EL ARRENDADOR DE ILUSIONES.
Fue el viento de la catástrofe, aquél que alienta los años en que el cometa luce sus barbas de fuego en los alucinantes cielos de los malos augurios, el que trajo a Santa Inés al arrendador de ilusiones cuando ya casi todos habían extraviado las suyas y solo algún ingenuo conservaba alguna hilacha o fleco de la alfombra mágica de la fantasía.
Como la peste, irrumpió por sorpresa y en el barrio del vicio, imperioso, apuesto y envarado en un frac impoluto, el sombrero de copa tiznando las fachadas con una sombra móvil, según saludaba, a lomos de una mula de ojos tristes empenachada con plumas de pavorreal a la que seguían escuadrones de moscas verdosas que no se molestaba en espantar con el plumero del rabo, y con un mimo vestido de dominó junto al estribo, que le hacía propaganda con los ademanes desaforados de la esperanza. A su amo, con el sol, le ardía en el chaleco de fantasía la cadena con dijes de un reloj de plata; y por más que le caracolearan rizos en las sienes, tensara la mandíbula de la voluntad y se hubiera nevado las mejillas con fécula de patata, en aquella cara solitaria se le notaba el cansancio mineral de quienes han vivido en exceso. En los ojos del color de las riadas le fluían los cadáveres de los recuerdos.
Compró como sede la mansión de los contrabandistas, que despertó de su sueño polvoriento de ballena varada en la cima de la loma, junto al camposanto, y pagó en especies a los herederos, con la ilusión de la respetabilidad que venían buscando desde que a sus abuelos les infligieron el cepo en la plaza. Con la vana esperanza de matrimonios ventajosos, contrató a varias hijas del lugar que le adecentaran el vestíbulo, las escaleras y la sala de arriba, donde recibiría a los clientes; y durante una semana pareció regurgitar el vientre de la ballena de tanto lustrar platerías y restregar zócalos, de pulir parquets y frotar cajas de música y relojes de cucú, y de afinar la vieja pianola a cuyos sones los contrabandistas se jugaban el botín a las brisca.
Probablemente el comerciante había elegido el salón acristalado para que al negociar cegaran a los arrendatarios los fulgurantes escenarios del mediodía o los espejismos del crepúsculo. Además, lo había decorado con trampantojos que de lejos figuraban ninfas desnudas y de cerca faunos priápicos, con una lámpara tintineante de diamantes falsos, con zócalos de roble de imitación y geranios artificiales de hojas ecuatoriales nunca vistas en aquellas tierras tan áridas que cuando llovía las numerosas lugareñas que seguían vírgenes corrían a las tabernas a aprovechar su última oportunidad de dejar de serlo, ya que los hombres solo descubrían la lujuria al fondo de la melancolía que les inspiraba la lluvia.
Ambrosio, el herrero, fue el primer cliente que acudió a las voces nostálgicas de la pianola, en la que el forastero había dispuesto los rollos de una grabación pirata del canto de las sirenas. Lo recibió el dueño en el escritorio de caoba, donde había dispuesto un cofre herrumbroso con guarniciones de plata que tenía abierto ante sí, de modo que el visitante no pudiese escrutar el interior. Saludó a Ambrosio con una ceremonia que bordeaba la sorna, levantándose y destocándose la cabeza boscosa en una reverencia digna de Versalles.
Luego, ambos se aposentaron en aquellas vacilantes sillas de velatorio y el negociante le preguntó al herrero qué esperanza quería alquilarle. Como el herrero cuarentón vivía con su madre, era virgen y solo a golpes de martillo y con los ardores de la fragua había ahogado y desahogado su hambre de hembra, la tez se le tiñó de pétalos de rosa y con voz de castrato dijo que la esperanza que anhelaba era la del amor. Revolviendo en el cofre el dueño le dijo que aunque era de las más solicitadas, siempre tenía remanentes y que si la quería de las firmes, le costaría veinte cobres. Ambrosio asintió y a cambio de su dinero recibió de la mano sarmentosa tres pajaritas de papel arcoíris. Al deshacerlas con cuidado comprobó que estaban densas de versos de amor que corrían como filas de hormigas a través de los renglones multicolores, y el arrendador lo exhortó a fijarse cómo estaban hechas porque de allí en cinco años tendría que devolvérselas intactas. A modo de fianza hubo de dejarle las escrituras de la casa de su madre, que la víspera le había escamoteado del colchón de su lecho con dosel. Al salir, el comerciante le pidió que prendiera el ventilador, que sobre el velador de plata parecía una magnificente rosa de los vientos.
La segunda cliente, la partera Tomasa, le hizo el favor de apagarlo para que no le revolaran los papelitos al reabrir el cofre. Como a la pobre Tomasa la avaricia le había consumido hasta las mejillas y el desengaño le había estragado la mirada porque el negocio naufragaba en una comarca donde la sequedad del terreno contagiaba la esterilidad a los lechos yermos de los matrimonios y allí solo las culebras eran prolíficas y ni las perras parían salvo en lunas de cuarto creciente, solicitó alquilar sueños de opulencia, que también le fueron satisfechos con un fajo de billetes tan abiertamente falsos que la efigie de George Washington gastaba unas barbas que asemejaban al primer presidente de los Estados Unidos a un anarquista ruso.
Antes de transferirle el fajo, el arrendador le pidió cincuenta cobres por él y la Tomasa ofreció quince y luego quince y medio, pero como había llegado al extremo de racionarse las comidas para ahorrar, ocho horas más tarde, las recurrentes alucinaciones del hambre estaban a punto de conciliarla con la idea de irse de vacío, y para no dejar escapar a la cliente, el dueño aceptó su última oferta, de cuarenta y nueve y medio. La Tomasa intentó dejarle su dentadura postiza como fianza, pero como de recomidas que tenía las quijadas él intuyó que apenas comía, solo le aceptó, vacía, la alcancía con forma de botijo.
A la salida ella encendió el ventilador y lo apagó don Lautaro, que cuando dejó de toser resolló desde los pulmones pedregosos, arañó el aire chapaleando entre las miasmas del asma, y solicitó esperanzas de buena salud. De manos del ilusionista recibió un pergamino que resultó un diagnóstico apócrifo con la rúbrica de Hipócrates dando fe del excelente estado del paciente.
Y así, en lo que duró la estancia del comerciante, fueron pasando todos los habitantes de Santa Inés con conocimiento de causa, es decir, aptos para la ensoñación, jóvenes y ancianos, desde los mendigos, que solían pedir esperanzas de limosna, hasta el alcalde, ávido de la ilusión del poder.
El forastero había acordado con la autoridad, el teniente del regimiento acantonado, el uso de las celdas del cuartel como almacén de las fianzas, ya que en un pueblo tan manso aquéllas aún estaban sin estrenar, lo cual sirvió al militar como pago de su esperanza de paz, que el otro le había alquilado bajo la forma de un discurso mecanografiado de Luther King.
De modo que mucho antes de que se insinuara el ocre en la acuarela del paisaje, el forastero se había esfumado como llegó, muy bello y erguido, casi flamígero en su mula con penachos de pavorreal, y con el mimo a un lado remedando con sus actitudes el desconsuelo de las despedidas. La mañana que se fue dejó a los optimistas otra esperanza gratuita: que en el curso del quinquenio él mismo se extraviara en el laberinto de sus negocios y olvidara al camino de regreso a Santa Inés, de modo que pudieran guardarse para siempre sus ilusiones. Al menos, el próximo invierno ya podían abrigarse con las que habían alquilado.
Gracias a sus renovadas ilusiones, los vecinos vadearon mejor los tremedales conocidos de la vida cotidiana, se resecó la tristeza oceánica que los domingos inundaba al pueblo, y fue derrocada la melancolía que cada noche imperaba en la plaza. Los viejos, que a pesar de haberla subarrendado, eran los más inmunes a la esperanza, cayeron en que entonces Santa Inés se parecía a los tiempos del sueño, cuando arribó al pueblo aquel flautista anacreóntico que a sus sones encalló a los lugareños en una suspendida ensoñación de pétalos flotantes. Como siempre había ocurrido, ahora, en los momentos más peliagudos, cuando arreciaba la tempestad sobre la travesía de cada vida, el afectado extraía del bolsillo o de la cartera el papelito que había alquilado, lo desplegaba y al cabo se aclaraba el cielo y volvía a henchir las velas el vendaval imparable de la esperanza.
Y con las bandadas de ida y vuelta de las aves migratorias, revolaron las hojas de los candelarios y cambiaron los tonos de las postales del paisaje, hasta que una noche de luna de plata deslustrada los vecinos de las afueras, que se habían asomado a los umbrales a airear sus ilusiones polvorientas, vieron que de lejos iba creciendo la silueta de una montura cabalgada por una figura muy tiesa y con otra silueta al lado.
Los perros aullaron y hasta la letanía de los grillos se adelgazó cuando reconocieron al bello dueño de sus esperanzas, tan acicalado como la primera vez, con su sombrero de copa y chaleco de fantasía, y a su derecha el mimo arlequinado, que alternaba exultantes saludos con exhortaciones por señas a que los interesados en renovar sus esperanzas acudieran sin falta por la mañana, con sus papelitos, a la casona del cementerio. Si bien el mimo traía el pellejo tan cuarteado que algunos sostuvieron que era otro, las tarántulas de los años no parecían haber transitado por la apostura del amo, porque la riqueza bien llevada es el mejor antídoto contra el tiempo.
Desde la primera luz, la cola de vecinos culebreaba hasta la mansión de la loma como una boa abigarrada, pero a mediodía el portón seguía clausurado. Con tan estirada espera, ni siquiera a la Tomasa quedaban ánimos de regatear el precio; ya se sabía que a quien vive de las ilusiones ajenas le sobran el tiempo y las astucias para dejarse acorralar contra la ansiedad. Lautaro se ahogaba de tos a la espera de que Galeno le renovara el diagnóstico benigno, y como el herrero ya se había aprendido, olvidado y vuelto a aprender aquellos versos de amor, esperaba alimentar con otros sus ensoñaciones eróticas. Todos llevaban con cuidado los papeles que el dueño les había arrugado en bolitas o alisado en diplomas, edictos o pergaminos, o bajo la forma de avioncitos o recortes de figuritas de todo lo imaginable e inimaginable.
Al filo de las tres por fin se estremeció el portón, y cuando el mimo daba paso al alcalde, que venía a renovar sus anhelos de poder, se adelantó Esteban, uno de los contados adolescentes que aún eran niños por la época de la firma de los arrendamientos, cuyo pelo de miel y pupilas marítimas coronaban un cuerpo regio de la estatura y la energía de una escultura del Renacimiento. A sus pasos retemblaba la casa, se quejaron los peldaños y, arriba, el mercader lo miró desconfiado por encima de la tapa abierta del cofre.
-Yo no he venido a alquilarte nada, sino a comprar.
-Lo siento, joven, pero no tengo nada a la venta. ¿Es que tú no tienes fe?
-No me interesan la fe ni la esperanza ni la caridad. He venido a comprarte la realidad –un zopilote cruzó la mirada del arrendador.
-Con tu edad tú mismo eres una promesa y solo deberías preocuparte de soñar lo suficiente.
-La realidad es mi único sueño y pienso cumplirlo. Te pagaré lo que quieras –de la cortina de brocado salió el mimo y tras el respaldo de la silla de su amo representó la mímica de la esperanza, intentando conmover al cliente.
-De acuerdo: por ser tú te la alquilaré gratis, por un precio simbólico y durante un tiempo indefinido. Pero con la condición de que no se lo digas a los otros.
-La quiero en propiedad. Y nadie va a ignorarlo: lo que no se sabe es igual que si no existiera.
-Entonces vuelve cuando cambies de opinión. Seguro que dentro de cinco años te conformarás con lo que es posible. Ahora, si no te importa, tengo al pueblo esperando y a otros muchos en esta misma ruta.
Pero Esteban se adelantó hasta tocar el borde del escritorio. Entonces lo interceptaron los ojos hipnóticos del mimo, como impidiéndolo entre las telarañas del sueño, porque ahora hacía la estatua y concentraba todo su poder de convicción en la mirada, hasta que el joven se desencadenó del ensalmo de sus ojos fascinantes, derribó el cofre de la mesa y prendió el ventilador, de modo que los papelitos revolotearon y se aventaron al viento irrefrenable de la voluntad, y salieron por la ventana como pájaros asustados. Afuera todos se arrojaron hacia ellos sin reparar en los graznidos, como de cuervo herido, que desde el interior ensartaban el silencio.
Asombrado de que el mimo emitiera aquel chillido punzante, Esteban se ocultó en el bolsillo un rimero de papel de lija que subyacía en el doble fondo del cofre y para librarse de las garras del amo, de un par de manotazos lo desguarneció de lo que resultaron peluca y dentadura, que se partió en el suelo como un crustáceo triturado, le rasgó el frac revelando que el chaleco de fantasía y la camisa de encaje apenas eran acartonadas pecheras de mentira, y el sombrero de copa rodó escaleras abajo.
Esteban salió a la calle y pasó el resto del día llamando ilusos a sus paisanos para convencerlos de que se deshicieran de los ilusorios papelitos e hicieran con ellos una pira en la plaza. A los reflejos del fuego vieron irse al desposeído mercader, al que la falta de las prótesis y el furor de las llamas o de la pérdida le agrietó el maquillaje descubriéndolo como anciano decrépito. No tardó en desaparecer, entre las luces engañosas del ocaso, la figura encorvada sobre la mula, con el mimo a un lado, que ni entonces detenía sus ademanes charlatanes.
Y al poco se deshizo tras ellos la nube de polvo de las ilusiones perdidas, que su paso había dejado por el camino.
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