Es lo que siempre he
dicho, que aunque Tom Dunson y Mathew Grath no tengan el mismo apellido la
corriente roja del mismo río parece impulsar la sangre por sus venas, son como
padre e hijo y se guardan el cariño y las discrepancias del caso. Conocimos a
Mathew en 1851, cuando Tom y yo nos empleamos como guías de una caravana que
desde St. Louis se dirigía a California. Al paso por Texas los abandonamos, ya
que nuestro plan era fundar un rancho al sur del Estado. Como un creador que
por su arte sacrifica su vida personal, él no permitió que nos acompañara Anne,
la mujer de su vida, para que no lo entretuviera de su idea fija, de su
destino.
Al poco de dejarla, los
comanches devastaron la caravana y se nos unió Mathew, el único superviviente,
el hijo-sin-madre, que tiraba de la primera vaca de lo que sería nuestro rebaño
y a sus nueve años fue acogido por Tom, el hombre-sin-mujer, como si lo hubiera
engendrado de su improbable esposa. Y en ese caso, yo, Nadine Groot, el
hombre-sin-dientes, como hermano espiritual de Tom, sería el tío de Mathew.
Y al fin, tras un largo
camino, más allá de Pecos y ya cerca del Río Grande, llegamos a la Tierra
Prometida. Del verdor de los pastos, de la suavidad femenina de las lomas –que
implicaba su fertilidad-, de aquel horizonte hondo y ancho de futuro, se
desprendía una promesa de felicidad, la incitación a tomar posesión de aquella
tierra, como habría hecho el primer conquistador europeo que se la usurpó a los
indios. Así que, con la insolente avidez del colono, Tom nombró suya aquella
tierra, y hasta la luz del sol que la alumbraba y el aire que alentaba entre
los arbustos pasaron a pertenecerle. Sus únicos derechos sobre la comarca eran
su amor (a primera vista) por ella y el trabajo que estaba dispuesto a
consagrarle; su único título para conservarla, la puntería de su revólver.
Y como un artista su
talento defendió su propiedad de todos cuantos llegaron a arrebatársela, que
con su sangre abonaron los pastizales. Y así cada año fueron creciendo en la
colina el número de toscas cruces de quienes, viniendo a reclamar la tierra,
solo obtuvieron de Tom una bala exacta y una oración de la Biblia; fue girando
la rueda de las labores cotidianas y de las estaciones; proliferó la marca de
nuestro rancho en los cuartos traseros de las reses, hasta que un día el
capataz trajo el rumor de que nos habíamos independizado del Norte, Mathew fue
reclutado, y para cuando el general Lee firmó la rendición nos encontramos con
diez mil cabezas de ganado. Las cuales, entre todas, no valían para pagar ni la
cena de todos los operarios del rancho en uno de esos restaurantes de
Washington.
Después de la guerra el
fantasma del hambre recorría el Sur, la crisis había esquilmado nuestros mercados y por
la región el dinero en curso escaseaba más que la esperanza. De manera que
nuestra única oportunidad residía en conducir semejante manada hasta Misuri, donde valorarían el ganado en su precio, a
través de mil doscientas millas jalonadas de desertores, comanches y cuatreros.
Sí, el patriarca Thomas Dunson conduciría por el desierto a su pueblo hacia
otra Tierra Prometida. En todo se parecía a Moisés salvo en aquel miedo que le
temblaba al fondo de las pupilas.
Tom temía perder su
ganado como un escritor teme a la ceguera o un pianista la amputación de una
mano. En nuestras tierras el miedo prosperaba como los topos. Las vacas daban
miedo en lugar de leche; el miedo picaba el vino; crecía con la cizaña el miedo
en los trigales, y hasta el café olía a miedo. El problema de Tom era que ahora
no podía disparar a su nuevo enemigo como había hecho con tantos otros desde
que llegamos, hace catorce años, y su oponente no era de carne y hueso: al
ánima errante de la pobreza no se le puede disparar entre los ojos.
En aquella tesitura la
única buena nueva fue el regreso de Mathew de la guerra. Venía mejor entrenado
y más rápido que nunca con el revólver; pero además traía un aura especial, y
no me refiero a que casi ostentara entre los hombres la autoridad de Tom –desde
luego que aún no su trágica grandeza-, sino a una nobleza en su expresión,
cierta generosidad de sentimientos que ahora se destilaban de la pureza de su
mirada, de la manera paciente y serena que tenía de escucharte. Hasta en su
figura la viril brusquedad del padre parecía matizada de delicadeza.
En cuanto a mí, menos
con los dientes, los años han sido compasivos y convencí a Tom de que me
trajera de cocinero, ya que desde que hace veinte años me libró de aquellos
forajidos su suerte es la mía, y ahora mi vejez depende del éxito de muestra
expedición. Cuando cobre, lo primero que haré será pagarle a Kwo para recuperar
la dentadura postiza que le dejé en prenda por culpa de aquel farol. La culpa
fue mía por apostar contra un indio; con su aire inescrutable nadie mejor que
ellos pone cara de póker.
Hace tres semanas que
salimos y a estas alturas, sin dentadura, ya he tragado arena para desecar el
río rojo. A cada milla vamos soltando el ánimo como si fuera un lastre; el
viento deshace las ilusiones de los hombres; la lluvia disuelve sus esperanzas;
y, en vez de acercarnos a nuestra meta, cada paso, mostrándonos la dureza de lo
que nos queda, parece alejarnos de la meta. Cada vez son más quienes se
arrepienten de haber jurado no abandonar como si hubieran firmado un pacto con
el demonio. Las jornadas de dieciocho horas, la monótona dieta, esta parodia de
café y la ausencia de mujeres mellan la voluntad de cualquiera.
Ahora corre entre los
hombres, como una de esas postales francesas, el rumor de que el ferrocarril
llega hasta Abilene y allí podríamos realizar la transacción. Pero Tom no
quiere ni oír hablar de eso, tensa la mandíbula y en el ceño fanático se le
prende la idea fija de llegar hasta Misuri. Incluso Matt empieza a disentir de
su obcecación; y, cuando su padre espiritual prescribe dejar atrás un arroyo y
prolongar la marcha más allá del crepúsculo, de mala gana transmite sus
órdenes.
Como un escritor se
niega a levantarse de la silla, para Tom ningún camino es lo bastante largo, la
luz del día nunca está exhausta, ni agotamos suficientes millas como para
acercarnos a Misuri. Si por él fuera nos azotaría para espolearnos como a
caballos. Ya hasta el ganado está nervioso –cualquier día saldrá en estampida-,
los hombres siguen hoscos y tensos, y entre tantas dudas solo el tirano guarda
una fe que, me temo, como la divisa del rancho, está dispuesto a grabar al rojo
en la piel del primer escéptico. Estoy seguro de que matará a quien deserte,
mandará enterrarlo y rezará una oración por él. Pero no a mayor gloria del
difunto, sino de su rancho, de su destino.
Y sin embargo, para
Matt y para mí, en el mundo hay algo más que el ganado.
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