Muchas manos me han buscado; las pocas que me han encontrado, han terminado peor que amputadas. Como una mujer fatal, me gusta jugar con los hombres; tallado que estoy de sus ambiciones y fantasías, me muestro propicio y en el último instante los burlo. Cómo me divertí con las vicisitudes de ese gordo, aquella montaña de grasa insaciable, que llevaba diecisiete años persiguiéndome como a un ideal, un perdedor nato que confundía la perseverancia con la más zafia terquedad.
Pero los hombres también me temen tanto como a sí mismos. Tienen raptos de clarividencia en que atisban lo que serían capaces de hacer por mí. Al final todos mienten y matan por mi culpa, por nada. Qué espectáculo tan miserable y ridículo ofrecen, y al mismo tiempo tan divertido. Como los payasos del circo.
Y luego me echan la culpa a mí, en vez de a la ceguera de su codicia; dicen que soy un pájaro negro que inoculo la desgracia en las manos que me tienen. Con todo lo que me deseaba, ella, la enemiga del gordo, la mujer de los mil nombres, a la que reclutó para conseguirme y luego lo traicionó, decía que solo me tocaría para darme a otra persona. Por el módico precio de un millón de dólares, claro. Hay pocos hombres que cada mañana, al levantarse, no estén dispuestos a creer que ese día ganarán su primer millón de dólares. Es lo que valgo; eso, y un montón de vidas humanas, pero para ellos éstas no parecen contar mucho.
A estas alturas ya sabréis quién soy, y hasta habréis empezado a preguntaros desde dónde hablo, de qué lugar proviene mi voz, para cazarme. Tranquilos, que no voy a echar a volar; mis plumas son de mentira, y peso más que la culpa de cualquier humano. De todos modos, me halaga que escuchéis con tanta atención la historia de mi vida.
Nací en Malta, el año de gracia –para muchos desgracia- de 1539, de noble familia. Mis padres fueron los Caballeros de Rodas, unos templarios a quienes Carlos V permitió la ocupación de Malta a cambio del tributo simbólico de un halcón, que demostrara que la isla seguía bajo jurisdicción española. Agradecidos y opulentos –tras el saqueo en las Cruzadas de los tesoros de Oriente-, mis padres me engendraron y, engastándome con lujuriantes joyas de las garras al pico, me donaron al emperador en lugar de un halcón de los que solo vuelan. Yo lo hago más rápido y más alto que ellos, en el deseo y la avidez de los hombres.
Pero unos bucaneros abordaron el galeón que me llevaba a España y, rara avis, empecé a volar de mano en mano, acarreando a cada uno de mis dueños una mala suerte que en verdad es inherente a la condición humana. ¿Qué hombre ha eludido por siempre la desgracia? ¿Hay alguna biografía que carezca de las emboscadas de los hados? ¿A quién no visita tarde o temprano la catástrofe, llamando a su puerta con los golpes perentorios del destino? Y la avaricia no hace sino matizar la sordidez de la suerte. Los hombres son más rapaces que cualquier ave rapaz como yo.
En 1650 perdí –dirán- a un cardenal romano que murió en el potro de la Inquisición; en 1713 acechaba desde la vitrina de un noble parisino hasta que por mi culpa un ladrón se convirtió en asesino; en 1890 caí en poder de un lord inglés que tuvo que empeñarme a un judío y poco después se ahorcó, y en 1923 pasé a manos de un astuto marchante griego, que me embadurnó de esmalte para disimular mi valor. Fue entonces que el gordo me reconoció y se enamoró de mí.
Si no me hubiera regocijado tanto con sus tribulaciones, a veces pienso que debería haberme entregado a él: nunca nadie me ha merecido tanto. Porque, veamos, ¿a quién creéis que pertenezco de verdad? ¿A Carlos V? ¿Al marchante? ¿Cuál de mis decenas de dueños puede arrogarse mi posesión legal? Lo cierto es que yo no entiendo ni de amor ni de justicia: soy de quien me tenga.
Ese gordo me adoraba y a mí me encantaba jugar con él, burlarlo, hacerle sufrir, y en ello estuvimos casi veinte años. Como las mujeres muy bellas, solo me entrego a quien menos le importo. El marchante me guardaba en un local de Londres, en Hampstead, y en cuanto el gordo desembarcó a orillas del Támesis supo que mi dueño había sido asesinado y, lo que era peor, desvalijado.
Nadie llegó a saber que fue su propio sobrino quien, acuciado por las deudas, tramó el golpe para robarme. Huyó conmigo a Hong Kong, donde lo consumió la malaria en un hospital de caridad. Para cuando el gordo volvió a encontrarme –la avaricia lo llevaba en volandas incluso a él- yo estaba aquí, en Estambul, en poder de un general ruso que no me conocía por dentro. No se le había ocurrido desbrozarme el esmalte con que me había barnizado el griego.
El gordo quiso comprarme, pero el ruso se negó, primero por espíritu de contradicción, y luego porque sospechó de que el comprador subiera y subiera su oferta. Sí, mi gran amante insistió demasiado. Es lo que pasa, que saco lo peor de la gente. Por mi culpa los astutos se vuelven ingenuos; los ingenuos, audaces; los audaces, asesinos. Enjoyado hasta los ojos, peso demasiado en la conducta de los hombres y acabo por hundirlos como un fardo ineludible.
El gordo envió a un puñado de agentes a que me robasen al ruso –ella, la de los mil nombres, entre ellos-, pero para entonces mi dueño había creado un gemelo mío falso y dejó que se lo llevaran. Además de ella, la banda la engrosaban un musculitos sin cerebro, un matón enclenque y nervioso, y un egipcio sutil, casi afeminado.
El resultado fue que, después de traicionarse unos a otros, todos ellos acabaron muertos o en la cárcel, como el gordo. A excepción del que menos me deseaba, cierto detective de San Francisco, adonde había ido a parar mi doble de plomo. Antes de que lo detuvieran, parece que el incansable gordo estaba dispuesto a venir a Estambul a recuperarme; su codicia es como el Ave Fénix, renace de la ceniza de sus ilusiones.
Los codiciosos como él son unos románticos incurables, dispuestos a entregar su vida por un sueño. Estoy seguro de que en cuanto cumpla condena vendrá a por mí. Y para entonces probablemente ya no seguiré en Estambul. Sería imposible desengañarlo, que llegue a creer que él me ha inventado, que no existo.
El plomo y el oro somos humo.
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