Desde hace algún tiempo
me siento tan confuso como ante esas ecuaciones que me plantea el preceptor o
como Dora, la institutriz, cuando cualquier sargento la piropea por guasa en el
parque; es una especie de viento o silencio que no deja de zumbarme en el oído,
y ahora que estamos de vacaciones en Venecia ese viento es el siroco y para
colmo este señor no deja de mirarme con esa música triste que parece tener en
los ojos. ¿Qué querrá de mí?
Sigo queriendo a todo
el mundo pero no estoy a gusto con nadie. Mis tres hermanas me aburren, casi
todos los amigos que he hecho por aquí son demasiado pequeños e incluso a mi
madre no encuentro qué decirle. Antes ella era todo para mí y para ella yo sigo
siendo el favorito, según mis hermanas, el mimado. Y luego me incomoda esta
ciudad tan seria, vieja y pestilente, no entiendo de arte y por cada esquina
prospera la humedad y la corrupción y la podredumbre; me recuerda a la abuela
cuando se volvió demente y le daba por enfundarse las apolilladas galas y
oropeles de su juventud. Pero lo que más me intriga es ese hombre: ¿Qué busca?
Al principió sospeché
que quisiera cortejar a mamá; pero cuando comprendí que a ella solo la admiraba
con una soñadora indiferencia, supe que solo yo era la diana de los dardos de
sus miradas, el foco de su enigmática atención. Habría achacado a la paternidad
su fijación, si no hubiera sabido, pese a los silencios que cunden en casa
cuando lo roza alguna referencia, que mi padre es un príncipe de cierta corte
europea –previo al conde polaco que dejó viuda a mamá después de engendrar a la
última de mis hermanas-. Aunque más que obsesión, lo que este individuo sufre (¡y ejerce!) es una fascinación tan turbadora como contagiosa, ya que si su
curiosidad no suscitara por mi parte un interés parejo al suyo, el caso no
sería extraordinario, acostumbrado que estoy a despertar la admiración de la
gente.
Llegó anteayer al
hotel, o al menos lo vi por primera vez en el salón, antes de la cena.
Calculaba yo los días que nos quedaban de estancia, con todo el tedio de las
conversaciones ahogándose al fondo de las tazas y las monocordes notas del trío
con piano tintineando en las copas, cuando sentí una especie de soplo o beso en
la frente y al levantar la vista del velador mis ojos se encontraron con los
suyos, que me acariciaban por encima del periódico y de las gafas de pinza… No,
el primer día llevaba las lentes redondas sin montura. Me hice el distraído y
me puse a hablar con mamá de mis progresos en el francés y hasta con mis
hermanas, como si no advirtiera que aquel solitario seguía escrutándome. Más
bien contemplándome. Ya he aprendido que igual que hay miradas que curiosean o
golpean, otras besan.
Llamaron a la cena y la
sala se fue vaciando hasta que nos quedamos a solas con el extraño, que aun
tímido y nervioso no resbalaba de mí la mirada y llegó a apuntar una sonrisa de
complacencia, como si estuviera encantado de la escena familiar que estábamos
representando para su disfrute. Al fin nos dirigimos al comedor, me quedé el
último y antes de salir me volví y por primera vez lo miré abiertamente. Aunque
me mantuvo la vista noté que perdía la ventaja del espectador y ante mi interés
como reflejado del suyo la sombra de un pájaro le pasó por los ojos.
Advertir el poder que
tenía sobre él no hizo sino aumentar mi interés y confusión; si hubiera querido
llamar mi atención sobre él, no habría encontrado mejor medio que aquél. En el
comedor recuperó la iniciativa al punto de apartar el jarrón de rosas rojas
para obtener sobre mí una mejor perspectiva. Por algo me repite el preceptor lo
importante que es el punto de vista. Sin embargo, aunque cruzamos miradas
brillantes y profundas como estocadas, le noté en la comisura de los labios un
temblor que delataba una falla de la voluntad y del control de sí mismo; ahora
me parece que con esta visita a Venecia se está permitiendo algo que llevara
mucho reprimiendo, y que se siente liberado pero también asustado, como si
hubiera perdido el control o el rumbo de su vida. Lo digo porque mamá, que al
quedarnos a solas en el salón había reparado en él, nos dijo que aquel señor
era el músico Gustav Eschenbach, el director de la Ópera de Viena y compositor
incomprendido, que según la prensa había venido a recuperarse del fracaso de su
último estreno. Mamá se buscó el pañuelo de batista al contarnos que no hacía
mucho la tuberculosis se había llevado a su hijita. Hasta que nuestros ojos no
volvieron a encontrarse intenté convencerme de que yo le recordaba a su hija;
los que quieren ofenderme suelen llamarme afeminado. Pero en su tristeza había
un ansia o avidez, una sed que desmentía aquello.
A la mañana siguiente
empezó a aullar el siroco –que al pobre debió recordarle el abucheo del
público-, lo cual no impidió a nadie bajar a la playa. Coincidimos en el
desayuno. Y aunque pareció encantado de la impuntualidad que me permite mamá,
tenía el bigote mustio y ojeras violeta; no habría dormido bien. Cuando se
levantó me fijé en que el paso errático y su abstracción le hacían parecer
desplazarse al borde de la realidad, al margen de la vida, como si ensimismado
en una música interior –y en mí-, no advirtiera nada de lo que aconteciera
alrededor.
En la playa despegó una
mesita bajo el toldo albiazul de su caseta, y mientras simulaba yo interesarme
por el castillo de arena de unos pequeñajos vi de reojo que se animaba. Con las
voces del verano flotando en el resplandor del mar y los destellos del sol
espejeándole en las lentes, un cigarrillo en una mano y una fresa en la otra, por
una vez pareció abandonarse a la corriente de la vida, quizá a lo que el
reverendo amigo de mamá llama la fruición de los sentidos. Estuve paseando con
el único chico de mi edad, me bañé y le estuve tomando el pelo a Dora, la institutriz.
Camino del hotel, al pasar a su lado vi de través que leía no sé qué librito de
Thomas Mann y parecía tan feliz como si se le hubiera insinuado el tema de su
próxima sinfonía o estuviera a punto de morir; nunca olvidaré aquella sonrisa
con que falleció la abuela.
Me entretuve con los
amigos en el quiosco como dándole tiempo a terminar el capítulo y, en efecto,
coincidimos en el ascensor. Nos miramos: nunca habíamos estado tan cerca. Ni
tan lejos, porque como venían los chicos tuve que acompañarlos con las típicas
risas cómplices y contagiosas. El sudor le bañaba la cara. Me miraba como si yo
fuese un símbolo o el mar o un cuadro, o más bien Venecia; sí, me he fijado que
más que como un óleo de uno de esos maestros vencecianos, él mira la ciudad como
si fuera una obra de teatro. En la cabina iba apocado y encogido en el rincón,
acaso arrepentido de haber venido a Venecia. Me bajé yo solo y libre de la
tontería de los otros quise compensarlo mirándolo con la pureza y la desnudez
de un puñal, andando de espaldas para no perderlo de vista hasta que no se
cerrara la compuerta del ascensor. Para entonces estaba halagado de que un
personaje como él se hubiera fijado en mí, que solo cuento con el dudoso mérito
de la adolescencia y, según se encarga de recordar mamá, de la belleza.
Hoy, al bajar otra vez
el último a desayunar, he visto a dos botones afanándose con un baúl en el
vestíbulo. Justo entonces él salía del comedor, hemos coincidido en el umbral y
durante una eternidad de tres segundos he sonreído a la desesperación que le he
visto en los ojos insomnes, una mirada que he comprendido era de despedida al
comprobar que el baúl era suyo. Por el ventanal lo he visto avanzar hacia el
vaporetto. Sin afeitar, desamparado y el paso vacilante, con esa desubicación
que siempre lo hace parecer en el sitio equivocado, me ha parecido entrañable.
Y ahora caigo en que él
hubiera podido enseñármelo todo. Cada vez que me miraba me sentía más seguro y
maduro. Con él hubiera aclarado esta confusión que me trae el siroco y resuelto
la ecuación de la adolescencia. ¿Nunca más voy a verlo?
El comedor me parece
vacío y los músicos desafinan mientras me prometo que si pierde el tren o por
lo que sea se arrepiente y vuelve antes de que nos vayamos, lo miraré de un
modo que lo obligue a quedarse para siempre conmigo en esta ciudad que se irá
vaciando en torno nuestro para dejar que nos miremos a solas y cara a cara, con
un beso en los ojos, sin necesidad ni de una palabra, y sea tan feliz como si
se le acabase de ocurrir el tema principal de una sinfonía o estuviera a punto
de morir.
Película insoportable, pero le hace mérito al nombre del BLOG.
ResponderEliminarSaludos
Ja, ja, sí es una obra que genera entusiasmo o desprecio, en mi caso el primero de ambos sentimientos. No olvido Taxi Driver, caerá.
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