Mickey Rooney se había quedado calvo como una luna minada de cráteres, los ojos turquesa triste le lagrimeaban y había embebido tanto que su sonrisa se abismaba desde la altura de un enano. Ya nadie recordaba que alguna vez hubiera estado casado con Ava Gardner, y a él mismo los fastos del pasado le parecían una película muda olvidada e imposible de restaurar.
Aquella mañana no debió volver a
dormirse después del alba. Dos horas más tarde se despertó envuelto en un
frígido sudario de sudor y tiritando, como si lo hubiesen acosado los espíritus
de sus seis ex-mujeres, cuando sólo había oído entre sueños las disputas y los
amores de los vecinos. Estos solventaban sus discrepancias a base de hacer
chirriar el colchón, según proclamaban los tabiques de papel de los bungalows
“Los Cipreses”. La cisterna no dejaba de manar, y durante la noche habían
gorgoteado las cañerías provocando los pavores nocturnos de los inquilinos,
cuyos sollozos se confundían con los borboteos más profundos.
Rooney se había alojado allí,
junto a los demás actores y unos pocos técnicos, para abaratar costes y concluir
el rodaje de un imprevisible melodrama que él mismo producía y protagonizaba.
Según juraban los inveterados borrachos de aquel motel situado en medio de
ninguna parte, a las afueras de un poblado de Nuevo México, los niños que eran
concebidos en “Los Cipreses” padecían una irrevocable maldición. A Mickey se lo
contó un individuo enteco como un junco, de ojos endurecidos y piel cetrina con
los capilares rotos, que lo había abordado la mañana de su llegada
tambaleándose en el camino de grava. Aquellos desgraciados vástagos o bien no
veían la luz, víctimas de abortos que a veces hacían desangrarse a sus madres
en los sótanos de los suburbios y de las conciencias, o eran deslumbrados por la
descarga excesiva que recorría sus jóvenes cuerpos en la silla eléctrica.
Además, según siguió refiriéndole aquel hombre, tartamudeando con su voz
pastosa, hasta los perdedores sin remedio obtenían en “Los Cipreses” éxitos
sexuales, porque la tristeza y la compasión invadían los corazones de cuantas
mujeres se alojaran en sus habitaciones; las limpiadoras eran espectrales, ya
que ninguna fue jamás vista, aunque de vez en cuando el suelo lucía como recién
fregado o desaparecían objetos de algún valor; y, milagrosamente, jamás se
acababan las botellas de ginebra cuando se empezaba a beber bajo su techo, pero
sólo era porque el dueño del colmado tenía la autodestructiva manía de fiar a
los forasteros, tal y como poco después le asegurara a Mickey el locuaz encargado,
llenando sendos vasos en su garita tras acordar las condiciones de pago.
Las cenizas de los sueños arañaban los
párpados de Mickey, y la visión en duermevela de una cucaracha que tomó por un
saurio, le hizo saltar de la cama. Se estiró rígido y con las manos apretadas,
sintiendo la inminencia de alguna desgracia en la amargura del paladar. Su
malestar se ahondaba en las sombras que velaban los mustios arabescos de las
flores del empapelado. Junto a la cama de dosel, la luz demacrada le reveló,
además del día y de la película donde se encontraba, su ropa agonizando en las
dos sillas de anea, la botella de ginebra casi vacía junto al cuenco y el
punzón de hielo, y un escritorio de teca denso de envoltorios de caramelos,
colillas y los papeles de los anónimos y cartas suicidas que tenía el vicio de
escribir las noches de luna, pero que jamás enviaba, porque si bien él se había
sobrevivido a sí mismo, hacía mucho que las destinatarias habían muerto.
Sus piececitos chasquearon en el linóleo, y bostezando apartó los
visillos de la mañana de domingo. Una claridad enladrillada aquietaba los porches
de los bungalows y se esfumaba en la lejanía de los páramos. El lugar estaba
mudo salvo por el susurro discontinuo de los motores en la lejana carretera. Un
cosquilleo en la espalda le atenuó la jaqueca cuando los rayos del sol horadaron
las nubes de herrumbre, dos golondrinas se posaron en el tejado del bungalow de
enfrente, y tras un furgón negro flameó al viento la cabellera de cierta mujer
que se acercaba por la carretera hacia la verja. Aquel cabello de ángel fulguró
en las ágiles sombras de los cipreses, ardió unos instantes al sol y acabó por
fundirse con el porche de la conserjería. Estiró el cuello, ansioso por ver
cómo su dueña emergía al camino de grava, y la expectación le azuzó el corazón.
Palpitaron las hojas de los cipreses. Pero de repente las nubes volvieron a
ensombrecer la escena, y no bien cayó el viento ya sin pájaros, aquella
cabellera flamígera se apelmazó en el cráneo de una diminuta mujer
macrocefálica, que se frotaba el codo con el hueco de la otra mano, como si le
hubiera picado un mosquito, y detrás surgió la jorobada figura de una anciana
renqueando tras ella. Mickey sintió un escalofrío y se envolvió en una bata de
cuadros escoceses, sobre el pijama a rayas. Había retornado el dolor de cabeza.
Se disponía a prepararse el descafeinado en la cocina americana, cuando un
vahído le hizo desmoronarse sobre el sofá, con un ligero crujido.
Cerró los ojos, ahora con el libreto en las rodillas, y recitó una vez
más, moviendo los labios, el texto del final de “La Hija Desconocida”, que
debían rodar por la tarde. Le pareció demasiado lacrimógeno, incluso para un
melodrama tan dudoso, y agitó nerviosamente los pies, sin llegar al suelo. La pertinaz
voz en “off”, que desde su llegada al motel no dejaba de zumbarle en el oído,
ralentizaba la secuencia, haciéndola demasiado literaria en perjuicio de su
calidad visual. Además, había algo en lo que decía, y sabía muy bien lo que
era, que por más que intentara ocultárselo a sí mismo, lo desasosegaba. Removiéndose
en el asiento, llegó a desear que el guionista cambiara aquella parte, pero ya
no había tiempo ni dinero para eso; tendría que haberlo advertido mucho antes,
porque ni en sus mejores tiempos había sido capaz de improvisar en el rodaje.
Se consoló recordando que sólo era una película alimenticia.
Aunque había oído un susurro de grava y una voz cascada, en cuanto los
golpes estallaron sobre la puerta, las hojas del guión saltaron por el aire. El
intruso parecía querer derribarla en lugar de llamar, pues no había utilizado
el timbre y ahora acaso la pateaba. Fue de puntillas a la ventana para ver
quién podía ser, ya que le había dado la mañana libre al equipo. Apartó con
cuidado los visillos y obtuvo, en un ángulo desenfocado de la mañana, la visión
de las dos mujeres que había visto venir entre los cipreses. Los que llamaban
eran los puños de la anciana, mientras la más joven, con la estatura de una
niña de siete años que desmentía el cráneo gigantesco, guiñaba unos acuosos ojos
azules que le resultaron familiares, fruncía el botón de la nariz y mantenía el
estúpido pulgar en la boca. Mickey dejó caer los visillos e hizo ademán de
alcanzar el picaporte, pero volvió a dejarse caer, con cuidado, en el sofá.
Balanceó la cabeza para que unas manchas rojizas desaparecieran de su vista,
decidido a esperar a que las visitantes se fueran. El bombeo del corazón le
repercutió en las cervicales, contrapunteando las llamadas. Para no hacer
ruido, descartó tomar la pastilla que le había prescrito el cardiólogo en caso
de apuro. Los vecinos anudaron otra discusión y reanudaron el crujido del
colchón. Al comprobar que la cucaracha había avanzado hasta la mitad del techo,
creyó que la vieja se había puesto a aporrear la puerta con un martillo. ¿Qué
clase de escena era aquélla?
Poco después que cesaran los impactos, en la ventana relampagueó una
sombra, y el cristal zumbó entre unos gritos gangosos: “¡Abre, abre, maldito
seas!, ¡abre de una vez, que sé que estás ahí!”. El actor se llevó las manos a
las sienes, dispuesto a abrirles y aclarar de una vez el malentendido. Rechinó
la puerta ante unos desorbitados ojos de rana, sobre los que se erizaron las cejas:
“¡Vaya, por fin te encuentro! Estos bungalows son iguales, como todos los
hombres”. La chica emitía un gemido gutural como el de las cañerías o la
cisterna, y tan monocorde y carente de significado. Se quejó la seda del fajo
negro cuando su dueña extendió hacia ella un largo índice acusador: “¡Mírala!
Fíjate bien…” Un hilo de saliva le pendía de la boca con el pulgar adentro. “¿Es
que no la reconoces?... ¡¡Es tu hija!!... ¿Te quedas como un pasmarote, no?...
¿Y tampoco sabes quién soy yo? ¡Si fue aquí, sí, aquí mismo donde me la
hiciste! ¿O es que no quieres acordarte?”. Plegó el rostro hasta que la
barbilla le tocó la punta de la nariz, y apretó los puños al aire: “¿No quieres
saber nada?... ¿Es que vas a tener el valor de negarlo? ¡No pongas esa cara,
que cada uno es responsable de lo que hace!... ¿Ni siquiera nos vas a dejar
pasar?... ¡Esto no va a quedar así! ¡Ya me lo esperaba! ¡Vámonos de aquí!
Tranquilo, que a ella no volverás a verla, pero tendrás noticias mías; hoy en
día estas cosas se pueden probar. Ya encontraré quien te dé tu merecido.” Y
cogió a la joven de la mano como si aún fuera una niña y dando traspiés la
arrastró por el camino de grava.
Con las manos en los oídos, Rooney
observó, entre una ardiente niebla, que el utilitario de sus vecinos intentaba
salir entre las columnas del parking. En la calva le rebotaban algunas gotas.
Ambas espaldas, la encorvada y la erguida, se alejaron entre los cipreses hasta
desaparecer tras la verja y el furgón. Sentía clavado en el pecho el punzón de
hielo que le había prestado el conserje. Arreció la lluvia. Derrapó el auto
cuando parecía que al fin iba a salir. Las voces de sus ocupantes fueron
acalladas por un voluptuoso aullido, y el automóvil se puso a retemblar de
arriba abajo, crujiendo obsceno.
De repente, Mickey Rooney salió
trotando tras las dos mujeres. Los faldones de la bata le golpeaban las
pantorrillas, y el pulso ya le silenciaba los pasos de las pantuflas. Dejó
atrás una espalda que en el porche conversaba con el conserje. La barbilla en
el pecho, sus brazos lo impulsaban como pequeños remos accionando en el aire. Fuera
del complejo del motel, la lluvia descendía por las canales de las primeras
casas del poblado y lo hacía chapotear. Tomó el recodo con la esperanza de
verlas avanzar al fondo de la calle, resbaló y recuperó el equilibrio aleteando
como un polluelo. Bajo sus pies corría la acera, y las hojas de los árboles se
le pegaban en las suelas. Ciego de lluvia y sudor, lo desesperó la rapidez con
que la ira impulsaría los pasos de la anciana, pues no alcanzaba a verlas. Tras
un seto chorreaba el techo verde pino de la marquesina del autobús. Sentía
crujirle los tendones de las rodillas sobre los pasos cortos y veloces. Al lado
vibró una exhalación, el aire lo abofeteó y un grumo de barro le manchó la cara.
El utilitario de los vecinos, que había estado a punto de atropellarlo, dejaba
una estela de salpicaduras. Desde alguna ventana alguien decía unas palabras
incomprensibles. Por fin cruzó el seto, creyendo que el corazón se le había
subido sobre los hombros, y sin aliento pudo ver, más allá del quiosco, la
parte trasera del autobús que acababa de partir. Sin dejar de correr y con los
brazos extendidos, atisbó cómo una inconfundible naricita se aplastaba contra
el vidrio rectangular del ventanal y ciertos ojos turquesa triste lo miraban
tras las gotas que resbalaban por el vidrio. La monstruosa y pobre cabeza
desapareció cuando el autobús tomó una curva, partiendo hacia el remordimiento.
Aun sintiendo el corazón clavado como una mariposa, por un momento intuyó oscuramente,
acaso por un instinto de protección, que estaba exagerándolo todo y sacando las
cosas de quicio como si se parodiara sí mismo.
“¡Mi hija! ¡Pero si era mi hija!”, repetía ahora desplomado en un charco.
La lluvia disolvía sus lágrimas, y alguien emitió una carcajada entrecortada.
Su pequeño cuerpo se revolcaba en el barro; el talón descalzo chapoteaba sordo,
y retorciendo la nuca en el fango se llevó la mano al corazón de cristal que
tantas mujeres le habían roto porque tenían los suyos como piedras, y que
milagrosamente seguía repiqueteando mucho después que los de todas ellas.
-¡Corten! –ladró tras el seto una voz de pito. Un joven barbudo provisto
de un altavoz irrumpió en la marquesina, haciendo unos aspavientos que le
desajustaban la chaqueta vaquera.
-Mickey, ya puedes salir de ahí, que vas a enfriarte. ¡Y vosotros, bajad
la grúa y parad la lluvia de una vez! A propósito, ¿quién ha sido el imbécil
que se ha reído y casi lo echa todo a perder?... Uf, hemos rodado toda la
escena de un tirón. Ha quedado genial, Mickey, con la voz en off explicándolo
todo, y las chicas lo han hecho muy bien… ¿Por qué demonios sigues llorando?
-…
-…
-¡¡Maldita sea!! ¡Vuelve a la cámara! ¡Para una vez que estaba improvisando!
¡Como siempre una gozada leerte!
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