Lo he decidido: deserto de este pueblo de ratas con casas de fachadas como sepulcros blanqueados. Perderé de vista a este rebaño de cobardes, piara de hipócritas y corral de gallinas que me culpan de ser mexicana y achacan el éxito de mi bar a que las chicas ofrecen algo más que whisky. Se lo he tenido que vender a Weaver por la mitad de su precio; pero es que me he soltado del único peso que me tenía anclada en este puerto de piratas: respirar el mismo aire que él exhalaba, pisar por donde él lo hubiera hecho, ocupar en el espacio el mismo lugar que su cuerpo hubiera llenado.
Un año sin verlo y es como si su sombra, que otra cosa suya no he visto este tiempo, no hubiera dejado de crecerme en la esperanza tan adentro como el hijo que ya nunca tendremos. He dicho que se ha aligerado el peso, que él se ha ido, recién casado con esa rubia, pero la verdad es que al cuarto de hora ha vuelto, aunque ha dejado de ser el sheriff y Frank Miller llegará en media hora, en el tren de las doce, después de cinco años de condena, a cumplir su palabra de ultimar al hombre que lo encerró. Ese Frank es un loco homicida; creerá que el tiempo es reversible, que con este crimen recuperará esos cinco años perdidos.
Por eso me voy, para no tener que ver cómo le siegan la vida con la hoz de la venganza. A Frank ya lo están esperando sus tres matones en la estación, uno con cara de serpiente, otro de coyote y el tercero de hiena; y en esta ciudad de piojos, a Will -¡ya no puedo evitar que su nombre me llene la boca!- solo van a ofrecerle su ayuda los locos y los niños, que curiosamente por aquí son los únicos que tienen felicidad que perder. Los conozco como si fueran mis bastardos. A nadie reclutará de la taberna ni de la iglesia; se esconderán tras las faldas de sus mujeres o con la excusa de sus hijos; y a estas horas solo estará encontrando mentira, traición y miedo en los pocos ojos que le mantengan la mirada.
Aunque no sea ningún cobarde, ni siquiera lo apoyará su ayudante Harvey, el joven con quien estos meses he intentado consolarme. Pero no hay antídoto contra el despecho. Y más que joven, Harvey es un niño que nunca va a crecer. Hace un rato él mismo ha venido a contarme que Will acababa de negarse a aceptar como condición de su ayuda que lo recomendara para sucederlo en el cargo. Will cree que es demasiado joven y tiene razón: a Harvey le viene grande hasta la cama donde le he dejado quedarse las noches en que la nostalgia de Will me hacía la soledad impracticable. Incluso quiere creer que Will anda resentido con él por haberle sucedido en mi cuarto; ojalá fuera así.
También Will ha venido a verme. Después de un año. Cada una de esas cincuenta semanas me ha dolido tanto como a Frank los cinco años que ha estado encerrado. Antes Will venía a verme cada atardecer a esta misma habitación, en cuanto terminaba la ronda. Yo dejaba a Sam en el bar y me pasaba la tarde arreglándome y anticipando su llegada, recreándolo con el deseo y la expectación, a todas horas queriendo apuñalar al reloj con sus propias manecillas y ansiando que anocheciera de una vez por todas, que el cielo se desangrase y por la herida de poniente un mar de oscuridad se vaciara sobre el pueblo para que de vuelta por el camino él nos alumbrara como un fanal, deseando que la noche cerrara los ojos fisgones de la calle y al fin pudiera reconocer sus pasos que escalera arriba me desbocasen todos los pulsos de las venas.
Y hace diez minutos no lo he oído venir hasta que ha entrado por esa puerta como el fantasma que se dispone a ser en cuanto acaben con él. Ya ni los pasos le suenan. Y lo peor es que por un instante he creído que había vuelto por mí; esta maldita esperanza es tan difícil de erradicar como la cizaña. Después de un año preparando un posible reencuentro e intentando congelarme con el hielo de la indiferencia, una mirada suya me ha derretido. Para vengarme de todo lo que me ha hecho sufrir lo he insultado diciéndole que no rogaría a Miller por él. Pero ni siquiera logré que se enfadara conmigo, y hasta cruzamos un par de frases en castellano, nuestra lengua íntima. Desde que sé que van a venir a por él, no dejo de jurarme que me da igual si matan a ese larguirucho cabezota, pero ya he malgastado el poco crédito que ante mí misma me quedaba.
Sí, por eso me voy, porque no tiene ninguna oportunidad contra Frank Miller y esos tres, primero llegados como cuervos que traen en el cuello el pañuelo negro de la desgracia, y que luego harán de buitres festejantes de la muerte. Desde luego que tampoco yo he persuadido a Will de que se vaya. Justo a eso venía él, a aconsejarme que me fuera del pueblo porque a Frank ya le habrán contado lo de Will y yo. Y ahora Frank vendrá dispuesto a romper hasta los escaparates que alguna vez hayan reflejado a Will.
Es que hubo un tiempo en que también Frank frecuentó este cuarto. Siempre he dejado que me tocaran todas las manos por las que mi piel haya palpitado, pero cortaría la que lo intentara sin mi permiso. ¿Por eso van a salpicarme el nombre esos hipócritas? Sí, he tenido a los hombres que he querido, y aunque todos se exprimían el aliento para pulsarme la invisible cuerda del éxtasis, con ninguno he vibrado como con Will. Nadie me ha tocado así el violín del cuerpo. Ninguno camina ni lleva el revólver como él; ni siquiera necesitaba sacarlo para que a una le temblara el cuerpo.
Y me doy cuenta de que ya hablo de él en pasado. Sé que ninguna comadreja de este pueblo va a salir de su madriguera para ayudarlo. Puedo oír sus cacareos diciendo que esto es un conflicto personal entre Will y Frank, que no pagan a un sheriff para tener que defenderlo, que con Frank Miller en la ciudad volverá a fluir el dinero, la animación, la vida; pero no saben toda la muerte que acarrea ese tipo de vida. Eso me gusta, que este pueblo tan ruin vaya a sepultarse bajo las cenizas de sus propios sueños de grandeza.
Tampoco va a ayudar a Will su mujer. Sam me ha dicho que está abajo, en el vestíbulo del hotel, esperando el mismo tren del destino que a nosotras nos alejará de aquí, y que en su vientre de hierro trae la muerte de Will. Esa rubia canija va a abandonar a su marido cinco minutos después de casada. No comprende que Will tiene que quedarse para poder afeitarse cada mañana frente al espejo sin sentir ganas de degollarse con la navaja. Pero con todo lo insustancial que parece, pálida y pajiza, esa chica tan insignificante que como un fantasma parece a punto de disolverse en el aire, me ha robado toda mi realidad y mi fantasía; ha sido a mí a quien me ha convertido en un fantasma.
La primera vez que los vi salir juntos de la iglesia creí que una sierra me sajaba los muslos. Si yo tuviera su suerte ahora mismo amartillaría un revólver y nunca, nunca, permitiría, tal y como veo por la ventana, que mi marido caminase solo por el medio de la calle del pueblo, con las cortinas agitándose en las ventanas y hasta los perros esquivándole el paso, como si el valor fuera una enfermedad contagiosa, pero cada vez más erguido sobre el polvo y con las manos separadas de los costados, apenas cimbreándose a la derecha como un junco al viento, el sol rebrillándole en la estrella del pecho pero la sombra tendida en el suelo esperando al cuerpo que la proyecta, destilando en torno un aura de soledad y silencio que ni siquiera puede llenar la acuosa emoción de mi mirada.
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