Cada tarde esperaba en
el bar de Toybo a que en el ventanal se coagulara la última gota de la luz del
ocaso y se cristalizara el postrero reflejo esmeralda, para pedirle el último
–penúltimo- whisky sabiendo que el Ford de Pauley no tardaría en traerlo de
vuelta de su jornada de pesca y en cuanto lo viera pasar por la calle podría
dejar de exhibirle a Toybo la cada día más devaluada moneda de mis recuerdos, y
si atendía a algún cliente que se hubiera equivocado de bar, ya no tendría yo
que seguir transitando por la ruta imaginaria del “qué pudo haber sido” en el mapa mudo
de un pasado trazado a la escala de mi autocompasión.
A diario esperaba el
regreso de Pauley para no tener que volver a través de la soledad de la noche a
una casa donde nadie me esperaba, sino entretener la velada comentando con él
cualquiera de los viejos procesos registrados en sus recopilaciones de
sentencias y, ahorrándome un ebrio camino a mi apartamento, pernoctar en el
diván de gutapercha de su despacho, hasta que Maida, su secretaria, levantara
las persianas y la cruda luz del día me mostrase la amplitud de mi resaca.
Pauli tiene su bufete
en casa y los dos hemos casi acabado por convivir como un par de viejos
hermanos solterones –yo el mayor y por tanto el más parco de ilusiones-. Su despacho cada vez se halla más polvoriento y Maida lleva meses sin cobrar. Desde que
le removieron de su silla de Fiscal del Distrito, apenas ha llevado varios
casos de divorcio y unos cuantos papeleos. Después de una carrera tan brillante
va camino de imitar mi decadencia y seguir mis erráticos pasos de desidia –no
de borracho: él apenas bebe-, marcados por la inercia y la resignación. Porque hace
años que dejé de pagar la cuota del Colegio de Abogados.
Sí, gemelos en la mala
suerte, le está pasando igual que a mí. Él tiene su piano y yo mi botella. Se
está convirtiendo en el apestado que soy. Injustamente relegado, lejos de
rebelarse, se conforma con el ostracismo y para no rebajarse a discutir se
resigna y admite la derrota; sé de qué hablo. Alejándose del mundo se está
extraviando a sí mismo.
Por eso, cuando anoche
estalló el teléfono como un mudo que recupera el habla, él tocó una nota falsa
en el teclado y a mí se me derramó el whisky, antes de pensar que alguien se
había equivocado de número. ¡Pero era un cliente! Nada menos que Mrs. Manion,
la bella joven en boca de todos (es un decir), que sin saberlo nos lanzaba el
último salvavidas al naufragio de nuestras vidas. Su marido, el teniente
Manion, destinado a la base de Thunder Bay, quería que Pauli lo defendiera. Se
encuentra detenido por haberle descerrajado cinco disparos a Barney Quill, el
dueño del bar más cercano a la caravana de los Manion, que había violado a su esposa. El caso ha
conmocionado a la opinión pública del estado, de modo que inesperadamente,
después de una travesía de buque fantasma, la ola de la fama iba de nuevo a
arrojar a Pauli sobre la orilla del presente más rabioso.
Hoy Pauli se ha
entrevistado dos veces con Laura Manion y ha ido a conocer a su marido a la
cárcel. Ella es una pelirroja muy atractiva que mantiene las ardientes miradas
que todos le lanzan e impertérrita como una diana recibe los dardos de deseo. Ha
quedado tan poco afectada por la agresión como su belleza por el cardenal que
no puede denigrarle la cara, y lleva a todas partes un chucho tan abierto y
simpático como su ama. Pero su marido es todo lo contrario: frío, hostil y
astuto como un chacal, con una insolente dureza que no ha mellado el peligro en
que se encuentra. Pauley los ha visto juntos y le ha impresionado el abismo
invisible que como una puerta de cristal se interpone entre ambos cónyuges
justo cuando más unidos debieran estar.
Al parecer esta fue la
secuencia de los hechos: como su marido venía exhausto de unas prácticas de
tiro y ella había estado todo el día encerrada, se fue sola al bar de Barney
Quill. Después de tomar unas copas, Barney se ofreció a llevarla de vuelta en
su auto, se desvió a un descampado y allí la atacó. Cuando él terminó, ella se
arrastrró como pudo a la caravana y se lo contó a su marido. Nos ha extrañado
que Manion tardara más de una hora en ir a vengarse al bar, lo que implica
premeditación y venganza.
Debido a que el mal
genio no es ningún atenuante, Pauley piensa hacer reconocer al acusado por un
psiquiatra para alegar un trastorno mental transitorio. Y en cuanto ha sabido
tal línea de defensa, el zorro de Manion ya ha empezado a decirle al mismo
Pauley que no se recuerda a sí mismo disparando a Quill y que esos instantes se
le han borrado de la memoria como si hubieran arrojado ácido sobre ellos. Muy listo ese teniente. Demasiado, en opinión de mi amigo.
Hace un rato he tenido
que aplacarlo recordándole que a un abogado no tiene porque caerle bien su
cliente, y que a él le hace falta el dinero y el prestigio. Ha cogido su caña
y, mientras se piensa pescando si aceptar el caso, me ha advertido que de todas
formas lo haría siempre que yo lo asesore, y que al menos mientras tanto
tendría que dejar de beber. ¡Una acusación de asesinato! Más allá de los
embustes que le cuento a Toybo, nunca he trabajado en un caso tan importante.
Intentaré olvidarme del whisky, aunque no puedo prometerle nada.
Realmente, creo que
esta tarde no estaré pendiente de que aterrice la noche para verlo regresar por
el ventanal de Toybo. Si lo consigo, después que se dicte sentencia, al menos
dispondré de un recuerdo verdadero que contar.
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