¡Menuda pregunta! Esos
dos jovenzuelos, Dobbs y Custin, me plantearon si quería acompañarlos a buscar
oro y me miraban expectantes, como si me cruzara los ojos la sombra de una
duda. ¡Habría sido como despreciar los ofrecimientos de alguna belleza! Desde
que a los diez años empecé a trabajar en el rancho de mi tío, en Kentucky, y
las historias de aquel vagabundo de ojos alucinados me contagiaron la fiebre
del oro, no he dejado de fantasear y, desde los veinte, de invertir mi dinero y
mis esperanzas en expediciones como la que me propusieron.
Me he dejado la salud y
la juventud en Alaska y Colorado; la ilusión y la inocencia en
California y Canadá. Varias veces me hice rico y otras tantas todo lo perdí
invirtiendo mi fortuna para lograr otra mayor, y tenía que volver a emplearme
de tabernero o aparcero, así que mejor que yo nadie conoce los estragos de la
codicia. Y ahora, cuando la madurez de mis setenta me ha sorprendido en el seno
de esas olas sobre cuya espuma ya no me exaltaba la suerte, este Dobbs y este
Curtin, tan mugrientos y harapientos como yo, venían a preguntarme si quería
aprovechar la última oportunidad de mi vida y acompañarlos a buscar oro.
Tenía que hacerlo
aunque solo fuera por la manera en que ellos habían logrado el dinero necesario
para comprar el equipo; con la edad he llegado a intuir los inverosímiles
antojos del destino. De milagro localizaron al tramposo patrón que les debía
trescientos pavos y, jugando al trece, Dobbs ganó a la lotería un pequeño
premio con que redondear las cuentas. De modo que en aquel dormitorio de
Tampico de cincuenta centavos la cama –con derecho a chinches, cucarachas y
hasta ratas-, al poco de conocernos, diseñamos el plan para ganar cien mil
dólares como mínimo.
Al fin dejaríamos de
fumar colillas del suelo, bañarnos en las fuentes, rebuscar entre basuras o
dormir en vagones de mercancías. Pero para ellos dos la situación era más dura;
es más triste ser pobre para los jóvenes. Y todo gracias a la llamada
civilización, que solo se mueve por dinero y se conmueve por la hipocresía. Es
la otra cara del racismo: ya que aquí a los norteamericanos no se les permite
ejercer oficios subalternos, se les obliga a mendigar. En Kentucky les ocurría
lo mismo a los blancos pobres, que como no podían afrentar su apellido
ejerciendo labores de esclavos, pasaban más hambre que éstos. Pero ahora esos
dos chicos confiaban en que mis conocimientos –a no confundir con la
experiencia, que no hace listo al tonto- y su energía hicieran cambiar los
vientos de nuestra fortuna. Y a mi edad, de las cenizas de la resignación
renació, como un amor otoñal, la llama de la esperanza, no de la codicia.
Yo sabía que como una
virgen paciente la montaña espera a quien quiera conocerla en profundidad para
entregarle su tesoro; decenas de hombres intentan seducirla con sus roces
casuales, con epidérmicos requiebros; pero ella no se deja convencer por la fálica
exhibición de sus picos y taladros, y solo se entrega al hombre que le está
destinado, al que trae en la frente la señal que ella espera. Por eso vale
tanto el oro, porque en su brillo se traslucen los fracasos de quienes han
trabajado y ablandado la tierra para que venga un afortunado y coseche el
fruto.
De modo que hasta el
último penique lo invertimos en herramientas, armas y provisiones, y subimos al
tren de Tierras Calientes; ya compraríamos los burros en Perla haciéndonos
pasar por cazadores. Por el camino, antes de empezar a buscar ningún
yacimiento, esos dos ya calculaban con cuánto se conformarían antes de que los
bandidos, el gobierno o las fiebres nos lo arrebataran todo. La cháchara me
ayudó a conocerlos y a desconfiar de Dobbs; es fácil ser tan generoso como él
se jactaba mientras no hay beneficios, y los hombres nos conocemos tan mal a nosotros mismos que
quienes más protestan de honradez se corrompen con mayor facilidad.
Y para demostrar lo
dañino de tales fantasías, la alusión a aquellos bandidos imaginarios pareció
invocar a una partida de auténticos que a caballo atacaron el tren con balas
demasiado reales. Nos silbaron bien cerca del oído y nos libramos por poco.
Nos dirigíamos a
regiones feraces donde las montañas cosquillean a las nubes y los ríos se abren
como mares, buscábamos tierras que no hubieran husmeado exploradores ni
profanado ingenieros, ni donde nadie nos espiara. Como casaderos exigentes
deseábamos tierras vírgenes que no hubieran conocido el trato de otros hombres.
Bien pertrechados emprendimos con los burros la marcha a través de las sierras
y las tormentas, las alimañas y las soledades. Y mientras que a las primeras
cuestas ellos dos desfallecían, yo me hallé en plenitud, y a cada paso
rejuvenecía ebrio del aire libre, eufórico de sol y libertad, pletórico de
fuerza. Ahíto de adrenalina, no necesitaba comer ni beber, y tuve que detenerme
para que no me perdieran de vista. No me sentía tan feliz desde la última vez
que, como un amante lujurioso, blandí el pico en busca de oro; realizando mi
destino, era más yo que nunca y saber que por edad sería mi última oportunidad
de hacerlo –con o sin éxito, eso entonces no importaba- me animaba a proseguir
y a disfrutar más si cabe.
A ese par de primos los
deslumbró el espejismo de la pirita, me llamaron a voces y trabajo me costó
convencerles de que nada valía su brillo falaz. Tuvimos nuestra primera
tormenta de arena, y anoche, cuando acampamos, estaban exhaustos y no pudieron
cenar ni acompañarme con la armónica. Esta mañana he tenido que ser yo quien
les abriera paso a machetazos a través de la maleza. Más que el oro a mí me
preocupaba algo mucho más importante: nuestra reserva de agua, la cuna de la
vida.
Hace un rato ambos
cedieron, agotados, se dejaron caer a punto de reventar como caballos y, la
lengua en el polvo, se rindieron: no darían un paso más. Me puse a burlarme de
su debilidad porque justo entonces supe que, como si el destino hubiese
calculado las fuerzas que les quedaban, este mismo lugar donde empecé a bailar
de pura alegría, era el que desde la niñez me había estado llamando y solo
ahora oía su voz de sirena, éste era el imán que toda la vida había atraído mis
pasos de sonámbulo, la aguja de la brújula mi destino. En torno a los arbustos
y las matas sentía una vibración del aire, una irradiación sobre la hierba, una
reverberación de las piedras que, como si alumbrase el seno de la tierra, me
reveló el útero de la montaña y pude ver cómo relucía el oro bajo los terrones
como si la tierra fuera transparente. No podía parar de reír y bailotear, y
como ellos aún no lo sabían me miraban de lado y Dobbs cogió una furibunda
piedra y con ella me habría aplastado el cráneo si Curtin no llega a
contenerlo. No sé para qué compré burros teniendo a esos dos conmigo. Si llegan
a matarme no habrían sido capaces ni de volver solitos a casa.
Ahora queda lo más
difícil: trabajar para merecer el oro, que nadie nos descubra y, sobre todo,
controlar a Dobbs. Amaestrar la fiera que él, como todos, llevamos dentro, ese
salvajismo que nos ha hecho capaces de fundar una civilización que todo lo mide
por el oro.
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