Este invierno al lobo
que llevo dentro le pasa como a los alcohólicos de aquel psiquiátrico, que su
apremio es imperioso; y cuando lo acomete el hambre empiezo a oír sus pezuñas
por la acera en vez de mis tacones, no vale la pena echar a correr porque no
puedo escapar de mí mismo, me ordena verter sangre, sacrificarle alguna tierna
niña (solo se alimenta de ellas) y aunque me niegue y me ponga a silbar esa
grotesca tonadilla para dejar de oírlo, él aúlla hambriento y no puedo domarlo
y para que no me ataque tengo que acercarme a alguna chiquita justo con la
astucia de un lobo rondando a una oveja o a la misma Caperucita. Ya he tenido
que hacerlo siete veces.
Devoró a Elsie, la
última presa, hace un par de días. De unos siete años, cuando la vi quedarse
rezagada a la salida del colegio, rubia rizada, la carterita a la espalda y
botando la pelota, le reconocí la ingenuidad, la candidez desarmante (¡yo no
quería hacerlo!) de todas las víctimas. Elogiándole su bonito nombre me granjeé
su confianza y le compré un globo con forma de monigote, que agradeció a aquel
desconocido tío de ojos saltones y pinta de niño crecido (solo que algo más
cruel que ellos), que se le había presentado como familiar de su madre. Luego
la invité a un bombón de frutas en una confitería y por fin la llevé al parque
de las afueras, que a la puesta del sol se queda solitario, el último sol
agonizando en el lago con destellos naranja y púrpura. Detrás de los espinos me
miró a la cara y se le escapó el globo…
Su pelota rodando por
el camino es la única imagen que guardo del apagón de memoria que sufrí hasta
que horas después leí en el periódico lo que le había hecho a Elsie. O más bien
lo que le hizo el lobo, que durante las carnicerías me posee por completo. Como
en una especie de indigestión o resaca de sangre, el día siguiente siempre es
atroz. Me acosan los espíritus de las niñas y hasta los de sus madres –aunque
éstas no han muerto, una parte de ellas sí se ha ido con sus hijas-, y en el
caso de Elsie por doquier veía volando su fantasmagórico globo, con la cabeza
del monigote adoptando sus rasgos, al viento del miedo.
Me gustaría ser
inofensivo, que un médico o un domador amaestrasen al lobo, mi furor homicida o
lo que sea. Pero me temo que la única forma de dejar de entregarle niñas es
muriendo, y muchas veces opto por el suicidio, pero al final hasta los seres
más miserables estamos tan sedientos de vida como mi lobo de sangre. Mi única
excusa es que no supieron curarme en el pabellón psiquiátrico donde me
ingresaron gracias a la denuncia de aquel maestro que me sorprendió merodeando
por un colegio. Mezclado con otros casos, los facultativos ni siquiera
averiguaron que mi padre murió loco, alcoholizado en aquel tugurio donde se
quedó cuando mi madre se negó a abrirle la puerta. No supieron cómo tratarme y
me soltaron a los tres meses, y ahora que paseo por el mercado por un momento
me ha parecido que la madre de Elsie me ofrecía una manzana desde su puesto y
que en vez de vocear su mercadería llamaba desesperadamente a su hija.
La pobre Elsie fue una
de las más ingenuas y podría haberme ahorrado el globo y el bombón; los
vendedores siempre son un riesgo, aunque no creo que me recuerden y el del
globo hasta era ciego. Reconozco que en la caza pongo mi inteligencia al
servicio del lobo y luego la empleo para esquivar a los cazadores, a la policía.
Se me da bien el disimulo y, por ejemplo, Frau Winckler, mi patrona, que lejos
de responder al tópico de cotilla es sorda, me creerá un joven rentista, tranquilo
y solitario, un solterón empedernido, tímido y contrito, de veinte cigarrillos
y dos cervezas diarias, un partido de fútbol quincenal y una prostituta al mes.
Sin embargo, la prueba
más patente de que no quiero seguir así es la carta que le escribí a la policía
para que le sirviera de pista y en la que los invitaba a atraparme cuanto antes
–y no era un desafío ni una ironía, sino mi más soterrado deseo- si no querían
que se prolongara la serie de crímenes. Ya que no la publicitaron, ayer remití
otra idéntica a un periódico: reconozco que el exhibicionismo es mi única
compensación contra tanto sufrimiento como administro y me adjudico. Y hablando
de compensación veo en la farola un cartel que promete una recompensa de cien
mil marcos (no es tanto, con la inflación) a quien me atrape. Un barbudo de
torvo aspecto lo lee por encima de mi hombro y advierto que entretanto una
rubia lo está mirando de través como si sospechara de él. La psicosis que, con
el viento del norte, estos días recorre la ciudad me favorece, puesto que me
camufla entre cientos de miles de sospechosos como un cadáver en un campo de
batalla.
Ahora me detengo a
mirar el escaparate de un cuchillero y a través de las navajas y estiletes –las
zarpas del lobo- veo reflejarse la carita de una morena. De repente el lobo se
despereza, me pongo a silbar la funesta tonadilla y cuando voy a abordarla
aparece su madre y prácticamente me la arrebata de las fauces. Sufro un vahído,
una especie de vértigo, desesperado y a la vez aliviado por el vacío de mis
garras, ansioso y a un tiempo horrorizado de lo que iba a hacer…
He intentado aplacar al
lobo con dos copas de coñac, pero no puedo controlarlo, es imparable como el
fuego o una hemorragia, y a estas alturas no soy responsable de él; nadie
podría contra él. Y es que ya voy por las afueras de la mano de una inocente
chiquilla, encantada de este inesperado tío que le cuenta cuentos, regala
caramelos, la lleva a estas horas al parque y que le presta más atención que
ninguna otra persona mayor, aunque al fin y al cabo tiene el aspecto de un niño
crecido. El proceso siempre se repite. Solo que al entrar en una juguetería me
avisa de que tengo el abrigo manchado de tiza y al mirarme en el escaparate veo
que me han señalado con el estigma del asesino, y compruebo que varias sombras
se ocultan a mi acecho.
Por fin van a cazar al lobo.
Me gustaría que crearas una entrada por taxi driver, o por el quimerico inquilino. saludos.
ResponderEliminarMe gustaría ver la visión que le das a Travis Bickle
Excede un poco los límites temporales del blog, pero caerá. Aunque solo sea por poner la música del gran Bernard Herrmann Saludos!
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