A-aunque algunos
tartamudean por el alcohol, a mí me vuelve flu-fluida la palabra y lúcido el
pensamiento. Por ejemplo, cualquier otro se dejaría aturullar por los amigos,
compañeros y familiares que me insisten en que tengo un problema con la bebida,
y sin embargo, por más vacíos mentales que a veces sufra de la noche anterior,
veo con claridad que son todos unos exagerados. Resulta que soy ejecutivo de
una empresa de relaciones públicas y, de natural tímido y apocado, el whisky me
ayuda a socializar con los clientes, algunas de mis mejores campañas de
promoción se me han ocurrido entre la quinta y la sexta copa –el momento de
máxima clarividencia-, y para colmo mis clientes más recientes están
decantándose por la celebración de animadas veladas en yates o áticos.
Si no bebiera ofrecería
una patética figura en algún rincón de la fiesta, mis difusos rasgos
diluyéndose entre los vapores del alcohol y el humo del tabaco, mientras todo
el mundo conversa, baila y bebe… Estaba casi seguro de que había una botella en
el aparador, ¿dónde la habré puesto?... Y hay algo más. Hasta hace bien poco me
correspondía reclutar chicas alegres entre la caterva de actrices frustradas y
aspirantes a modelo que con aspiraciones ya sonámbulas y las esperanzas
marchitas deambulan por la ciudad con la grisura de los finales de
fiesta o de resacosos despertares. Es decir, para estos eventos se requieren
jóvenes ligeras que no sean exactamente “profesionales”, de modo que solo con
varias copas encima –las mismas que a ellas las harían más accesibles-,
adquiría yo la desenvoltura precisa para hacer ese tipo de ofertas que de
relaciones públicas me degrada a la categoría de alcahuete o eunuco de harén.
Y justo en esas estaba
cierta tarde, a la proa de un fuera borda que iba a llevar a un cargamento de
actrices al yate de Mr. Trainer, mi último cliente, como el capitán del barco
de la decencia a la deriva (la mía la primera), escorado de bisutería, boas de
armiño de imitación y carnes opulentas, cuando vimos acercarse por el muelle a
la última, una atractiva pelirroja, demasiado seria y rígida, a quien además tuve
que abroncar porque en vez de las ostentosas galas de las demás traía un
recatado traje sastre bajo el abrigo de colegiala, como si en vez de a una
fiesta se dirigiera a una biblioteca. No por eso dejó de impactarme su aérea y
dorada belleza moteada de pecas, sublimada por el efecto de la luz del
atardecer lamiendo el mar amarillento, que le enmarañaba el pelo con un haz de rayos
purpúreos.
Al abordar el yate me
abochornó saber que en realidad era la secretaria de Mr. Trainer. Por mucho que
en el curso de la velada intenté que me perdonara, se mostró gélida, y como ni
siquiera bebía no hubo modo de ablandarla. Frustrado, me dediqué a beber duro y
pronto empezaron a quebrárseme las copas y el equilibrio, solo me rodeaban
otros que balbuceaban igual que yo, y por lo visto en el regreso cerca estuve
de caerme por la borda.
Al día siquiente mi
despacho se quedó vacío, pero de tarde me recuperé lo bastante para llevarle a
la pelirroja unos bombones de desagravio que me permitieran invitarla a cenar.
Por más hosca que hubiera estado conmigo, durante toda la mañana el recuerdo
del violeta transparente de su mirada, del juego del pelo rojo castaño con la
brisa, y el diseño de las pecas me evaporaban la resaca como si en vez de en mi
apartamento hubiera estado en la playa de Malibú. Sin embargo, me recibió en su
escritorio con una altiva indiferencia, que luego viró a insolencia, y tanto me
enfureció la sensación de habérseme escapado el globo de la felicidad, que
llegué a acusarla de agradar a su jefe con algo más que eficiencia. Solo fue un
vil modo de rebajarla al nivel de la catadura moral de mi empleo. Y sin
embargo, cuando más inverosímil parecía, acabó concediéndome la cita. Con la
bofetada que me había propinado saldamos cuentas y liberamos tensiones.
En la cena me sentí
como nunca y eso que, por mera costumbre, bebí como siempre. En teoría no me
habría hecho falta porque tenía animación suficiente y con ella el tiempo fluía
de una manera única, con la intensidad y plenitud de una corriente caudalosa.
En realidad Kristen (es de ascendencia danesa) es una persona tan melancólica y
solitaria como yo cuando estoy sobrio, así que mi mayor éxito de la noche, un
avance más significativo que si se hubiera producido a través de las sábanas,
fue persuadirla de que bebiera. Las personas religiosas deben sentir algo
parecido al convencer a sus parejas de que se conviertan a su fe. Puesto que
detesta el sabor del alcohol y adora el chocolate, con la inspiración de la
tercera copa hallé la solución: el brandy Alexander, esto es, coñac y crema de
chocolate. Al primer trago los ojos le chispearon, palpitó por dentro y exclamó
que nunca se había sentido mejor que entonces… ¿Dónde habré puesto esa dichosa
botella?
Mi gran baza era
hacerla reír a todas horas. Kristen me insufló la confianza necesaria para
negarme en el trabajo a seguir encargándome de ciertos asuntos. Prosperó
nuestra relación a golpes de risa y sorbos de alcohol. Nos casamos en el
juzgado. Esa misma noche fuimos a decíselo a su padre, no sin tomar unas copas
para darme valor. Hice bien, porque además de viudo amargado Mr. Andersen es un
viejo esquivo y puritano, el típico protestante europeo capaz de congelarte con
un destello de su mirada. No le gusté, Kristen lo notó y para compensar
en cuanto nos fuimos propuso tomar una copa. Ya se había acostumbrado al sabor del
whisky.
Ahora incluso tenemos
una niña de varios meses. Todo ha ido de maravilla justo hasta anoche. Tuve que
asistir a una fiesta de compromiso y ella prefirió quedarse en casa. Fue un
aburrimiento y, como también acudieron varios directivos, no faltaron las
presiones del trabajo, por lo que me consolé con alguna copa de más. De vuelta
no veía tan mal pero en el portal casi me parto la nariz con la compuerta de
vidrio. Había arrancado para Kristen unas margaritas del cantero y venía con la
risa floja, tambaleándome un poco, es verdad, pero de buen humor, y no obstante
tuvimos nuestro primer enfado… ¡Ah, estaba en la despensa esa maldita –bendita-
botella!
Puede que estos días sufra yo alteraciones de ánimo pero tampoco tenía ella derecho a insinuar que
me había pasado con las copas cuando en cierto modo venía de trabajar. Lo que
ocurre es que por culpa de la lactancia ha dejado de beber y hemos perdido el
compás del baile ebrio que eran nuestras vidas. Un bebedor y una sobria se
mueven a ritmos disímiles, evolucionan en tiempos tan opuestos como si
estuvieran uno en las antípodas del otro. Es posible que yo gritara y
despertara a la niña; estaba tan descentrado que luego me sentí culpable y
llegué a preguntarme qué me estaba pasando, pero ahora que al fin paladeo la
primera copa de la mañana, con la resaca, dejo atrás pensamientos tan lúgubres.
¡Y lo mejor es que ella se acerca y se sirve otra! ¡Todo vuelve a ser como
antes, brindamos por la felicidad, la vida es maravillosa y nunca moriremos!
Lo único que desentona
es el ramo de margaritas mustias que yace en el rincón.
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