Allá donde vamos llevamos la muerte como si portáramos el bacilo de la desgracia. Sí, es cierto que a nuestro paso cunden las matanzas con la alevosía de una epidemia, y que una sucesión de cruces significa nuestro itinerario en los mapas de estas tierras; pero por cercano que sea nuestro trato con ella, no nos hemos amistado con la muerte: siempre hemos matado a sangre caliente. Que conste que a nosotros lo único que nos atrae es el dinero, que odiamos la tortura y a diferencia de los militares aborrecemos la horca (¿por qué será?) y el olor de la sangre. Eso sí, matar en defensa propia nos resulta tan fácil como sacrificar cerdos. Porque, como decía mi abuelo, en realidad no hay muerto bueno. Todos queremos sobrevivir; al menos hasta ahora.
Maestros de la impostura, el último atraco lo perpetramos disfrazados de militares, y cuando creíamos que nadie que no fuera el dueño del oro sufriría nuestro roce, descubrimos en el tejado a esos sucios caza recompensas que nos obligaron a convertir la calle en una sucursal del infierno. Perdimos a un par de nuevos, pero escapamos los de siempre: Tector, Gorch, Ángel, Pike –nuestro jefe- y yo.
Entre nosotros la palabra de Pike es ley. Con una mirada atajó las protestas de Gorch, que cuestionaba que Sykes, ese viejo chiflado, participara a partes iguales del botín por solo vigilar los caballos. Pike es un profesional y no tolera que nada personal contamine sus planes o tuerza la exactitud de nuestros golpes, y aunque a veces no lo parezca nos mantiene cohesionados con una solidaridad que ya quisiera para sí, en lugar de la disciplina, cualquier ejército del mundo. Siempre dice que lo que empezamos juntos, juntos lo acabaremos, y que bastantes enemigos tenemos ahí afuera como para disputar entre nosotros.
Ahí están, por ejemplo, los caza recompensas, esos buitres ávidos de nuestra carroña, con Thorton, nuestro ex colega, a la cabeza. La compañía del ferrocarril ofrece una fortuna por la cabeza de Pike; en cuarenta años nunca nadie ha podido atraparlo: las diligencias y el telégrafo han difundido su leyenda con las alas de la fama. Su éxito estriba en que no deja de aprender de los errores propios y ajenos y en la aplicación de una gélida racionalidad que, por ejemplo, le lleva a rematar a nuestros heridos, algo que siempre me costó entender.
Lo conocí en Abilene, en la timba de una serrería. Como estaba sin blanca, yo había hecho trampas, y aunque él era quien más había perdido, fue su revólver el que me salvó de aquellos matones. Me llevó a su hotel, no pareció sorprenderse de que le devolviera su parte y desde entonces somos inseparables.
En cierto sentido nuestra vida es ardua y también sufrimos nuestros desengaños –además de la emboscada, como nos esperaban, el botín del último atraco consistió en hierro en lugar de oro-; además, ya miramos de lejos nuestra juventud y a menudo el peligro se cierne sobre nosotros como un pájaro negro con las alas extendidas. Pero al aburrimiento no le vemos ni la espalda, nunca nos faltan las mujeres alegres ni las botellas –cada vez más tristes, eso sí-; y a mí la cercanía de Pike me colma la vida de gloria, la convierte en una fiesta pletórica de sorpresas y emociones.
Él ya está viejo, para qué negarlo, a veces la ciática lo atenaza como un escorpión y no puede ni montar. Resbala del estribo, cae al suelo y los demás nos quedamos congelados de asombro, como creyentes al borde de la abjuración, estatuas del desengaño y el desaliento, y yo no puedo ni tragar. Pero él no tarda en incorporarse, respira hondo, con esfuerzo logra incorporarse en la silla y, desafiando a la naturaleza, yergue sobre el caballo toda su prestancia y grandeza contra el sol, invicto en su derrota, avanzando solitario en la apoteosis de la tarde agonizante, hasta que los demás reaccionamos y lo seguimos, y yo suspiro de gratitud por el aplazamiento de la condena.
Puede que los tiempos muten –ya hay ametralladoras y autos que pensábamos funcionar a vapor-, pero cada vez que tras un descanso Pike grita “¡Vamos!”, nos nacen alas en la espalda, espoleamos a los caballos para desprendernos al galope del fardo de los años y a mí me hierve la sangre de entusiasmo y convicción de que venceremos al tiempo y a la muerte. Aunque nunca le he dicho una palabra, lo amo como el caballo a la llanura, y para mí cada nueva cabalgada que emprendemos representa los vaivenes abruptos del amor.
Como Thorton y sus zopilotes venían tras nuestra sombra, nos inmiscuimos en la Guerra Civil de México como campo de batalla que enmascarase nuestros desmanes. El pueblo de Ángel, uno de los nuestros, había sido arrasado por el general Mapache, del bando de Huerta, el enemigo de Villa. Ebrio de ira, Ángel mató a su antigua novia, que había traicionado a los suyos para convertirse en concubina de Mapache, con lo que demostró cuánta razón tiene Pike en prohibirnos albergar sentimientos personales durante el trabajo, pues nos costó lo nuestro rescatarlo de la venganza de Mapache. Lo logramos porque acordamos con el general asaltar para él un tren norteamericano cargado de armas a cambio de diez mil dólares en oro. Aunque, fiel a sí mismo, a Pike no le importó que las víctimas fueran compatriotas, lo convencí de que apartara para el desgraciado pueblo de Ángel una de las cajas de armamento; siempre saco lo mejor de él.
El golpe nos salió bien, y eso que tuvimos que solventar la emboscada que Thorton nos había tendido, oculto con los suyos en un vagón. A mí aquel día Ángel me salvó la vida. Huimos gracias a la voladura de un puente, pero ni aun así nos libramos de Thorton. A mí me preocupaba; es casi tan bueno como Pike, y más que al dinero deberá tal perseverancia a que se estará jugando la cárcel si no nos atrapa. Yo odio a ese traidor, y aunque Pike me rebate con que ahora Thorton ha empeñado su palabra con los del ferrocarril y tiene que cumplirla, lo que yo digo es que no se tiene que guardar fidelidad a quien no es fidedigno.
Pasaba igual con Mapache, que no nos fiábamos de él. De modo que le fuimos entregando las armas por partes, conforme nos pagaba. Pero en la última entrega, que hicimos Ángel y yo, tuve que dejar a mi amigo en sus garras, porque el general supo que le había entregado a sus paisanos parte de las armas. Debiéndole la vida, abandonarlo entre aquellas serpientes me costó casi tanto como si les hubiera dejado mis ojos y ya nunca pudiera volver a ver a Pike.
Pero definitivamente Pike estará cambiando o tal vez será un signo de debilidad, porque en cuanto lo supo, fue a ofrecerle a Mapache una fortuna por la vida de Ángel. A nuestro pobre amigo, aguijoneado como un toro por aquellos canallas, apenas le quedaba un hilo de vida, pero ni aun así aceptó Mapache la oferta. Y poco antes habíamos visto de lejos cómo Thorton estaba a punto de enlazar a Sykes, nuestro viejo loco, sin que tampoco pudiéramos impedirlo.
Así que estamos enfermos de impotencia, nos sentimos traumatizados por nuestra incapacidad. Quedamos cuatro. Somos cuatro contra mil quinientos. Y hemos decidido atacar al general Mapache. Pero antes hemos pernoctado en un lupanar, para olvidar la muerte de Ángel en los cuerpos de las mujeres y, ya que ella siempre se ha negado a presentarnos sus respetos, poder enfrentarnos a la propia. Igual que antes de morir otros se arrepienten de sus pecados, nosotros incurrimos en el nostálgico orgullo de reivindicar los nuestros.
Veo en sus ojos que también Pike está cansado y quiere acabar cuanto antes con nuestro ritual de sangre y muerte. La única verdad ha sido cabalgar tantas veces juntos hacia la puesta de sol. Salimos a la calle y a la luz exhausta del alba, como en un fin de fiesta, sube con apuros a su bayo y pronuncia el “vamos” más triste que nunca le hayamos oído.
Si él quisiera continuar, a mí no me importaría seguir vivo, pero tampoco me afecta morir, siempre que él y yo ardamos en la misma llama de pasión y metralla, siempre que caigamos en un solo alarido, uno en la sangre del otro, siempre que la misma ráfaga de destrucción desvanezca nuestras diferencias en una muerte y nos arrebate la misma granizada de fuego y condenación.
Él y yo seremos una sombra que asuste a quienes no crean en nuestra muerte. Como dice Pike, el infierno está en el miedo.
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