miércoles, 10 de abril de 2013

LA DOLCE VITA




                  


Si bien me he casado con el periodismo, la literatura es el amor de mi vida. Mientras que el primero es mi trabajo alimenticio, después de varios años recopilando materiales estoy a punto de consumar mi amor y escribir mi primera obra maestra. Solo me falta eso, escribir algo, para convertirme en un autor reconocido. Pero mi labor cotidiana también es una rica cantera de donde extraer temas para mi novela.

Así aprovecho todas las noches de ingrata espera en que tengo que hacer estiramientos de paciencia, sentado en alguna terraza de Via Veneto, con la aburrida compañía de paparazzo y consolándome con algún que otro whisky, al acecho de la belleza de moda, de algún mal actor recuperado de su último intento de suicidio, o de cualquier noble recién divorciado, entre la animación de una ciudad que se está volviendo tan frívola, melancólica y extravagante como en la decadencia del Imperio.

A veces, de cazador de noticias paso a ser presa del interés de mis colegas, como cuando fui el elegido para pasar la noche por Maddalena, primogénita de la más antigua familia de Roma. De hirsuta belleza y estragada de placeres, ya solo los encuentra sorprendiendo a su lujuria en las más inesperadas situaciones: para acostarme con ella tuve que acompañarla a la cochambrosa habitación de una mujer de la calle, donde la excitarían los pretéritos fantasmas de tantos amores provisionales expandiéndose con las manchas de humedad de las paredes.

Como escritor, también a mí me interesan ese tipo de rarezas o experimentos; son gajes del oficio, por el bien de mi obra he de renunciar a la moral convencional. Sin embargo, tengo que soportar los celos de mi novia Emma, la mujer con la que a mi madre le encantaría que me casara. Igual que ella, también es posesiva, devota (me ha hecho hasta acudir a una presunta aparición de la Virgen), histérica y, todo hay que decirlo, casi tan atractiva como buena cocinera, por lo que la he dejado que se instale en mi apartamento. Igual que el periodismo, ella es mi pareja alimenticia. Cuando volví, al amanecer, de mi excursión por los barrios bajos con Maddalena, tuve que llevar a Emma al hospital porque en una de sus crisis de ansiedad por mi ausencia se había dado un banquete de somníferos.

A Emma tampoco le gustó que el periódico me encomendara el seguimiento de la llegada a Roma de Sylvia Rank, la estrella americana, que viene a rodar una superproducción en Cinecittà (el cine y las Olimpiadas evidencian la nueva Roma). Carlo Ponti había dispuesto una recepción multitudinaria, y desde su aterrizaje en Fiumucino aquella mujer total fue desatando a su paso una tempestad de flashes. Si hoy día nada es real hasta que no lo congela una fotografía de la prensa, Sylvia parecía dotada –y no solo por sus medidas- de una exuberancia de realidad, toda ella estaba intensificada por un exceso de vida y una feminidad que como a una diosa la exaltó ante un altar de cirios en el templo de mi devoción. Me invadió por ella un amor tan genuino como el que prodigo a la literatura.

Después de la rueda de prensa, el comité de bienvenida la llevó a San Pedro y, coronando mis expectativas, logré presentarme a ella cerca del cielo de Roma, pues en la palpitante subida los de la comitiva se fueron quedando exhaustos y solo mi aliento y mis energías estuvieron a la altura de semejante mujer.

En la velada, programada en unas termas de cartón piedra con camareros de túnica, logré bailar con ella y hasta le confesé que era la mujer de mis sueños (veo que el amor hace incurrir en tópicos hasta a alguien como yo). Dado que su novio Robert parecía más enamorado de la ginebra, cruzaron ciertas palabras y Sylvia salió ofuscada de allí, lo cual aproveché para, con la excusa de traerla de vuelta, huir con ella hacia el corazón de la noche romana. La subí al descapotable y, de nuevo cazador cazado, me libré como pude de esos fastidiosos –me sorprendí pensando- paparazzi.

Esperaba inclinar a mi favor el enojo que ella sentía hacia su novio, pero al final, como el poeta que soy, no supe muy bien qué hacer con el amor y acabamos perdidos en el laberinto del aburrimiento y de las calles de la madrugada. Sylvia encontró un gatito y me hizo buscar una lechería. Hasta que por casualidad desembocamos en cierta plaza donde un líquido estruendo nos anunció la fontana de Trevi, y cuando se le ocurrió meterse en la fuente logró impacientarme. ¿Estaría borracha? El fragor del agua me confundía como una catarata. Me invitó a imitarla y como no les niego nada a las mujeres tuve que hacerlo. Por suerte la noche estaba templada y no me había puesto mi mejor traje. Me cogió la mano y de repente creí que una de las náyades se había encarnado en Sylvia, pura y lunar, y a solas con ella en la noche cóncava me sentí palpitar en su latido al acorde de algo más oscuro y profundo que el amor; se apagó el estruendo del agua y más allá del ruido del mundo avanzamos por la fuente, eternizados por ella, partiendo el agua y el silencio y el tiempo hacia una especie de inmortalidad, como en la escena de una película magistral… En fin, ya he dicho que soy un escritor.

De regreso al hotel nos esperaba Robert, su pareja. Por desgracia los paparazzi captaron el puñetazo que me propinó: de no ser así, quizá se me habría hinchado menos el ojo. Es lo que digo, que en Roma nada que no aparezca en la prensa parece haber sucedido de veras.

Un par de días después aún tuve que calarme las gafas negras para ir a rodar aquel anuncio con guión mío (mis futuros exégetas lo analizarán). En un descanso vi por casualidad a mi amigo Steiner entrando en una iglesia. Me reuní con él. Venía a recoger una gramática de sánscrito y se puso a tocar en el órgano una fuga de Bach. Steiner es un personaje fascinante; culto, espiritual y misterioso, con un brillo oscuro en el pozo de su mirada. Solo él puede extraer lo mejor de mí mismo. Siempre me da a entender que me conviene cambiar de ambiente; quizá debería volver de vez en cuando al pueblo. En la disputa ente el periodismo y la literatura, él me inclina hacia ésta. Con su influencia puedo abstraerme de la abyecta orgía de risas, tragos y banalidades en la que reconozco a veces llego a envilecerme.

Por eso, igual que siempre que me encuentro con Steiner, me he decidido a escribir de verdad y esta mañana me encuentro ante mi Olivetti, con la inminencia de la inspiración en la yema de los dedos, en la soleada soledad de la terraza de un chiringuito a orillas del mar, a punto de iniciar la mejor novela italiana del siglo. Y cuando todo mi talento está a punto de cristalizar en la primera frase, me fijo en la adolescente rubia que, como salida de un cuadro del Perugino, vuela de una mesa a otra. Le digo que puede subir la música (Patricia, de Pérez Prado), le sonrío y dejo de concentrarme en esa decisiva primera frase para pensar qué puedo decirle para romper el hielo.                           


3 comentarios:

  1. Fantástico. Sólo me sale fantástico.
    Y con la banda sonora, mejor aún. Si cabe.

    Gracias.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, pero con esos mimbres ya estaba todo hecho. Espero que te sigas pasando por aquí. Saludos!

    ResponderEliminar
  3. Me encantó.una grata sorpresa para una noche de insomnio.

    ResponderEliminar