Soy Marvin Unger, hasta ahora un oscuro contable. Y si no hubiera conocido a Johnny no me importaría seguir siéndolo, pero ahora me es inconcebible un futuro de vuelta al pasado, abocado a añorar su fulgurante paso por mi vida. Ya nunca volveré a ser el de antes. Y además ese chico acaba de cumplir una condena de cinco años y se merece una oportunidad. Por eso le he financiado el golpe con todos los ahorros de una vida, un atraco a la tesorería del hipódromo. Es una manera de darle un sentido a esos cinco años que ha pasado planificándolo todo.
Lo mejor es que Johnny vive conmigo mientras pule las últimas piezas del puzle para que el día del atraco todas encajen. Ojalá esa fecha no llegara nunca y por siempre los dos nos quedáramos encantados en el hechizo del presente, él tramando un atraco que nunca perpetrará y yo disfrutando de su compañía.
Nunca me han gustado los caballos ni el juego; quién me iba a decir que me jugaría la vida en una apuesta como ésta. Lo haremos con otros tres tipos sin antecedentes, que trabajan en el hipódromo y necesitan el dinero como a un padre, y con dos profesionales que no entrarán en el reparto del par de millones, sino que cobrarán un fijo que ya les he adelantado, un tirador que derribe a Red Lightning, el caballo favorito, y un luchador que embarulle el bar con un altercado. La confusión atraerá a la policía y entretanto Johnny arramblará con la recaudación.
Para entonces ya habré cumplido con mi parte –solo logística- y oiré la noticia por la radio, temblando por Johnny, porque a mí el dinero no me importa mucho. Aunque no me haya atrevido a decirle nada, entonces ya habrá notado que lo que siento por él es algo más y algo menos que cariño paternal. Ojalá se diera cuenta de que esa chica no es la mujer adecuada; que ninguna chica en el mundo es la mujer adecuada para él.
¿Por qué se casaría Sherry conmigo, un tipo cuya cara nadie recordará aunque hayan venido a cobrar un premio grande a la ventanilla del hipódromo donde trabajo? ¿Para repetirme que es demasiada mujer para mí? ¿Y por qué me casé yo con ella, si desde que empezamos a salir la gente se daba codazos y se volvía a nuestro paso? ¿Quiero o no quiero que ella se vea con otros hombres? ¿Será que ella disfruta humillándome tanto como yo dejándome pisotear?
Ya veo que mi vida es un puro signo de interrogación, retorcido y contorsionado de dolor e ilusiones mutiladas; y hasta cuando firmo las facturas, tentado estoy de rubricar mi nombre, George Peatty (¿suena a pity, pena?), con una interrogación. Puede que ese juego que nos traemos ella y yo sea la única manera de roer el tiempo en este estudio interior con olor a perritos calientes y hamburguesas, lo único que comemos.
Pero la verdad es que antes de casarnos le prometí que viviríamos en Park Avenue y que cada semana cambiaría de auto y de abrigo. Y yo me lo creía: como ella dice, no tengo imaginación para mentir. Aunque tal vez le mintiera para engañarme mejor a mí mismo. Por eso he decidido participar en el golpe de Johnny, para demostrarle a Sherry que casi soy un hombre.
Hemos empezado con mal pie. Para presumir ante ella tuve que alardear del dinero que vamos a tener, me exprimió información y la otra noche la sorprendimos espiándonos en casa de Marvin, donde lo planificamos todo. Había infringido yo la consigna de silencio que Johnny nos había impuesto y me excusé con que ella me habría seguido sospechando que yo me veía con otra. Más bien lo dije para que se rieran de mí, un cornudo vocacional. Pero no pueden prescindir de mí; en el plan mi parte es muy pequeña, pero decisiva: abrirle a Johnny la puerta de la oficina mientras el luchador promueve el escándalo en el bar del hipódromo.
Yo soy Mike O’Reilly, el barman del hipódromo. El luchador hará que no le he servido bien, armará un escándalo y recibiré el primer puñetazo del revuelo. Por lo visto, a ese tipo no lo reducirán antes de diez minutos ni con menos de ocho agentes. En combinación con la muerte del caballo favorito, eso dispersará a la policía y Johnny accederá a las oficinas, subirá al vestuario y en mi taquilla encontrará un paquete oblongo de la floristería que guardará una metralleta. Como la tesorería está frente al vestuario, lo tendrá bien fácil.
Claro que antes habré recogido la metralleta de un trastero. Mañana tendremos nuestros movimientos medidos al segundo, se ajustarán al plan de Johnny como un retrato al modelo. Cada vez que lo repaso intento convencerme de que, como en una genial obra de teatro, cada una de nuestras acciones –estúpida por separado- conformarán en conjunto un argumento perfecto y cobrarán un sentido único y necesario, y que el éxito coronará nuestra actuación. Lo malo es que el telón que cae sobre nosotros parece fúnebre y no puedo imaginar a Johnny como un dramaturgo de éxito. Hay veces que me da por pensar que la culpa será mía por haber dejado en la taquilla flores de verdad, las de mi entierro.
Pero tengo que arriesgarme: la pobre Ruthie empeora y con mi sueldo no puedo pagarle el tratamiento que necesita. Cada día come peor y la pobre ya parece mi madre en lugar de mi esposa. Estos días, cuando le digo que vamos a tener mucho dinero, me sonríe triste creyendo que son los típicos ánimos con que se alienta a un enfermo, tibios y vanos como en la cama una bolsa de agua caliente después de una hora. Como un tratamiento que no surte efecto.
Mis motivos no parecen tan nobles como los de Mike, y para colmo soy un agente de la ley, pero también para mí ese dinero es como aire que respirar. Siempre me han gustado los lujos, vivir bien, pero hasta hace un par de semanas no he comprendido que vivir por encima de tus posibilidades es lo contrario de vivir bien. Porque de acuerdo, tus hijos van a los mejores colegios, tienes el mejor coche del vecindario y las chicas de los clubs te regalan sonrisas de cincuenta dólares la hora; pero cuando le debes treinta de los grandes a un mafioso como Loui y tu cuerpo es el único aval del préstamo, en lugar de llevar el único traje a medida del barrio, te parece ir desnudo por la calle.
La única solución es convertirte en otro poli corrupto. Ahora mismo tengo que arrancar e ignorar a esa mujer que me pide ayuda, porque he de cumplir al segundo el plan de Johnny y dentro de quince minutos justos he de estar en el hipódromo, al pie de la ventana de la tesorería. Por allí nunca pasa nadie y él me arrojará el petate con los millones, su máscara y la metralleta; después del atraco, ese material solo podría salir del hipódromo en mi coche patrulla. Luego llevaré el saco a un trastero donde Johnny irá a recogerlo y nos lo repartiremos con la misma ecuanimidad que el tiempo en el plan.
Nada puede salir mal a quienes, sincronizados en una misma cronología, dividen el tiempo con tanta eficacia. Será porque a partir de esta tarde, incluso de vuelta al tiempo de los hombres, nosotros seguiremos partícipes del mismo: compartiremos condena, muerte o gloria.
O eternidad, como personajes de una película inolvidable.
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