Supongo que hasta las leonas lucharán por sus crías, pero ninguna madre le habrá tendido a su hijo una escala como la mía para que alcance la cima del mundo. Desde el principio he sido el pañuelo y el sostén de Cody, su aliento y descanso, su alegría y calor. Le enseñé que su padre se había equivocado de vida porque lo más alto que nunca llegó fue a aquel andamio, y cuando hubo que ingresarlo en el manicomio nos dejó una caja de galletas llena de facturas y papeletas de empeño.
En vez de propiedades,
de su padre Cody solo heredó esas jaquecas que parecen trepanarle el cráneo y
que cuando niño llegué a creer que dramatizaba para buscar mi regazo. Como las
madres espartanas, yo le daba un caramelo cada vez que volvía con un ojo morado
o un diente roto de sus correrías por el Upperside. Le enseñé que es preferible
un fracaso estrepitoso, consumir la vida entera en una instantánea apoteosis de
sangre y fuego, a la pírrica victoria de sobrevivir con un trabajo honrado, el
aburrimiento pegándose a la piel de tu vida como una sanguijuela insaciable.
Gracias a eso, cuando a
los diecisiete Cody ingresó en aquella banda de traficantes de alcohol, pude
dejar de limpiar oficinas por las tardes; y después de que tiroteara al jefe
para ocupar su puesto, me ausenté sin avisar de la lavandería. A partir de
entonces me convertí en el cerebro de Cody y de los suyos, y pude poner en
práctica todas las fantasías que me habían consolado durante tantos años de
empleos serviles. Cody es obra mía gracias a lo moldeable que me resulta su
carácter. Ninguna madre nunca ha tenido la suerte de tener un hijo que que le
quiera tanto como Cody a mí. Me ama y me necesita como el aire que respira,
como los campos a la lluvia y el dinero a las cajas fuertes. Sacia sus apetitos
más gruesos con periódicas mujerzuelas y para lo demás me tiene a mí.
Y hablando de cajas
fuertes, también yo planifiqué nuestro último golpe: un trabajito en aquel tren
a su paso por el túnel de Alta Sierra. Entre varios de los nuestros que se habían
infiltrado como viajeros y el grupo de Cody desde fuera, detuvieron el tren.
Dinamitaron la cámara acorazada y se hicieron con trescientos mil dólares de
dinero federal, que venderemos por casi la mitad en el mercado negro de Europa.
Eso sí, hubo que liquidar a un revisor y a un maquinista, que al caer abrió la
espita y le quemó toda la cara a Zuckie –un rookie en el oficio- con un chorro
de vapor.
Huyeron con el botín a
una cabaña de lo alto de la sierra, muy cerca de la cima del mundo, donde yo esperaba
rezando por Cody en compañía de Verna, su última fulana, una perra que ha
reclutado de las esquinas. Por suerte, la bofia nos creía en Arizona. Pero como
a los pocos días en aquellas soledades, con la nieve, nos sepultaba el más
sordo tedio, el mal encarado de Ed empezaba a tramar cómo derrocar a Cody, Verna
gemía de frío como la mala perra que es, y a mi hijo empezaban a atenazarle las
jaquecas, lo convencí para que bajáramos a Los Ángeles. El campo no se ha hecho
para los gánsteres, que odian su onerosa lentitud y tienen a la ciudad en su
mente porque su mente es la ciudad: los vericuetos de las callejuelas son los
recovecos de sus instintos.
Tan necesario como
haber subido a aquellas cumbres ahora era descenderlas. Todo lo que pienso es
por el bien de Cody; cuando estoy a su lado respiro más despacio para dejarle
oxígeno de sobra –que le nutra el cerebro- como de pequeño me quedaba sin cenar
para que se alimentara bien. Así que desoímos las súplicas de Zuckie por un
imposible, fútil, médico y lo abandonamos en la cabaña vendado como una momia;
pero antes de subir al coche Cody le ordenó a Cotton que pusiera fin a la
agonía de su mejor amigo. Oímos los disparos desde fuera. Ignoro qué pistas
pudimos dejar atrás, pues yo misma me había ocupado de limpiar la casa y no nos
preocupamos de enterrar a Zuckie porque no estaba fichado, pero lo cierto es
que en seguida nos asociaron con el asalto al tren y lo peor es que aún no lo
sabíamos. Cada vez la policía dispone de más adelantos técnicos y nosotros seguimos
anclados en lo antiguo.
Por seguridad la banda
se separó, y Cody, Verna y yo, con un tercio de millón en el bolsillo, nos
alojamos en los humildes moteles Bilbanks. Al día siguiente madrugué, y como no
sé me ocurrió nada mejor que hacer por Cody, cogí el coche y me fui al mercado
a comprarle fresas, su postre favorito. En el camino de vuelta me siguieron.
Alguien me había identificado y me echó encima a los perros de la policía. Yo
misma hice de rastreadora para esas alimañas, porque aunque pensé haberlos
despistado, mientras los tres hacíamos el equipaje, nos sorprendieron y Cody
nos abrió paso a tiros.
Pisó fuerte el
acelerador y logramos camuflarnos en un autocine, pero la situación era
desesperada. Los aullidos de las sirenas no dejaban a nadie oír la película, y
lo peor es que era una de cine negro; cuando ejecutaban al culpable en la silla
eléctrica me dio un escalofrío de espanto. Cortarían todas las carreteras y no
podríamos escapar. Pero Cody tenía una bala en la recámara: ese chico a salido
a mí. Para caso de emergencia se había buscado quien lo delatase como miembro
de la banda que robó –sin víctimas- en el hotel Palace, en Springfield, a la
misma hora del asalto al tren. De modo que si se entregaba y se confesaba culpable
de aquella minucia, evitaría la cámara de gas. En cuanto a Verna y yo,
juraríamos no haberlo visto en largos meses.
Todo ha salido bien:
apenas le han caído entre uno y tres años de condena. Lástima que el plan
tuviera el defecto de dejar libre a esa perra rabiosa de Verna, que a cada
momento quiere morderme, y al rufián de Ed. Ya se acuestan juntos; anoche me
despertaron los gemidos de esa perra en celo. A mí eso no me importa; lo grave
es que desde el primer día Ed se ha negado a obedecerme. Y aunque no me ha
negado la parte de Cody en el último golpe, el sesgo con que me mira, la forma
en que se muerde el labio inferior y cómo se le tensa la piel de los pómulos,
denotan que trama algo. Y si se atreve a acostarse con Verna, es porque espera
que Cody no salga vivo de la cárcel. Lo mejor que puedo hacer por mi hijo es
cargarme a ese traidor; será peligroso, pero no se esperará que una anciana
lleve una automática en el bolso. No temo por mí, sino por Cody: ¿quién cuidará
de él si a mí me pasa algo?
Y además, ahora que
está tan cerca de lograrlo, me gustaría vivir para ver el día que alcance la
cima del mundo.
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