lunes, 12 de noviembre de 2012

EL TESORO DE SIERRA MADRE



                 

¡Menuda pregunta! Esos dos jovenzuelos, Dobbs y Custin, me plantearon si quería acompañarlos a buscar oro y me miraban expectantes, como si me cruzara los ojos la sombra de una duda. ¡Habría sido como despreciar los ofrecimientos de alguna belleza! Desde que a los diez años empecé a trabajar en el rancho de mi tío, en Kentucky, y las historias de aquel vagabundo de ojos alucinados me contagiaron la fiebre del oro, no he dejado de fantasear y, desde los veinte, de invertir mi dinero y mis esperanzas en expediciones como la que me propusieron.

Me he dejado la salud y la juventud en Alaska y Colorado; la ilusión y la inocencia en California y Canadá. Varias veces me hice rico y otras tantas todo lo perdí invirtiendo mi fortuna para lograr otra mayor, y tenía que volver a emplearme de tabernero o aparcero, así que mejor que yo nadie conoce los estragos de la codicia. Y ahora, cuando la madurez de mis setenta me ha sorprendido en el seno de esas olas sobre cuya espuma ya no me exaltaba la suerte, este Dobbs y este Curtin, tan mugrientos y harapientos como yo, venían a preguntarme si quería aprovechar la última oportunidad de mi vida y acompañarlos a buscar oro.

Tenía que hacerlo aunque solo fuera por la manera en que ellos habían logrado el dinero necesario para comprar el equipo; con la edad he llegado a intuir los inverosímiles antojos del destino. De milagro localizaron al tramposo patrón que les debía trescientos pavos y, jugando al trece, Dobbs ganó a la lotería un pequeño premio con que redondear las cuentas. De modo que en aquel dormitorio de Tampico de cincuenta centavos la cama –con derecho a chinches, cucarachas y hasta ratas-, al poco de conocernos, diseñamos el plan para ganar cien mil dólares como mínimo.

Al fin dejaríamos de fumar colillas del suelo, bañarnos en las fuentes, rebuscar entre basuras o dormir en vagones de mercancías. Pero para ellos dos la situación era más dura; es más triste ser pobre para los jóvenes. Y todo gracias a la llamada civilización, que solo se mueve por dinero y se conmueve por la hipocresía. Es la otra cara del racismo: ya que aquí a los norteamericanos no se les permite ejercer oficios subalternos, se les obliga a mendigar. En Kentucky les ocurría lo mismo a los blancos pobres, que como no podían afrentar su apellido ejerciendo labores de esclavos, pasaban más hambre que éstos. Pero ahora esos dos chicos confiaban en que mis conocimientos –a no confundir con la experiencia, que no hace listo al tonto- y su energía hicieran cambiar los vientos de nuestra fortuna. Y a mi edad, de las cenizas de la resignación renació, como un amor otoñal, la llama de la esperanza, no de la codicia.

Yo sabía que como una virgen paciente la montaña espera a quien quiera conocerla en profundidad para entregarle su tesoro; decenas de hombres intentan seducirla con sus roces casuales, con epidérmicos requiebros; pero ella no se deja convencer por la fálica exhibición de sus picos y taladros, y solo se entrega al hombre que le está destinado, al que trae en la frente la señal que ella espera. Por eso vale tanto el oro, porque en su brillo se traslucen los fracasos de quienes han trabajado y ablandado la tierra para que venga un afortunado y coseche el fruto.

De modo que hasta el último penique lo invertimos en herramientas, armas y provisiones, y subimos al tren de Tierras Calientes; ya compraríamos los burros en Perla haciéndonos pasar por cazadores. Por el camino, antes de empezar a buscar ningún yacimiento, esos dos ya calculaban con cuánto se conformarían antes de que los bandidos, el gobierno o las fiebres nos lo arrebataran todo. La cháchara me ayudó a conocerlos y a desconfiar de Dobbs; es fácil ser tan generoso como él se jactaba mientras no hay beneficios, y los hombres nos conocemos  tan mal a nosotros mismos que quienes más protestan de honradez se corrompen con mayor facilidad.

Y para demostrar lo dañino de tales fantasías, la alusión a aquellos bandidos imaginarios pareció invocar a una partida de auténticos que a caballo atacaron el tren con balas demasiado reales. Nos silbaron bien cerca del oído y nos libramos por poco.

Nos dirigíamos a regiones feraces donde las montañas cosquillean a las nubes y los ríos se abren como mares, buscábamos tierras que no hubieran husmeado exploradores ni profanado ingenieros, ni donde nadie nos espiara. Como casaderos exigentes deseábamos tierras vírgenes que no hubieran conocido el trato de otros hombres. Bien pertrechados emprendimos con los burros la marcha a través de las sierras y las tormentas, las alimañas y las soledades. Y mientras que a las primeras cuestas ellos dos desfallecían, yo me hallé en plenitud, y a cada paso rejuvenecía ebrio del aire libre, eufórico de sol y libertad, pletórico de fuerza. Ahíto de adrenalina, no necesitaba comer ni beber, y tuve que detenerme para que no me perdieran de vista. No me sentía tan feliz desde la última vez que, como un amante lujurioso, blandí el pico en busca de oro; realizando mi destino, era más yo que nunca y saber que por edad sería mi última oportunidad de hacerlo –con o sin éxito, eso entonces no importaba- me animaba a proseguir y a disfrutar más si cabe.

A ese par de primos los deslumbró el espejismo de la pirita, me llamaron a voces y trabajo me costó convencerles de que nada valía su brillo falaz. Tuvimos nuestra primera tormenta de arena, y anoche, cuando acampamos, estaban exhaustos y no pudieron cenar ni acompañarme con la armónica. Esta mañana he tenido que ser yo quien les abriera paso a machetazos a través de la maleza. Más que el oro a mí me preocupaba algo mucho más importante: nuestra reserva de agua, la cuna de la vida.

Hace un rato ambos cedieron, agotados, se dejaron caer a punto de reventar como caballos y, la lengua en el polvo, se rindieron: no darían un paso más. Me puse a burlarme de su debilidad porque justo entonces supe que, como si el destino hubiese calculado las fuerzas que les quedaban, este mismo lugar donde empecé a bailar de pura alegría, era el que desde la niñez me había estado llamando y solo ahora oía su voz de sirena, éste era el imán que toda la vida había atraído mis pasos de sonámbulo, la aguja de la brújula mi destino. En torno a los arbustos y las matas sentía una vibración del aire, una irradiación sobre la hierba, una reverberación de las piedras que, como si alumbrase el seno de la tierra, me reveló el útero de la montaña y pude ver cómo relucía el oro bajo los terrones como si la tierra fuera transparente. No podía parar de reír y bailotear, y como ellos aún no lo sabían me miraban de lado y Dobbs cogió una furibunda piedra y con ella me habría aplastado el cráneo si Curtin no llega a contenerlo. No sé para qué compré burros teniendo a esos dos conmigo. Si llegan a matarme no habrían sido capaces ni de volver solitos a casa.

Ahora queda lo más difícil: trabajar para merecer el oro, que nadie nos descubra y, sobre todo, controlar a Dobbs. Amaestrar la fiera que él, como todos, llevamos dentro, ese salvajismo que nos ha hecho capaces de fundar una civilización que todo lo mide por el oro.                                             
                                                                                                                                   

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