Mi nombre, Addie, Addie Ross,
está en boca de todos, porque aunque a muchas les pese soy el único tema de
conversación interesante en el condado. Ellas solo me creen vanidosa, pero
también soy lo bastante inteligente para reconocer que el ciudadano medio de
esa mediana ciudad es tan mediocre que desea lo mismo que el vecino. Y así,
como si sublimaran en mí todas sus frustraciones –ser tan inútiles que se pasan
el día entero haciendo cosas-, me he convertido en la mujer ideal de todos los
vecinos, en su fantasía favorita y el fantasma de su deseo (puedo ver
cualquiera de mis fotografías en el periódico local rondando por dormitorios y
cuartos de baño), y encarno los anhelos y el sueño colectivo de todos ellos,
desde los que mudan los primeros dientes a quienes empiezan a perderlos. Sí,
soy la única de la ciudad que, además de a Freud, conoce a Jung.
Pero además de objeto
de amor de los hombres, lo soy del odio de sus mujeres, me cubre la sombra
radiante de la envidia y el rencor de todas ellas, que saben que les podría
privar de sus maridos con un chasquido de mis dedos, y pretendiendo
reivindicarse en elegancia y distinción me imitan, con lo que no hacen sino
rendirme un homenaje involuntario y perpetuar el mito de Addie, Addie Ross. Si
un día me da por aparecer con un velo de gasa, la boutique de turno se quedará
sin existencias y al día siguiente una multitud de velos se agitarán a las
corrientes de la avenida como irredentos ectoplasmas. Por eso allí me sentía
una especie de artista plagiado por quienes creen que el talento puede robarse.
Así que hace una
semana alquilé mi dúplex, ayer mismo vendí el Buick y esta mañana he
desamparado la ciudad asfaltada de tedio, mausoleo de toda inteligencia erigido
en medio de ninguna parte, donde las ventanas parecen lápidas, el mejor sitio
es la estación de trenes donde evadirse de ella, y nadie sabe aún que el amor es
una vulgaridad, un deporte barato.
Allí siguen casándose.
Incluso yo lo hice, igual que un científico que hiciera de conejillo de indias
para su fórmula, por el gusto de probar en mí misma mi teoría de que el
matrimonio es el divorcio de la felicidad. A la vuelta de la luna de miel, Joe
salió a comprar una botella de whisky y al parecer aún no la ha encontrado. Quizá no pudiera pagarla, porque no tenía ni un dólar propio.
Desde que nos conocimos en profundidad, se quejaba de que yo era egoísta y presuntuosa,
una cínica que solo se preocupaba de impresionar a todo el mundo, y cuando me
convencí de que Joe no volvería me sequé por última vez las mejillas y me
alegré de que así las cosas no me sacaría ni un centavo.
Aunque en nuesto fugaz
matrimonio hubo algunos ratos que no despreciaba a Joe, nunca lo estimé tanto
como a los tres amores de mi vida, más allá de mis infinitos devaneos, los
hombres con quienes me habría casado –de uno en uno- si de veras hubiera creído
en el matrimonio. Me refiero a Brad, George y Porter. Por lo que también me he
convertido en la bestia negra de sus tres esposas, Deborah, Rita y Lora Mae.
A esas tres harpías les
he hecho un curioso regalo de despedida, una carta conjunta que les hará pasar
el día acongojadas de señales e intuiciones y las descarnará con los garfios de
la duda y la desconfianza. Les he escrito que me he fugado con uno de sus
maridos, sin especificar cuál; y como en calidad de damas del club pasarán la
jornada con los niños del orfanato de excursión en la isla, adonde no llega el
teléfono, hasta la noche no sabrán cuál de las tres es la abandonada. Las tres
se creen felizmente casadas y durante muchas horas se sabrán con un tercio de
posibilidades de haber arruinado su vida. Por supuesto, con una buena propina
me he ocupado de que les entreguen la misiva a última hora, cuando el
trasbordador esté a punto de zarpar. Ya que no podía fugarme con los tres a la
vez, esto era lo que más se acercaba.
Y también he esperado
el día adecuado en que las tres tengan por igual motivos para creer que sus
maridos se han venido conmigo. Brad terminará tarde su reunión de negocios en
la capital y pernoctará allí; en vez de irse de pesca, George se ha trajeado
para dirigir –gracias a mí- “Noche de Reyes”, lo cual ignora una Rita con la
que estos días apenas se habla; y esta mañana Porter se ha dirigido por
sorpresa a la estación. He estudiado tan minuciosamente la situación como si
hubiera apresado el fluir de la vida con los mecanismos del arte, ellos seis
fueran mis peones o actores contratados para representar una obra de mi autoría,
y los hechos cotidianos se vieran reordenados y sincronizados por las escenas
que sobre ellos, como una trama transparente, mi sabiduría hubiera superpuesto.
Así que no creo que
ninguna de ellas derrame ninguna lagrimita por mi ausencia. En todo caso
ninguna se merecía matrimonios tan ventajosos. Deborah venía de una granja y como
enfermera debió aprovecharse de alguna neurosis de guerra de Brad para cazarlo
en Europa. Rita es una parlanchina y poco agraciada escritora de culebrones
radiofónicos que con la excusa de los gemelos ni siquiera deja leer a George,
aunque sea profesor, el hombre más culto de la ciudad. Y Lora Mae, oriunda del
barrio más ínfimo, se valió de sus tórridos encantos para derretir la voluntad
de Porter, el rey de los frigoríficos.
Brad, el primero de los
tres, y yo parecíamos condenados a amarnos; procedentes del mismo medio social,
era el único con casi tanto dinero y clase como yo. Pero cuando ya habíamos
encontrado casa y decidido celebrar la luna de miel en París, lo llamaron a
filas y, en efecto, pasó a Francia, por un motivo muy distinto. En una disputa de
última hora causada porque miraba demasiado a no sé qué pelandusca, le dije que
no lo esperaría, y cuando empecé a responder a sus cartas por suerte él dejó de
escribir. Gracias a lo cual pude confirmar los rumores de que yo había roto con
él, y cuando aterrizó de la mano de la enfermera pude salvaguardar mi orgullo.
A George lo conocí poco
después, cuando me matriculé en su curso de escritura creativa de la facultad.
Fue un amor que cristalizó pronto. Lo convencí de que me prestara clases de
apoyo en casa y, el poco tiempo que dedicaba a redactar mis ejercicios, varias
veces lo sorprendí escribiendo poemas que se inspiraban en mí. Con la excusa de
componerlos pasaba las tardes conmigo, sus malos alumnos estaban encantados de
que ahora nunca corrigiera los exámenes, y era muy apasionado salvo si nos
dejáramos la radio puesta y empezaba el serial de su esposa. Sin embargo, al
año de nuestra relación, Rita se quedó embarazada (¿con quién lo engañaría?), y
con las complicaciones del caso él dejó de responder al teléfono y caducaron
los billetes que como sorpresa yo había comprado para París. Al publicar el
poemario, bastó que en la dedicatoria cambiara mis iniciales por las de Rita
para que nadie sospechara nada.
Respecto al
mastodóntico Porter, el príncipe de las lavadoras, la historia ha sido
diferente. Nos conocimos hace tiempo, éramos accionistas de la misma empresa y
me ayudó a invertir la herencia de la tía Mildred. Admiraba su férrea voluntad
y la iniciativa de emprendedor que elevaba hasta el techo sus gráficos de
beneficios. Debido a que en el terreno amoroso no tenía mucha confianza, lo
atribulaba una chica tan chic como yo, y en un momento de debilidad lo enlazó
Lora Mae. Decidida a desertar de la ciudad, me he decidido a hacerlo con él.
Era el más fácil de embaucar de los tres y el mejor partido. Sin embargo, esta
mañana, parece que mientras el mozo ya le subía las maletas al tren que debía
reunirlo conmigo en el aeropuerto (sí, teníamos billetes para París), de
repente viró de propósito y volvió a su penoso hogar. He logrado sonreír delante de la cotilla que sí tomó el tren y me lo acaba de contar. Y ahora siento alivio de
haber eludido a ese bruto sin cerebro que se obliga a calcular el precio de todo
lo que ve por la calle. Me imagino que la primera vez que se acostó con Lora
Mae le hurgaría en la ropa interior a la busca de la etiqueta de venta.
En resumen: seguiré mi
camino sin incurrir en el peor de los convencionalismos, una boda. El
matrimonio me odia… me he confundido, quería decir que odio el matrimonio.
Fue más lista que la pobre Lora Mae, que terminó enamorándose del bruto, pobre Lora Mae, pero en fin... uno no controla de quién se enamora.
ResponderEliminarSupongo que sí, que realmente esta chica salió ganando, además, se quedó con los billetes para ir a París, no?
Sí, alguien como Addie solo podía escapar de una ciudad tan provinciana e irse a París, claro. Es curioso que no lleguemos a verle la cara, solo oímos su fascinante voz, como si cada uno de los personajes masculinos le pusiera la cara de sus fantasías.
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