro, la verdad, y preferiría
no hacerle perder más tiempo.
-¿Qué
préstamo? No piense tanto y limítese a aprovechar las ventajas. Piense en lo
útil que le va a ser el producto, lo que su hija aprenderá y los ratos de
entretenimiento que usted mismo va a pasar. Recuerdo que cuando era niño
gastaba las horas con la enciclopedia que teníamos en casa. La abría y podía
encontrarme con cualquier cosa; sin salir de mi cuarto tenía a mi disposición
toda la variedad imprevisible de la vida… Son catorce tomos de elegante
encuadernación que hasta le servirán para decorar esto –miró en torno
frunciendo la naricita.
-¿Usted
no bebe? –volvió a servirse; por suerte la botella estaba casi entera.
-De
verdad se lo digo, es una edición única.
No va a encontrar otra igual, en este folleto puede verla. Por culpa de los
ordenadores, poca gente tiene la suerte de tenerla y pronto dejará de venderse.
Me temo que cuando se agote ya no va a reeditarse. Así que está ante su última
oportunidad –se expresaba con una vehemencia que sugería que se estaba
refiriendo a algo mucho más importante que una enciclopedia.
El
whisky lo estaba reanimando; aquel hombrecillo volvía a hacerle gracia.
-¿Quiere
que le prepare un café mientras lo pienso? Es que se me hace raro comprar una
enciclopedia a estas alturas. La gente se reiría de mí.
-¿Qué
gente? –le clavó una mirada incisiva, como si pusiera en duda la catadura de
sus amigos o supiera que no le quedaba ninguno-. Y además, ¿no ha pensado que
gracias a la enciclopedia su hija vendría a estudiar aquí y podría verla con
más frecuencia que ahora?
Aunque
aún le quedaba más de la mitad, rellenó el vaso para hacerse el despistado.
Seguramente el aspecto del estudio no había engañado a la mirada experta del
vendedor.
-Es
un maravilloso e irrepetible compendio donde puede encontrarse todo lo
imaginable e inimaginable. Sabiendo mirar, claro está. Pero es facilísimo:
basta con querer. ¿O acaso no domina el orden alfabético? La voluntad, amigo,
con eso es más que suficiente. Basta un pequeño giro y todo puede cambiar. Y
recuerde que la han elaborado hombres muy sabios, no como esos blogueros
indocumentados –había algo más que convincente en su expresión, que hacía de
llevarle la contraria algo tan cruel como negarle a un niño el regalo de
cumpleaños.
-En
esa letra pequeña vendrán las condiciones –poco acostumbrado a que las amas de
casa fuesen tan puntillosas, a su interlocutor lo traicionó un movimiento de
inquietud.
-Qué
importarán las condiciones –le alejó el documento a través de la mesa-.
Cómprela por cuarenta y nueve al mes y disfrútela sin darle tantas vueltas a la
cabeza. Vamos, amigo, dígame que sí, por su bien, y nunca se arrepentirá. Me lo
agradecerá de por vida. Es un producto digno de usted –lo conmovió aquella
característica apelación a su orgullo-. Bastaría con que dijera “sí”. Ni eso,
me vale con un gesto de la cabeza o hasta con que quiera de verdad –blandió el
bolígrafo y lo miró con los ojos entrecerrados, como dispuesto a rellenar el
contrato al primer signo de conformidad. Félix pensó que si firmaba, el
pelirrojo no tardaría en irse, pero por algún motivo, si se iba contento, se
veía capaz de afrontar la soledad.
-Confíe
en mí, caballero, aunque de momento no esté del todo seguro, hágame caso y
antes de lo que piensa me dará la razón –ya estaba completando los datos del
impreso-. Es una cosa para toda la vida. Y además puede salvársela. Dentro de
poco se acordará de lo que le estoy diciendo. Y su hija se lo agradecerá.
-¿Y
cuándo me llegaría? –al otro se le iluminó la expresión; ¿habría coronado algún
objetivo de venta o se había deshecho de la última enciclopedia?
-Mucho
antes de lo que cree. Esto ya está, solo queda el número de cuenta.
Fue
a por la cartilla y se lo dictó con cuidado de no dejarle ver el saldo
negativo. El vendedor apuntaba engarabitando el pulgar y con la lengua sobre el
labio superior, como un alumno aplicado al dictado.
-Ya
puede firmar.
Mientras
lo hacía, ridículamente sintió la solemnidad del momento, como si estuviera
firmando una boda civil o la compra de una casa.
-¿No
me deja copia?
-Le
llegará con los libros; es que no tengo sello… Enhorabuena, señor –ya en pie
sintió su mano floja, inerte-: acaba de hacer la mejor compra de su vida.
Félix
se inclinaba a darle la razón: el hombrecillo era un maestro del negocio. Con su
vaso vacío, no recordó que al vendedor no le apetecía beber.
-¿Lo
celebramos con un trago? –el otro miró de través la botella y cuando parecía
que iba a servir él mismo, dejó al lado una tarjeta.
-Aquí
tiene mis números por si hay algún problema. Que no lo habrá –echó a andar
hacia la puerta-… Ah, lo que tenía que consultarle, usted que trabaja en los
seguros. Resulta que me han ofrecido un seguro de vida, llevo tiempo
planteándomelo desde que nació la niña –se detuvo en el umbral-. Es que me paso
la vida en la carretera. Normalmente trabajo los pueblos; en la ciudad la gente
es más incrédula, ya me entiende, pero hoy tengo el coche averiado. ¿Puede decirme si la compañía paga en caso de
suicidio?
-Nunca.
En ningún caso.
-Me
lo figuraba. Bueno, gracias por todo. Que tenga un buen día y mucha suerte –y
despreciando el ascensor desapareció sin hacer ruido por la penumbra del
pasillo. Félix pulsó el interruptor pero no funcionaba la luz.
Al
instante sucumbió a la sospecha de que lo habían timado; aquella enciclopedia
nunca llegaría –en vez de única sería inédita-, lo cual inexplicablemente le
infundió una sensación de regocijo, como si el pícaro hubiera sido él. Luego
volvió a imponerse la sensación de irrealidad; quizá solo había soñado
–delirado- la visita del hombrecillo, y para convencerse de lo contrario fue a
mirar la tarjeta que le había dejado en la mesa. No estaba. Tampoco la encontró
en el suelo.
Corrió
a la ventana por si aún lo veía en la calle. Subió la persiana y aunque lo
deslumbró la luz del día, que a través del plátano explotó en esquirlas, ahora
agradeció el resplandor de un sol que había acabado por salir. No vio al
pequeñajo por ninguna parte; ¿habría bajado a otros pisos para embaucar a otro
incauto? Sorprendido de su propia sonrisa fue a servirse una copa. ¡Había
desaparecido la botella! Miró en la cocina y en la vitrina, por si la había
guardado inadvertidamente: no estaba.
Sospechó
del pelirrojo; no había podido ser sino él, cuando se volvió a dejar la
tarjeta. Aunque pensaba no haberlo perdido de vista, se la habría ocultado en
el bolsillo con un movimiento de prestidigitador. Era cierto que no había
probado el whisky, pero recordó las miradas que había lanzado a la botella.
Sería uno de esos alcohólicos vergonzantes, o estaría intentando dejarlo y al
final no pudo resistirse. ¿Y aquella pregunta tan extraña que le había hecho al
salir? ¿Estaría el pobre tan desquiciado, y más viendo que había vuelto a
recaer, como para plantearse aquello?
Aunque
la botella era de malta y la última, volvió a sonreír deseándole que le
sentaran bien aquellos tragos. Ojalá lo animaran a seguir adelante, se lo
merecía. Seguramente él jamás habría pasado por alto, borracho, el derecho –y
obligación- de visitar a su hija los fines de semana. Pero tampoco a él
volvería a pasarle aquello. Cogió el vaso que el otro había dejado intacto y
cuando se disponía a beber, observó que el sol extraía del vidrio un reflejo
distorsionado e invertido de la sala y fue a vaciar el vaso al fregadero.
Volvió
a asomarse a la ventana. En la luz soleada ondulaba la calma de media mañana.
Varias amas de casa arrastraban el carrito de la compra como si llevaran palos
de golf. A lo largo del escaparate de la lavandería avanzaba con brío una
pareja de ancianos contra la tempestad de la vejez. En la esquina el peluquero
conspiraba con un conserje. Un día cualquiera de una ciudad mediana.
En
el cantero de flores de abajo brincaba el foxterrier del vecino, Toby; quizá
tras algún ratón, ahora hozaba entre los geranios, y las motas canela de su
lomo blanco brillaban entre las matas verdes; asomó jubiloso con una mancha de
barro en el hocico y, tras agitar las orejas y la cola, trotó y giró en una
finta y, trémulo de excitación, se quedó saltando sobre las patas traseras por
encima de los pétalos rojos del ramo, que se desmenuzaban, intentando atrapar
entre sus fauces una mariposa blanca, sin dejar de ladrar feliz y rampante,
como un emblema animado de la vida.
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