A veces me temo que la
Seguridad del Estado haya errado conmigo. Como después de mi paso por la Gran
Manzana mi inglés es perfecto –por desgracia pluscuamperfecto: ya han pasado
cinco años y nunca volveré-, me encomendaron acompañar, esto es, vigilar, a los
invitados norteamericanos, con la esperanza de que mi cháchara sobre su país
disfrazase mi cometido. Y digo que tal vez se hayan equivocado porque, aunque
intento que mi simpatía por su lugar de origen no me haga olvidar mis
obligaciones y ya he detectado a dos espías, al tratarlos me embarga una
nostalgia que inevitablemente embotará mis facultades y alguno se me habrá
escurrido como una anguila.
Aterrizados de Nueva
York, la Ciudad Infinita, esos hombres parecen recién salidos de entre los
brazos de una joven muy sofisticada, y, agradecidos a su destino, traen en sus
gestos tanta benevolencia, los nimba tal aire de tolerante cosmopolitismo,
mantienen una actitud tan civilizada, que su roce me hace añorar la capital del
mundo como a una madre distante. Sí, el imposible resplandor de la antorcha de
la Estatua que auspicia la ciudad aún parece brillar en sus semblantes.
El vodka es el único
medio de mitigar tales recuerdos, y aunque Herr Gerhard, mi jefe, ya me ha
amonestado un par de veces, anoche, después de acompañar al profesor Armstrong
al Capitol, el mejor hotel de Berlín Este, no pude sino acordarme en su bar a la
cálida luz de mis remembranzas. Igual que sobre otros los aromas ejercen sus
encantos evocadores, a mí son determinadas expresiones del inglés neoyorquino
las que me retrotraen, en una especie de añoranza léxica, a la mejor época de
mi vida; y el joven profesor se prodigó en varias.
También me ayudan a
recordar Nueva York el poco cine
americano que logra filtrarse por las fisuras de la censura, de género negro
porque, como dicen, evidencia las contradicciones del capitalismo. A veces me
miro al espejo y no puedo dejar de hacer las muecas de E. G. Robinson o de
fumar con el cínico desdén de Bogart (¡ya me ha vuelto a fallar este maldito
mechero y a nadie puedo pedirle fuego aquí en el campo!).
Que me devuelvan a
América y verán cómo allí Gromek deja el alcohol. Solo bebía un par de cervezas
en el béisbol. Viví en la calle 88, justo en la esquina 8ª, y allí abajo, en el
almacén de aquel judío, me compré de segunda mano este abrigo de cuero negro
que aquí admira a todo el mundo, y por desgracia es lo único que queda del
antiguo Gromek. Sí, aquella fue la mejor época de mi vida. Aprovechando que mi
tío abuelo emigró a América cuando los blancos perdieron la guerra, la Stasi me
reclutó, adiestró y me hizo escenificar que como una culebra me infiltraba por
una grieta del Muro hasta Berlín Occidental. Por suerte el vigía recordó
apuntar demasiado alto.
De allí volé al único país del otro lado del Telón de Acero donde tenía familiares, que avalaron mi entrada con el candor de los incautos. Reconozco que mis tíos y primos me acogieron con plena confianza, salvo mi tía Alexandra, que me miraba de través mascullando sobre lo mucho que me parezco a mi padre, un bolchevique al que odiaba esa rama de la familia.
Recién llegado conocí a
Linda en la cola de un supermercado. En toda mi juventud bolchevique nunca
había visto tal sobreabundancia de carne, y no me refiero a la charcutería del
local. A la semana se vino a vivir a mi apartamento. Hice correr la especie de
que me habían dado un préstamo y compré un taxi (un Mercedes que aún conduzco
en sueños) con el que merodeaba en torno al edificio de Naciones Unidas. El
taxi me servía de fachada y de medio de cumplir mi misión. A veces lograba
recoger a diplomáticos de la ONU y a algunos los convencía para llevarlos a
pasar un buen rato a ciertos áticos donde los fotografiaba en acrobáticas
posturas. Luego les ofrecía los negativos a cambio de determinados documentos
oficiales. Pero no prosperaba el negocio. Y no aludo al taxi –si seré honrado
que con las carreras le devolví el dinero a la Stasi y solo me embolsé las
comisiones de la madame-, sino a que las víctimas se limitaban a zurrarme o
pedirme que no tardara en remitir las fotos a las consortes a ver si así por
fin les concedían el divorcio.
Por eso me llamaron de
vuelta. Ni siquiera intenté persuadir a Linda de que se viniera conmigo. Habría
sido una pena ver cómo adelgazaba y palidecía por aquí, recomida por el frío y
el hambre, una chica tan rozagante como ella. ¿Cómo iba nadie en sus cabales a
cambiar los EEUU por la RDA, las hamburguesas por la sopa, los moteles por
las celdas, el Playboy por el Pravda? Era maravilloso conducir por aquellas
calles palpitantes de vida, oír la música de las rosas en los puestos de flores, asistir al
primer latido de los neones en el crepúsculo de Broadway. A este lado del Muro
hasta el frío es más afilado y el viento tiene dedos de inquisidor. Ahora, sin
ir más lejos, no deja de soplar a campo abierto, y por culpa de este maldito
mechero no puedo ni encenderme un mísero cigarrillo mientras espero a que ese
profesor Armstrong salga de esa casucha.
También lo espera ese
taxista al que debería pedirle fuego. En cuanto el profesor salga voy a
llevármelo a comisaría y a avisar de que vengan a detener a todos los de esta
granja. Forman parte de esa organización de espías cuya contraseña (una letra
griega) con el pie ha trazado Armstrong en la tierra del umbral para darse a
conocer. Con objeto de que se delatara, hice que me despistaba, pero gracias a
la moto en toda la mañana, y a pesar de la resaca, no le he perdido el rastro.
Todo en el profesor
parecía limpio, un presuntuoso joven prodigio de la Física que incomprendido en
América se pasa a nuestras filas, más allá de la política, con tal de llevar a
cabo su experimento; todo parecía normal a excepción de esa novia suya, rubia y
melancólica, de la que decía no haber podido deshacerse. Una chica de aire
tímido que también trae ese aura de sofisticación de la Gran Manzana.
Preferible sería para ambos caer delante de un batallón de fusilamiento, antes que reproducir, en el interior de las mazmorras de sus cadenas
perpetuas, nuestras vidas al aire libre, nuestras existencias tristes, grises
como los jirones de un cartel de Stalin despellejándose de la piel de la
tristeza colectiva.
Tengo que concentrarme
en mi trabajo; el profesor ya está de vuelta. No voy a confiarme ni a dejar que
la nostalgia me entorpezca.
No puedo permitirme
fallar tanto como este maldito mechero.
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