En todos los tiempos mi
látigo de plata marcará el paso, mi capricho será el orden y mis deseos el
único decreto posible. Amigo del ruido y del escándalo, hermano de las armas,
mi amor platónico es la violencia y el miedo mi aliado. Áridas y agrestes,
estas tierras por siempre demostrarán ser holladas por mis botas, relucientes
las espuelas entre los matojos. Al sur del Picketwine ya todo el mundo ha
perdido la esperanza como la última oveja del rebaño: me pasa como al Mal, que
nunca moriré.
Quienes me llaman
ladrón y asesino no se equivocan; quizá sería más exacto llamarme Liberty
Valance, el tipo más duro a ambos lados del río, aquél que, como dice el
nombre, hace de su libertad ley, de su voluntad necesidad.
Y por siempre ostentaré
el imperio de mi arbitrio atropellando a quienes me salgan al paso,
desmenuzando las ideas como hojas secas (si yo no pienso, ¿por qué van a hacerlo
los demás?), enterrando al pueblo bajo las cenizas de sus ilusiones y el polvo
de sus aspiraciones. No tiranizo a los demás por dinero, solo por un placer que
ya me es indispensable. No hay nada como salir a la calle y que los hombres
palidezcan, los perros huyan con el rabo entre las piernas y hasta los
cristales irradien raudos reflejos temiendo reventar en una pura granizada. No
hay perfume tan embriagador como el miedo de la gente, música tan melodiosa
como el chasquido de mi látigo y el primer grito –de incrédulo dolor- de
cualquier víctima. En esos momentos me siento feliz como un niño que ha roto su
primer juguete.
El último que osó
desafiarme fue un leguleyo, un alfeñique pálido y enjuto que viajaba en la
diligencia de Overland. Se le ocurrió resistirse cuando le atacamos. Ese
pazguato traía un reloj que sería de su padre, catorce dólares con cincuenta y
un baúl atiborrado de libros de leyes. ¡Y le di la mejor lección de Derecho de
su vida! Verle los libros ya me enfureció. Odio cualquier clase de letra
impresa, ya sea en periódicos, libros o papeletas de voto. Y no se le ocurrió
sino defender a una vieja que se dijo viuda para conservar un broche de oro
como presunto recuerdo de su marido. Me abandoné a los inefables placeres de la
ira y le arranqué las páginas de los libros y la piel a tiras. Con mi látigo le
grabé en el pellejo la ley del Oeste. En estas tierras las letras de esos
Códigos están escritas en el barro de la ciénagas, en los charcos cuyo reflejo
borra el viento. Pero no lo rematé por culpa de mis compinches.
Pasé la noche
deleitándome con la epidemia de miedo que prosperaría por los salones y la
plaza; el sheriff de Shinbone es ese cretino de Link, un tonel de grasa al que
es bien fácil hacer rodar: se asusta con un portazo. Disfruto pensando que
mientras bebo una taza de café los demás tragan de miedo, a cada calada de mi
cigarro dejan de respirar, si estornudo se ocultan bajo la mesa. Y sin embargo
al día siguiente supe que esos gallinas se atrevieron a cacarear. Tal vez
alentados por Peabody, ese periodista que se cree la conciencia de la comunidad
cuando solo es un cotilla borrachín, o por Tom Doniphon, el único hombre con un
cascarón tan duro como el mío en todo Overland, se atrevieron a echar pestes de
mi asalto a la diligencia.
Así que al sábado
siguiente me dirigí al pueblo para cercenar aquellas críticas como los
hierbajos de una tumba. No puedo permitir ni que protesten. A mí los que me
convienen son los indiferentes, aquellos que no se preocupan de las desgracias
ajenas mientras no les afecten a ellos, los estúpidos que prefieren la
tranquilidad de creer que en sus casas todo seguirá igual, los que ignoran que
el granero del vecino arderá antes que el suyo, que su sobrina será forzada
antes que su hija.
Tal y como esperaba, en
el pueblo nadie me afeó la conducta a la cara. Era la hora de la cena y parecía
antecederme una invisible vanguardia de sicarios que me apartaran a la gente de
en medio, tan instantáneamente desaparecía el mundo entero de mi vista. Entré
en el restaurante y cundió el silencio del miedo. El sheriff se escabulló por
la puerta de la cocina y un vaso explotó en el suelo. Inhalé con placer el aire
ensanchado de tantas respiraciones contenidas. Desocupé a empellones mi mesa
favorita, y cuando mis dos adláteres y yo nos disponíamos a engullir los platos
que los otros nos habían dejado recién servidos, vimos que, delantal en ristre,
se había empleado de camarero el picapleitos de la diligencia. Casi nos
atragantamos de la risa. Al pasar a mi lado lo zancadilleé y, bandeja al vuelo,
tan larguirucho como es se tendió en el suelo.
Lo malo es que el
filete que llevaba era de Tom Doniphon, ese bravucón que me aguanta la mirada.
Se levantó y desde la altura de su furor, el homicidio chispeándole en los
ojos, me exigió que se lo recogiera. Uno de los míos se inclinó a hacerlo por
mí y de una patada le pulverizó el mentón. Me tensé, la mano presta a
desenfundar, crispado como ante la inminencia del orgasmo, cuando ese miedica
de leguleyo demostró aborrecer el olor a pólvora al punto de arrastrarse como
un perro a recoger el filete. Se humilló con la excusa de que no quería más
violencia, lo que dicen todos los cobardes. Así quedó la cosa. Me fui, seguro
de que había encontrado en Doniphon un muro tras el que todas aquellas ratas
correrían a esconderse. Ya regresaría a darles su merecido. A la salida
desenfundé y me desahogué desencadenando por las ventanas una tormenta de
cristales rotos.
Eso fue hace varias
semanas. Ahora la peste de la política también se está propagando por estas
tierras. Prefiero las balas a los votos, y de buena gana llenaría esas malditas
urnas con las cenizas de los politicastros y de los destripaterrones que les
votan. Pero como un camaleón, si quiero seguir cazando moscas, tendré que mimetizar
mi tiranía con los colores arcoíris de la libertad (de algo me servirá lo de
“Liberty”) y hasta habré de admitir que en las papeletas figure mi nombre por
escrito si quiero salir como delegado.
Y eso porque mis amigos
los rancheros me han contratado para impedir que los granjeros cerquen las
tierras y el ganado deje de pastar donde quiera. Con un puñado de pistoleros
lograré que el campo siga siendo abierto. ¿Acaso no quieren libertad? Si no
intimido a los agricultores, ganarán las elecciones: son mayoría. La democracia
es injusta porque consagra el triunfo del número, y en ese caso la Tierra
estaría en poder de las moscas o las hormigas. Ya hemos dado buena cuenta de
ese entrometido de Hollyday y de su hijo, y a punto hemos estado de alcanzar al
mismísimo Doniphon. El día de las elecciones irrumpiré en el pueblo y mi látigo
los obligará a elegirme. Es lo justo, ya que hasta ahora me he destacado como
el más prominente ciudadano de los contornos, por algún u otro motivo mi nombre
nunca ha dejado de sonar en un eco infinito, y bajo el miedo de todos repta una
secreta admiración hacia mí.
Soy el delegado que merecen.
No hay adorno que tape la maldad, ella misma no lo quiere.
ResponderEliminarAsí es, la exhibición y demostración del salvajismo hace que el miedo que inspira sea contagioso. Saludos.
ResponderEliminar