Al final van a llevar
razón mis críticos, esos que me acusan de demagogia y de labrarme un futuro
político con tantos artículos, conferencias y monografías en que me he
posicionado a favor de la paz, la tolerancia y la coexistencia de todos los
credos y razas, y de pretender significarme con el ejercicio de mi labor
diplomática y de mediador internacional. Hasta el más chapucero chupatintas de
Fleet Steet ya sabe que en Downing Street se acaba de firmar mi nombramiento
como Ministro de Exteriores (dadas las circunstancias espero que hayan dejado
un espacio en blanco para la fecha) y que en Shanghai me espera todo un
acorazado para llevarme de vuelta a Inglaterra.
Me temo que mis
detractores también hayan acertado en llamarme charlatán o en titular “Robert
Conway, ese hombre de paja”, porque si acarreando la cartera de ministro
aplicara mis doctrinas tendría, por ejemplo, que licenciar a los ejércitos que
ocupan las colonias y dejarles cada país a los nativos. Pero me temo que mis sueños serán
humo y la burocracia engullirá mis aspiraciones, según otros tan ingenuas como
las películas de Frank Capra.
De momento estoy en un
escenario muy distinto a ese que me espera de escritorios ordenados con la
impersonalidad del poder y mullidas alfombras que amortigüen los pasos de los
conspiradores. Me hallo en el proceloso regreso de Baskul, en China, donde he
sido comisionado por la Sociedad de Naciones para evacuar a noventa
occidentales. Y así lo hemos hecho mi hermano George y yo, conforme nos
enviaban transportes aéreos desde Shanghai, abriéndonos paso cada vez en la
pista del aeródromo a través del pánico de una multitud de chinos. Declarada la
guerra civil, el ejército rebelde se hallaba a las puertas de la ciudad, y ya
irrumpía un destacamento enemigo en el aeropuerto cuando mi hermano y yo
despegamos en el último avión, pilotado por el bueno de Tenner, junto con los
últimos tres anglosajones.
Aunque después de muchos
apuros habíamos cumplido la misión y ningún hombre blanco había quedado en
tierra, tuve que beberme casi toda la botella de whisky que mi hermano había
encontrado, para dejar de pensar en que los diez mil habitantes de la ciudad, por
su fidelidad al gobierno, ya habrían empezado a ser pasados por las armas. En
su condición de chinos carecían del derecho a nuestra ayuda. Ahí tenía un
ejemplo de cómo se contradicen mi labor oficial y mis convicciones, la política
real y mi vocación. De ministro ocurrirá lo mismo: mi idealismo se integrará en
el sistema, no me atreveré a cambiar nada y el ideario de mi vida se hará
jirones como un cartel electoral bajo la lluvia, con las promesas
desprendiéndose de la cara del político.
Con la borrachera,
apenas reparé en los compañeros de viaje: Lovett, un timorato y pesimista
paleontólogo; un enojoso rollizo que me suena de algo, y una
rubia americana de pasado ambiguo y futuro aún más dudoso por culpa de la tos
que la desgarra. En seguida me dormí, seguro de aterrizar en Shanghai al día
siguiente, ayer.
Pero al despertar, además de la resaca, hube
de afrontar la noticia de que misteriosamente nos dirigíamos en dirección
contraria, hacia el oeste. Se subió la persiana de la cabina del piloto y por
un instante, antes de que volviera a caer, nos sonrió perverso un rostro mongol
que reflejó toda la inescrutabilidad que algunos achacan a los orientales. El
pobre Fenner habría sucumbido a sus artimañas. Dado que ninguno sabíamos
pilotar, era inviable atacarlo y solo cabía resignarse. Parecía evidente que
nos habían secuestrado. Como un cigarro en un corro de adolescentes, entre los
pasajeros cundió el nerviosismo.
A las pocas horas
aterrizamos en una altiplanicie, junto a una primitiva aldea mongol donde, aun
desconociendo el motor a explosión, nos aguardaban con gasolina suficiente para
repostar, lo cual hicieron en cadena. Sin habernos permitido bajar, el piloto
no tardó en despegar. Puso rumbo a una imponente cadena montañosa que no
supimos identificar: estábamos desnortados.
Volamos muy alto para eludir una tormenta,
arreció el frío y con el dolor de oídos y la angustia de la incertidumbre los
demás empezaron a mirarme de través, resentidos. Como líder público sin duda
era yo el objetivo –y a sus ojos el responsable- del secuestro y sin palabras
me exigían que hiciera algo. Intenté aflojar la tensión con una broma que tuvo
el efecto de una tarta en el cumpleaños de un enfermo terminal.
Para colmo, la chica
sufrió un ataque de histeria del que pareció contagiarse el avión, que se puso
a cabecear como un albatros herido. Por suerte habíamos perdido altura y el
piloto pudo improvisar un aterrizaje de emergencia en plena sierra. Gracias a
habernos refugiado en la cola y a la amortiguación de las mantas, ninguno sufrimos
daño. George y yo nos abalanzamos hacia la cabina, donde encontramos muerto al
piloto. Según sus mapas nos hallábamos en el Tíbet, en una zona ignota para el
hombre blanco, a casi dos mil kilómetros de la civilización, en la estribación
de un sistema montañoso de nieves perpetuas y con la amenaza –casi certeza- de
morir de hambre o frío.
Aunque intenté suavizar
la situación a los otros tres, George estalló y expuso a gritos la situación.
Cubrimos las ventanillas con mantas e intentamos dormir; tardé en lograrlo
sorprendido por la fragilidad de mi hermano. Esta mañana seguía nevando, pero
al menos George se había serenado. Acordamos que yo partiría en busca de alguna
tribu que los rescatara; era nuestra única oportunidad entre mil. Entonces los
vimos: como una comitiva de recepción a la vida, silenciosos entre la nieve y
sus pieles de abrigo, un grupo de tibetanos se acercaba al avión. El vigoroso
anciano que los encabezaba nos saludó en amable inglés. Con una expresión que
transmitía serenidad aun en medio de la tormenta, el tal Chang nos dijo que procedían
de un monasterio de lamas. Nos equiparon para la marcha y partimos hacia allá.
No ha sido una marcha
larga pero sí muy ardua, escarpada de vértigos y cortada de riesgos; hemos
avanzado a través de cornisas de nieve y equilibrados sobre nuestra propia
muerte, bordeando abismos por donde nadie acabaría nunca de caer, hasta que alcanzamos un angosto paso y de repente se han perdido el viento y la
nieve, nos ha acogido un cálido abrazo de bienestar y a nuestros ojos, bajo un
cielo como de invernadero que parece estrecharlo en sus brazos azules, se ha
dilatado un radiante valle protegido de la tempestad por altas montañas. La
Tierra Prometida.
Y camino del monasterio
que comparo a una utopía, experimento una paz digna de la felicidad o de la
muerte –las de un montañero recién coronada la cumbre-, y en esta primavera que
transcurre en medio del invierno, como si hubiéramos accedido a una dimensión
desconocida, a un tiempo especial que fluyera en el interior del tiempo, a un
espacio inmóvil en medio de la desgastadora rotación de la Tierra, un punto
fijo a lo largo de la edad, ya me parece haber estado aquí antes o que éste sea
el verdadero destino de mi vida, como si de siempre hubiera pertenecido a este valle,
que en vez de Londres fuera mi lugar de nacimiento, o aquél en el que moriré, y
ésta fuera mi verdadera patria –matria-, e intuyo que alguien muy querido y
hasta ahora desconocido ha conspirado para traerme aquí (quien ha contratado al
piloto, dispuesto el combustible en el poblado y enviado a los tibetanos a
rescatarnos de la nieve), el lugar que todo hombre tiene derecho a encontrar,
allí donde hallarán respuesta mis preguntas y todo será posible.
Sangri-La. Donde me
espera Ella, sea quien sea, mujer o muerte.
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