Si bien me he casado
con el periodismo, la literatura es el amor de mi vida. Mientras que el primero
es mi trabajo alimenticio, después de varios años recopilando materiales estoy a
punto de consumar mi amor y escribir mi primera obra maestra. Solo me falta
eso, escribir algo, para convertirme en un autor reconocido. Pero mi labor cotidiana
también es una rica cantera de donde extraer temas para mi novela.
Así aprovecho todas las
noches de ingrata espera en que tengo que hacer estiramientos de paciencia,
sentado en alguna terraza de Via Veneto, con la aburrida compañía de paparazzo
y consolándome con algún que otro whisky, al acecho de la belleza de moda, de
algún mal actor recuperado de su último intento de suicidio, o de cualquier
noble recién divorciado, entre la animación de una ciudad que se está volviendo
tan frívola, melancólica y extravagante como en la decadencia del Imperio.
A veces, de cazador de
noticias paso a ser presa del interés de mis colegas, como cuando fui el
elegido para pasar la noche por Maddalena, primogénita de la más antigua
familia de Roma. De hirsuta belleza y estragada de placeres, ya solo los
encuentra sorprendiendo a su lujuria en las más inesperadas situaciones: para
acostarme con ella tuve que acompañarla a la cochambrosa habitación de una
mujer de la calle, donde la excitarían los pretéritos fantasmas de tantos amores
provisionales expandiéndose con las manchas de humedad de las paredes.
Como escritor, también
a mí me interesan ese tipo de rarezas o experimentos; son gajes del oficio, por
el bien de mi obra he de renunciar a la moral convencional. Sin embargo, tengo
que soportar los celos de mi novia Emma, la mujer con la que a mi madre le
encantaría que me casara. Igual que ella, también es posesiva, devota (me ha
hecho hasta acudir a una presunta aparición de la Virgen), histérica y, todo
hay que decirlo, casi tan atractiva como buena cocinera, por lo que la he
dejado que se instale en mi apartamento. Igual que el periodismo, ella es mi
pareja alimenticia. Cuando volví, al amanecer, de mi excursión por los barrios
bajos con Maddalena, tuve que llevar a Emma al hospital porque en una de sus
crisis de ansiedad por mi ausencia se había dado un banquete de somníferos.
A Emma tampoco le gustó
que el periódico me encomendara el seguimiento de la llegada a Roma de Sylvia
Rank, la estrella americana, que viene a rodar una superproducción en Cinecittà
(el cine y las Olimpiadas evidencian la nueva Roma). Carlo Ponti había
dispuesto una recepción multitudinaria, y desde su aterrizaje en Fiumucino
aquella mujer total fue desatando a su paso una tempestad de flashes. Si hoy
día nada es real hasta que no lo congela una fotografía de la prensa, Sylvia
parecía dotada –y no solo por sus medidas- de una exuberancia de realidad,
toda ella estaba intensificada por un exceso de vida y una feminidad que como a
una diosa la exaltó ante un altar de cirios en el templo de mi devoción.
Me invadió por ella un amor tan genuino como el que prodigo a la literatura.
Después de la rueda de
prensa, el comité de bienvenida la llevó a San Pedro y, coronando mis
expectativas, logré presentarme a ella cerca del cielo de Roma, pues en la
palpitante subida los de la comitiva se fueron quedando exhaustos y solo mi
aliento y mis energías estuvieron a la altura de semejante mujer.
En la velada,
programada en unas termas de cartón piedra con camareros de túnica, logré
bailar con ella y hasta le confesé que era la mujer de mis sueños (veo que el
amor hace incurrir en tópicos hasta a alguien como yo). Dado que su novio
Robert parecía más enamorado de la ginebra, cruzaron ciertas palabras y Sylvia
salió ofuscada de allí, lo cual aproveché para, con la excusa de traerla de
vuelta, huir con ella hacia el corazón de la noche romana. La subí al descapotable
y, de nuevo cazador cazado, me libré como pude de esos fastidiosos –me
sorprendí pensando- paparazzi.
Esperaba inclinar a mi favor el enojo que ella sentía hacia su novio, pero al final,
como el poeta que soy, no supe muy bien qué hacer con el amor y acabamos
perdidos en el laberinto del aburrimiento y de las calles de la madrugada.
Sylvia encontró un gatito y me hizo buscar una lechería. Hasta que por
casualidad desembocamos en cierta plaza donde un líquido estruendo nos anunció la
fontana de Trevi, y cuando se le ocurrió meterse en la fuente logró
impacientarme. ¿Estaría borracha? El fragor del agua me confundía como una
catarata. Me invitó a imitarla y como no les niego nada a las mujeres tuve que
hacerlo. Por suerte la noche estaba templada y no me había puesto mi mejor
traje. Me cogió la mano y de repente creí que una de las náyades se había
encarnado en Sylvia, pura y lunar, y a solas con ella en la noche cóncava me
sentí palpitar en su latido al acorde de algo más oscuro y profundo que el
amor; se apagó el estruendo del agua y más allá del ruido del mundo avanzamos
por la fuente, eternizados por ella, partiendo el agua y el silencio y el
tiempo hacia una especie de inmortalidad, como en la escena de una película
magistral… En fin, ya he dicho que soy un escritor.
De regreso al hotel nos
esperaba Robert, su pareja. Por desgracia los paparazzi captaron el puñetazo
que me propinó: de no ser así, quizá se me habría hinchado menos el ojo. Es lo
que digo, que en Roma nada que no aparezca en la prensa parece haber sucedido
de veras.
Un par de días después
aún tuve que calarme las gafas negras para ir a rodar aquel anuncio con guión
mío (mis futuros exégetas lo analizarán). En un descanso vi por casualidad a mi
amigo Steiner entrando en una iglesia. Me reuní con él. Venía a recoger una
gramática de sánscrito y se puso a tocar en el órgano una fuga de Bach. Steiner
es un personaje fascinante; culto, espiritual y misterioso, con un brillo
oscuro en el pozo de su mirada. Solo él puede extraer lo mejor de mí mismo.
Siempre me da a entender que me conviene cambiar de ambiente; quizá debería
volver de vez en cuando al pueblo. En la disputa ente el periodismo y la
literatura, él me inclina hacia ésta. Con su influencia puedo abstraerme
de la abyecta orgía de risas, tragos y banalidades en la que reconozco a veces
llego a envilecerme.
Por eso, igual que
siempre que me encuentro con Steiner, me he decidido a escribir de verdad y
esta mañana me encuentro ante mi Olivetti, con la inminencia de la inspiración
en la yema de los dedos, en la soleada soledad de la terraza de un chiringuito
a orillas del mar, a punto de iniciar la mejor novela italiana del siglo. Y
cuando todo mi talento está a punto de cristalizar en la primera frase, me fijo
en la adolescente rubia que, como salida de un cuadro del Perugino, vuela de
una mesa a otra. Le digo que puede subir la música (Patricia, de Pérez Prado),
le sonrío y dejo de concentrarme en esa decisiva primera frase para pensar qué
puedo decirle para romper el hielo.
Fantástico. Sólo me sale fantástico.
ResponderEliminarY con la banda sonora, mejor aún. Si cabe.
Gracias.
Gracias, pero con esos mimbres ya estaba todo hecho. Espero que te sigas pasando por aquí. Saludos!
ResponderEliminarMe encantó.una grata sorpresa para una noche de insomnio.
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