El psiquiatra le dijo a
mi padre que para respirar solo me dejara salir de madrugada porque podría
hacerle daño a alguien. Sin embargo, por aquí ocurre justo lo contrario, que
los cuerdos son los realmente peligrosos, mientras que yo, caminando solitario
por las calles soñolientas de Maycomb, la plaza en silencio y el mundo en paz,
me siento el guardián del pueblo y el ángel de la guarda de los niños, el vigía
de la noche que a través de las sombras en calma se cuida de que ventana alguna
albergue a ningún asesino o enfermedad y de que todos los vecinos duerman
tranquilos.
Lo que más me gusta es
asomarme a la ventana de Scout y Jem, los hijos de Atticus Finch, nuestro
vecino el abogado, y ver que duermen felices, sonriendo en sueños porque acaso
estén viendo caminar por un jardín lunar a su madre, que murió a los seis años
de Jem y a los dos de Scout, la niña que quiere parecer un niño y ahora tiene
la edad de su hermano cuando aquello ocurrió.
Sí, todos se
sorprenderían mucho si supieran que un loco les auspicia los sueños paseándose
entre sus fantasías oníricas, feliz de que descansen bien. De día solo puedo
atisbar a los vecinos desde mi ventana, como en un cine, asistiendo a sus
lentas, resignadas evoluciones a través de esta maldita recesión que arrastran
desde el 29 como un cadáver muy pesado, las caras mustias y los hombros caídos,
avanzando contra el viento del invierno o la gravidez del verano. Y pese a todo
amo de lejos a todos esos que me creen un fantasma, desviviéndome por su suerte
–al otro lado del vidrio- como por los personajes muy queridos de una novela. Y
ahora caigo en que no les gustaría sentirse compadecidos por mí.
Ojalá pudiera hacer
algo por ellos, pero apenas puedo gobernarme a mí mismo desde el día que con
aquel dolor de cabeza paré de hacer recortables para confundir la pantorrilla
de papá con una peluda alimaña y clavarle las tijeras. Aunque pretendían
mandarme al manicomio, mi padre gritó que ningún Radley acabaría allí, me
rescató del sótano del Juzgado y me trajo de vuelta a casa.
A todos los vecinos les
tengo cariño –incluso a Miss Madie, que solo piensa en sus flores, o a Miss
Dubose, siempre refunfuñando desde su mecedora-, los aprecio no a pesar sino a
causa de sus defectos; pero con diferencia mis favoritos son los hijos de
Atticus. Lo que más me gustaría en el mundo sería jugar con ellos (el
psiquiatra debe tener razón en afirmar que mi mentalidad es la de un niño de
cinco años), pero es imposible porque mido un metro más y soy quince años mayor
que Jem. Así que me tengo que conformar con mirarlos y verlos encaramarse a los
árboles, hacer rodar los neumáticos o balancearse en el columpio. Mi música
favorita es el eco de sus risas; el mejor espectáculo, sus carreras al
escondite.
El pasado verano se
juntaban con Dill, el sobrino de una vecina que vino a pasar las vacaciones con
su tía porque sus padres se estaban divorciando. Varias veces se retaron a
cruzar mi jardín y cuando alcanzaban el umbral salían disparados como si
hubiesen llamado a la puerta del Infierno. Lo más triste es que como hace
tiempo que no me ven, mitificando mis deficiencias, la gente ha adulterado la
leyenda sobre mí y dicen que me alimento de gatos, que babeo entre mis
colmillos de fiera, y que con los ojos saltones y el horror en la cara parezco
un monstruo. Quien pasa junto a casa después de oscurecer aprieta el paso, y he
oído a los padres emplear mi figura como amenaza si sus hijos no se
comportaban.
Y así me he convertido
en la vasija que llenan con sus temores, en el receptáculo del miedo colectivo,
cuando lo único que a todos les deseo es que les vaya bien. Cuando alguna
mañana deja de abrirse la puerta de alguien, me da jaqueca; si presencio algún
accidente, me duelen el pie o una mano; el perro que muerde a algún vecino me
hace a mí el mismo daño. Y sin embargo, si me atreviera a salir a jugar con los
niños, promovería por la calle un espanto de epidemia.
A últimos del verano,
Scout, Jem y Dill, con el miedo temerario de la infancia, practicaron una
incursión nocturna a mi casa. Querían hacerme lo mismo que yo a ellos, verme
por la ventana. Oyendo su sigiloso avance por el jardín, como yo había salido
al porche, contuve la respiración para no asustarlos y, regocijado por sus
trémulos pasos, tuve que apretarme la boca para reprimir una risotada. Al final
me detectaron la sombra y huyeron despavoridos. Papá los oyó y, tomándolos por
ladrones, disparó al aire. El pobre Jem se dejó los pantalones enganchados en
la cerca, y yo los desprendí de allí y se los dejé bien doblados para cuando
volviera a recogerlos.
Agonizó el verano, Dill
volvió a su casa (o lo que quedara de ella) y llegó el primer día de colegio
para Scout. ¡Fue la primera vez que se vistió de chica! Desde entonces cada
mañana la he visto salir animosa, pero siempre vuelve con la cara nublada por
algún conflicto. De lo que este otoño más se oye hablar es del juicio a Tom
Robinson, el negro acusado de haber violado a la hija de Mr. Ewell, uno de esos
misérrimos granjeros blancos de los alrededores.
Las hablillas del
pueblo se afilan contra Atticus por haber aceptado la defensa de Tom. Como se
lo pidió el juez y en vez de dinero le acarreará impopularidad, defensor de las
causas perdidas, Atticus aceptó. También lo ha hecho para ofrecerles a sus
hijos la mejor lección posible de tolerancia y transigencia. El día que le
acertó a aquel perro rabioso que se agitaba a la entrada del pueblo, Atticus
pareció disparar contra toda la hipocresía que, con el polvo de las tormentas,
se adensa en Maycomb. Demasiadas veces he visto cómo su mirada franca desarma a
los racistas; la manera en que se yergue por la calle, inmune a las
maledicencias; cómo dispersa a los corrillos que murmuran señalando a mi
ventana, para no haber calado la hondura de su ecuanimidad.
Ahora su peor enemigo
se llama Ewell, el padre de la presunta víctima, que por las farmacias y los
cafés va diseminando las gotas de gasolina del linchamiento. Al pasar a la
altura de la casa de los Finch escupe, y hasta lo he sorprendido mirar con los
ojos achicados a sus hijos mascullando juramentos contra ellos. Cómo detesto a
la gente que encabeza esos pelotones justicieros donde todo el mundo pierde su
individualidad; con frecuencia el que más grita pidiendo justicia es el
culpable del crimen del que se acusa al negro de turno.
Tengo que estar muy
atento: estoy seguro de que Ewell quiere vengarse en sus hijos del que llama
“amigo de negros”. Quizá ese tipo me ofrezca la oportunidad de presentarme a
esos niños y hacerme su amigo. Llevo tiempo dejándoles regalos en el hueco del
roble; ofrecerles mi reloj, una canica o una figura tallada de caoba, es mi
manera de ofrecerles amistad.
Quiero dejar de ser un
chasquido en el porche, un susurro en la grava, una respiración contenida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario