martes, 21 de agosto de 2012

TODOS LOS BORGES DEL TIEMPO




                   

Fue abrirle la puerta al desconocido y sentirme ante un espectral espejo. En la atmósfera gravitaba mi reflejo. Tal vez la gelidez del aire me suscitó la idea del helado azogue o quizá sus pensamientos adensaron el ambiente, pero de algún modo supe que el visitante también profesaba el hábito de la literatura. Al decirme que era Borges reconocí la pronunciación minuciosa y el tono chillón que yo ostentaba de joven, a la otra orilla del río del tiempo, y le hice pasar.

Por sus pasos exactos supe que ya dominaba las artes del disimulo. Él era yo mismo antes de que sendos crepúsculos se me borraran en esta tiniebla lóbrega, y por un instante cedí al imperio de la envidia. Aún no había empezado él a fatigar su juventud emborronando hojas en blanco que figuraban los muros de mi osada ignorancia. Sentados frente a frente, no demoré en reconocerme en su parca palabra, en el pudor que denotaban sus movimientos nerviosos, en las toses que le deparaban la violencia de nuestro encuentro.

Tampoco tardé en advertir que dos seres tan iguales y tan distintos, tan divergentes que nunca deberíamos hacernos cruzado, y no obstante convergentes, nos identificábamos sin dificultad. Ni yo renegaba de la prefiguración que era él, ni él de la necesidad que era yo. De la conversación resultó que admirábamos lo mismo: la hemorragia de cierto ocaso vertiéndose sobre los brezos de Hampstead en un relato de Chesterton; los estremecimientos del velamen henchido por el aliento de una descripción de Stevenson; los versos de Virgilio, simétricos y paralelos como las rayas del tigre; la panorámica feraz de una costa aborigen vista a través de la lente de Conrad; la claridad desvelando la onírica bruma de un ensayo de Thomas De Quincey.

Puede que el otro Borges aún no pudiera infligirse los vértigos de la memoria, ni hubiera tenido tiempo de releer aquellos libros con la pasión prolija de dos viejos amantes que no desmiente el conocimiento exhaustivo de sus cuerpos; pero él era yo tanto como todavía yo soy él. Acaso el desengaño de mí mismo haya mitigado su entusiasmo, o sus esperanzas se rebelen ante mi inminencia; pero no me avergonzaré de quien aún rehusaba la pluma y se limitaba a imaginar lo que otros habían soñado. Porque un Borges que no lea es más inconcebible que un Borges que no escriba, le confesé.

Y al abismo del llanto esgrimía él la blasfemia de que con gusto sacrificaría la luz de sus ojos con tal de lograr la validez de mis escritos, cuando despegué los párpados y en la neblina cotidiana me supe más perdido que nunca, solo. Había estado soñando y lo más pavoroso era que todo el tiempo había sabido que estaba soñando, como si fuera otro quien estaba soñándome. La consecuencia irrefutable es que en la espiral de los sueños concéntricos yo soy el imitador, la parodia de quien me sueña, como el joven que me visitó lo era de mí.

Quizá no cumplo el designio de transcribir este sueño sino para reivindicar mi realidad. Porque al discurrir del tiempo mis sueños se enzarzarán con mis vigilias y será imposible discriminar lo ficticio de lo real, y de algún modo será cierto que esta tarde un Borges octogenario ha recibido a un Borges adolescente.

Como si no fuéramos unos los sueños de otros.       

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