Mímesis del vacío, humo
en el aire, mi camaleónica retórica camufla la vacuidad de mi pensamiento y la
plenitud de mis intereses. Por algo soy un político, el inveterado senador de
mi Estado, de vano discurso y cuenta corriente abarrotada. Gratis son mis
promesas; los favores los cobros caros. Si la naturaleza y el mundo son
egoístas, ¿por qué voy yo a trabajar por los demás? ¿Algún pájaro le hace a
otro el nido? ¿Qué león guarda a su hermano un bocado de su presa?
Así que en estos
tiempos de crisis, ¿qué me impide aprovechar la bajada de los precios de los
terrenos y ayudar a mi aliado, el magnate Jim Taylor, a comprar con testaferros
las fincas de de Villet Creek? He logrado incluir en los próximos presupuestos
una partida estatal para adquirir estos terrenos a precio de oro. Nadie
sospechará de la ejecución de una obra en beneficio de la comunidad. Es
curioso, parece que ciertos gobernantes tenemos la debilidad de construir
pantanos que en el futuro puedan lavar la infamia de nuestros nombres. Conociendo
las grietas de la ley y disponiendo de la información precisa, sin árbitro,
¿cómo íbamos Jim y yo a dejar de jugar al tenis sin red y atrapar con ésta a
los incautos?
Y cuando todo estaba
dispuesto para que se efectuara la operación y había movido a placer a mis
marionetas del Senado, tuvo que morir el otro senador del Estado, Sam Foley. Y
ese monigote de Gobernador que Jim Taylor había puesto por una vez se rebeló y,
ante las presiones populares, se negó a sustituir a Sam con uno de nuestra
camarilla. El público quería nada menos que a Hill, ese maldito radical. Como
candidato de consenso, el Gobernador propuso a un joven palurdo, Jefferson
Smith, cuyo mayor mérito era ser jefe de guardabosques y acudir al rescate del
primer perro que cualquier rapaz perdiera. Tenue y tímido, me pareció el típico
ingenuo fácil de deslumbrar con los espejismos de la ilusión y de ensordecer con
el eco de las palabras rimbombantes, y convencí a Jim de que lo aceptase.
Me conformaba con un senador
que siguiese los dictados de su colega más veterano –yo-, y el único dictamen
de tan honorable estadista era que, ahora que todo estaba dispuesto, para nada
se mencionase el topónimo de Villet Creek en al Senado, evitar que bajo la
bóveda del recinto resonase el tabú de tal enclave. Parecía algo fácil para un
malabarista de las palabras como yo, un ilusionista que en la copa de la
chistera siempre guarda las palomas de la confianza de los votantes, un
equilibrista de las ideas con facultades de prestidigitador –puedo escamotear
la realidad- y de hipnotizador –capaz de convencer a la gente de lo que tiene
que hacer-, un genial depositario de la ilusión colectiva que como un novelista
por entregas juega con las esperanzas de la gente, las defrauda con su
demagogia y las adultera con sus embelecos… Me pierdo hablando de mí mismo.
¿Cómo iba, en definitiva, ese imberbe de Jefferson Smith a descifrar mis negros
propósitos que como piojos escondo entre las canas de mi respetabilidad?
A fin de cuentas soy un
artista que con su arte hace su fortuna. Y con fortuna no me refiero a mi magro
sueldo. ¿Cómo esperan que me conforme con eso? Ni siquiera voy a contentarme
con lo de Villet Creek, que solo será el escalón de mármol que me suba al
pórtico de columnas de la Casa Blanca. Cuando se aprueben los presupuestos (y
hasta hace diez minutos nada parecía impedirlo), Jim me hará en todos sus
periódicos y emisoras tal campaña que en la convención del partido me aclamarán
como candidato.
Y en esto Jefferson
Smith llegó a Washington, trayéndonos el voto y la confianza de sus paisanos,
un mirlo blanco que parecía fácil de amaestrar, de hacerle cantar lo que me
interesara, un patán al que no podría dejarse solo entre el tráfago de la
capital. Y escabulléndose de la comitiva eso fue lo primero que hizo al salir
de la estación, perderse por Washington. Cinco horas mantuvo en vilo a mi
oficina entera buscándolo, y cuando estábamos a punto de recurrir a la policía,
el joven se dignó a asomar por su despacho, aturdido por la emoción de haber
visitado el Capitolio, el Lincolm Memorial y la casa de George Washington.
No es más que un
idealista que recita de memoria, los ojos húmedos, los discursos de los Padres
Fundacionales y lleva las barras y estrellas tatuadas en el alma. En su primera
rueda de prensa hizo el ridículo, creyendo que solo estaba entre los bebedores
del drugstore de su pueblo. Declaró que su máxima aspiración política consistía
en fundar un campamento infantil y se dejó fotografiar como un payaso, haciendo
literalmente el indio o enseñando cómo se enciende un fuego con un palito y una
piedra. El muy estúpido consideró todo aquello “off the record”; en política no
hay nada tan imperdonable como la inocencia.
Para que no se
repitiera encargué a Mrs. Saunders, mi secretaria, que le hiciera de niñera. He
tenido que subirle el sueldo porque no le han bastado mis promesas de buscarle
un puesto en el futuro. No es mujer de esperanzas. Ella me conoce y sabe lo que
vale mi palabra.
Todo mi interés
estribaba en mantenerlo lejos de la política, es decir, de las palabras “Villet
Creek”. Mrs. Saunders incluso se ocupó de llevarlo a su primera sesión en el
Senado. Estaba pálido y tembloroso; ciego de emoción, no soltaba el maletín de
la responsabilidad, y hasta el ujier se rio de él. Lo conduje ante el Presidente
para que jurase el cargo, y cuando cierto senador protestó de que con aquella
rueda de prensa había deshonrado el cargo, a punto estuvo de desmayarse.
Después de la sesión,
Jefferson fue al bar para vengarse de los periodistas, pero volvió a salir
escaldado. Estos le habían dicho la verdad: que su puesto es ornamental (como
las estatuas del hemiciclo) y que su única función es votar a ciegas lo que yo
le mande. Así que me vino a casa pidiéndome conocer todas las leyes antes de
votarlas. Lo conformé dándole la genial idea de que cumpliera su sueño
presentando como proyecto de ley aquel campamento infantil. Los ojos se le
abrieron de atónita revelación; aquello parecía una de mis típicas ocurrencias
que luego, a través de los años y las fiestas, sería celebrada con brindis y
carcajadas. Me rogó que lo dispensara de la cena y corrió a la oficina a
redactar su proyecto; al menos se mantendría ocupado.
Hasta que en la sesión
de esta mañana le ha llegado el momento de tartamudear su proyecto ante la
Cámara. Y la sala ha vibrado, los pilares cedieron, el cielorraso se ha
desplomado sobre mi cabeza y mi hombre de paja me ha incendiado la vida al
pronunciar el enclave donde pretende emplazar el campamento:
Villet Creek.
No hay comentarios:
Publicar un comentario