lunes, 12 de noviembre de 2012

EL ÚLTIMO RODAJE DE MICKEY ROONEY


                 
                  

Mickey Rooney se había quedado calvo como una luna minada de cráteres, los ojos turquesa triste le lagrimeaban y había embebido tanto que su sonrisa se abismaba desde la altura de un enano. Ya nadie recordaba que alguna vez hubiera estado casado con Ava Gardner, y a él mismo los fastos del pasado le parecían una película muda olvidada e imposible de restaurar.
 Aquella mañana no debió volver a dormirse después del alba. Dos horas más tarde se despertó envuelto en un frígido sudario de sudor y tiritando, como si lo hubiesen acosado los espíritus de sus seis ex-mujeres, cuando sólo había oído entre sueños las disputas y los amores de los vecinos. Estos solventaban sus discrepancias a base de hacer chirriar el colchón, según proclamaban los tabiques de papel de los bungalows “Los Cipreses”. La cisterna no dejaba de manar, y durante la noche habían gorgoteado las cañerías provocando los pavores nocturnos de los inquilinos, cuyos sollozos se confundían con los borboteos más profundos.
 Rooney se había alojado allí, junto a los demás actores y unos pocos técnicos, para abaratar costes y concluir el rodaje de un imprevisible melodrama que él mismo producía y protagonizaba. Según juraban los inveterados borrachos de aquel motel situado en medio de ninguna parte, a las afueras de un poblado de Nuevo México, los niños que eran concebidos en “Los Cipreses” padecían una irrevocable maldición. A Mickey se lo contó un individuo enteco como un junco, de ojos endurecidos y piel cetrina con los capilares rotos, que lo había abordado la mañana de su llegada tambaleándose en el camino de grava. Aquellos desgraciados vástagos o bien no veían la luz, víctimas de abortos que a veces hacían desangrarse a sus madres en los sótanos de los suburbios y de las conciencias, o eran deslumbrados por la descarga excesiva que recorría sus jóvenes cuerpos en la silla eléctrica. Además, según siguió refiriéndole aquel hombre, tartamudeando con su voz pastosa, hasta los perdedores sin remedio obtenían en “Los Cipreses” éxitos sexuales, porque la tristeza y la compasión invadían los corazones de cuantas mujeres se alojaran en sus habitaciones; las limpiadoras eran espectrales, ya que ninguna fue jamás vista, aunque de vez en cuando el suelo lucía como recién fregado o desaparecían objetos de algún valor; y, milagrosamente, jamás se acababan las botellas de ginebra cuando se empezaba a beber bajo su techo, pero sólo era porque el dueño del colmado tenía la autodestructiva manía de fiar a los forasteros, tal y como poco después le asegurara a Mickey el locuaz encargado, llenando sendos vasos en su garita tras acordar las condiciones de pago.
  Las cenizas de los sueños arañaban los párpados de Mickey, y la visión en duermevela de una cucaracha que tomó por un saurio, le hizo saltar de la cama. Se estiró rígido y con las manos apretadas, sintiendo la inminencia de alguna desgracia en la amargura del paladar. Su malestar se ahondaba en las sombras que velaban los mustios arabescos de las flores del empapelado. Junto a la cama de dosel, la luz demacrada le reveló, además del día y de la película donde se encontraba, su ropa agonizando en las dos sillas de anea, la botella de ginebra casi vacía junto al cuenco y el punzón de hielo, y un escritorio de teca denso de envoltorios de caramelos, colillas y los papeles de los anónimos y cartas suicidas que tenía el vicio de escribir las noches de luna, pero que jamás enviaba, porque si bien él se había sobrevivido a sí mismo, hacía mucho que las destinatarias habían muerto.
Sus piececitos chasquearon en el linóleo, y bostezando apartó los visillos de la mañana de domingo. Una claridad enladrillada aquietaba los porches de los bungalows y se esfumaba en la lejanía de los páramos. El lugar estaba mudo salvo por el susurro discontinuo de los motores en la lejana carretera. Un cosquilleo en la espalda le atenuó la jaqueca cuando los rayos del sol horadaron las nubes de herrumbre, dos golondrinas se posaron en el tejado del bungalow de enfrente, y tras un furgón negro flameó al viento la cabellera de cierta mujer que se acercaba por la carretera hacia la verja. Aquel cabello de ángel fulguró en las ágiles sombras de los cipreses, ardió unos instantes al sol y acabó por fundirse con el porche de la conserjería. Estiró el cuello, ansioso por ver cómo su dueña emergía al camino de grava, y la expectación le azuzó el corazón. Palpitaron las hojas de los cipreses. Pero de repente las nubes volvieron a ensombrecer la escena, y no bien cayó el viento ya sin pájaros, aquella cabellera flamígera se apelmazó en el cráneo de una diminuta mujer macrocefálica, que se frotaba el codo con el hueco de la otra mano, como si le hubiera picado un mosquito, y detrás surgió la jorobada figura de una anciana renqueando tras ella. Mickey sintió un escalofrío y se envolvió en una bata de cuadros escoceses, sobre el pijama a rayas. Había retornado el dolor de cabeza. Se disponía a prepararse el descafeinado en la cocina americana, cuando un vahído le hizo desmoronarse sobre el sofá, con un ligero crujido.
Cerró los ojos, ahora con el libreto en las rodillas, y recitó una vez más, moviendo los labios, el texto del final de “La Hija Desconocida”, que debían rodar por la tarde. Le pareció demasiado lacrimógeno, incluso para un melodrama tan dudoso, y agitó nerviosamente los pies, sin llegar al suelo. La pertinaz voz en “off”, que desde su llegada al motel no dejaba de zumbarle en el oído, ralentizaba la secuencia, haciéndola demasiado literaria en perjuicio de su calidad visual. Además, había algo en lo que decía, y sabía muy bien lo que era, que por más que intentara ocultárselo a sí mismo, lo desasosegaba. Removiéndose en el asiento, llegó a desear que el guionista cambiara aquella parte, pero ya no había tiempo ni dinero para eso; tendría que haberlo advertido mucho antes, porque ni en sus mejores tiempos había sido capaz de improvisar en el rodaje. Se consoló recordando que sólo era una película alimenticia.
Aunque había oído un susurro de grava y una voz cascada, en cuanto los golpes estallaron sobre la puerta, las hojas del guión saltaron por el aire. El intruso parecía querer derribarla en lugar de llamar, pues no había utilizado el timbre y ahora acaso la pateaba. Fue de puntillas a la ventana para ver quién podía ser, ya que le había dado la mañana libre al equipo. Apartó con cuidado los visillos y obtuvo, en un ángulo desenfocado de la mañana, la visión de las dos mujeres que había visto venir entre los cipreses. Los que llamaban eran los puños de la anciana, mientras la más joven, con la estatura de una niña de siete años que desmentía el cráneo gigantesco, guiñaba unos acuosos ojos azules que le resultaron familiares, fruncía el botón de la nariz y mantenía el estúpido pulgar en la boca. Mickey dejó caer los visillos e hizo ademán de alcanzar el picaporte, pero volvió a dejarse caer, con cuidado, en el sofá. Balanceó la cabeza para que unas manchas rojizas desaparecieran de su vista, decidido a esperar a que las visitantes se fueran. El bombeo del corazón le repercutió en las cervicales, contrapunteando las llamadas. Para no hacer ruido, descartó tomar la pastilla que le había prescrito el cardiólogo en caso de apuro. Los vecinos anudaron otra discusión y reanudaron el crujido del colchón. Al comprobar que la cucaracha había avanzado hasta la mitad del techo, creyó que la vieja se había puesto a aporrear la puerta con un martillo. ¿Qué clase de escena era aquélla?    
Poco después que cesaran los impactos, en la ventana relampagueó una sombra, y el cristal zumbó entre unos gritos gangosos: “¡Abre, abre, maldito seas!, ¡abre de una vez, que sé que estás ahí!”. El actor se llevó las manos a las sienes, dispuesto a abrirles y aclarar de una vez el malentendido. Rechinó la puerta ante unos desorbitados ojos de rana, sobre los que se erizaron las cejas: “¡Vaya, por fin te encuentro! Estos bungalows son iguales, como todos los hombres”. La chica emitía un gemido gutural como el de las cañerías o la cisterna, y tan monocorde y carente de significado. Se quejó la seda del fajo negro cuando su dueña extendió hacia ella un largo índice acusador: “¡Mírala! Fíjate bien…” Un hilo de saliva le pendía de la boca con el pulgar adentro. “¿Es que no la reconoces?... ¡¡Es tu hija!!... ¿Te quedas como un pasmarote, no?... ¿Y tampoco sabes quién soy yo? ¡Si fue aquí, sí, aquí mismo donde me la hiciste! ¿O es que no quieres acordarte?”. Plegó el rostro hasta que la barbilla le tocó la punta de la nariz, y apretó los puños al aire: “¿No quieres saber nada?... ¿Es que vas a tener el valor de negarlo? ¡No pongas esa cara, que cada uno es responsable de lo que hace!... ¿Ni siquiera nos vas a dejar pasar?... ¡Esto no va a quedar así! ¡Ya me lo esperaba! ¡Vámonos de aquí! Tranquilo, que a ella no volverás a verla, pero tendrás noticias mías; hoy en día estas cosas se pueden probar. Ya encontraré quien te dé tu merecido.” Y cogió a la joven de la mano como si aún fuera una niña y dando traspiés la arrastró por el camino de grava.
 Con las manos en los oídos, Rooney observó, entre una ardiente niebla, que el utilitario de sus vecinos intentaba salir entre las columnas del parking. En la calva le rebotaban algunas gotas. Ambas espaldas, la encorvada y la erguida, se alejaron entre los cipreses hasta desaparecer tras la verja y el furgón. Sentía clavado en el pecho el punzón de hielo que le había prestado el conserje. Arreció la lluvia. Derrapó el auto cuando parecía que al fin iba a salir. Las voces de sus ocupantes fueron acalladas por un voluptuoso aullido, y el automóvil se puso a retemblar de arriba abajo, crujiendo obsceno.
 De repente, Mickey Rooney salió trotando tras las dos mujeres. Los faldones de la bata le golpeaban las pantorrillas, y el pulso ya le silenciaba los pasos de las pantuflas. Dejó atrás una espalda que en el porche conversaba con el conserje. La barbilla en el pecho, sus brazos lo impulsaban como pequeños remos accionando en el aire. Fuera del complejo del motel, la lluvia descendía por las canales de las primeras casas del poblado y lo hacía chapotear. Tomó el recodo con la esperanza de verlas avanzar al fondo de la calle, resbaló y recuperó el equilibrio aleteando como un polluelo. Bajo sus pies corría la acera, y las hojas de los árboles se le pegaban en las suelas. Ciego de lluvia y sudor, lo desesperó la rapidez con que la ira impulsaría los pasos de la anciana, pues no alcanzaba a verlas. Tras un seto chorreaba el techo verde pino de la marquesina del autobús. Sentía crujirle los tendones de las rodillas sobre los pasos cortos y veloces. Al lado vibró una exhalación, el aire lo abofeteó y un grumo de barro le manchó la cara. El utilitario de los vecinos, que había estado a punto de atropellarlo, dejaba una estela de salpicaduras. Desde alguna ventana alguien decía unas palabras incomprensibles. Por fin cruzó el seto, creyendo que el corazón se le había subido sobre los hombros, y sin aliento pudo ver, más allá del quiosco, la parte trasera del autobús que acababa de partir. Sin dejar de correr y con los brazos extendidos, atisbó cómo una inconfundible naricita se aplastaba contra el vidrio rectangular del ventanal y ciertos ojos turquesa triste lo miraban tras las gotas que resbalaban por el vidrio. La monstruosa y pobre cabeza desapareció cuando el autobús tomó una curva, partiendo hacia el remordimiento. Aun sintiendo el corazón clavado como una mariposa, por un momento intuyó oscuramente, acaso por un instinto de protección, que estaba exagerándolo todo y sacando las cosas de quicio como si se parodiara sí mismo.
“¡Mi hija! ¡Pero si era mi hija!”, repetía ahora desplomado en un charco. La lluvia disolvía sus lágrimas, y alguien emitió una carcajada entrecortada. Su pequeño cuerpo se revolcaba en el barro; el talón descalzo chapoteaba sordo, y retorciendo la nuca en el fango se llevó la mano al corazón de cristal que tantas mujeres le habían roto porque tenían los suyos como piedras, y que milagrosamente seguía repiqueteando mucho después que los de todas ellas.
-¡Corten! –ladró tras el seto una voz de pito. Un joven barbudo provisto de un altavoz irrumpió en la marquesina, haciendo unos aspavientos que le desajustaban la chaqueta vaquera.
-Mickey, ya puedes salir de ahí, que vas a enfriarte. ¡Y vosotros, bajad la grúa y parad la lluvia de una vez! A propósito, ¿quién ha sido el imbécil que se ha reído y casi lo echa todo a perder?... Uf, hemos rodado toda la escena de un tirón. Ha quedado genial, Mickey, con la voz en off explicándolo todo, y las chicas lo han hecho muy bien… ¿Por qué demonios sigues llorando?
-…
-…
-¡¡Maldita sea!! ¡Vuelve a la cámara! ¡Para una vez que estaba improvisando! 

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