Nunca agradeceré lo
bastante a mi hermano mayor que me animase a afiliarme, con él, al partido nazi
varios días antes de la noche en que empezaron a granizar los ventanales y
escaparates de los negocios judíos, porque gracias a eso, cuando estalló la
guerra, me admitieron como agregado de nuestra embajada en Ankara y pude eludir
el frente. De siempre he experimentado un horror pánico a las detonaciones y lo
único capaz de alterar mi feliz infancia de monaguillo y mi sana juventud de
maestro de escuela, siempre sin salir de Schlink, mi aldea natal de Baviera, era el
estruendo de alguna tormenta, que, al ver sobrevenir torva y rugiente como una
división de blindados, me obligaba a encerrarme en un armario para amortiguar
la batahola de los truenos.
Mi infierno particular
consiste en ser destinado a artillería. Por eso odio las novedades, cualquier
eventualidad que cuestione mi permanencia en una ciudad donde lo más estruendoso
que se oye es la llamada a la oración, y preferiría que este enojoso espía que
el mismísimo Von Ribbentrop ha bautizado como Cicerón -¡no se ha dignado ni ha
identificarse!-, no hubiera surgido la otra noche de entre las sombras del
jardín de la embajada para instarme a que nos encerráramos en mi despacho con
la promesa de proponerme un negocio que me exaltaría en el escalafón del
servicio secreto, sin saber que aquello me inhibía más que espoleaba, ya que
quien más asciende, de más alto puede caer.
Porque mi única
aspiración estriba en que la victoria final me permita cuanto antes volver a la
campiña bávara a consagrar mi tiempo libre a la fotografía de paisajes y a la
composición de poemas en prosa. Sin embargo, si me paso al campo de la
narrativa, de este embrollo de Cicerón quizá pueda sacar en claro el argumento
de algún best seller de espionaje que, puestos a soñar, acaso decida rodar
alguno de esos cineastas europeos que, geniales traidores, se han trasplantado
a Hollywood. Aunque con esto me he delatado a mí mismo dudando implícitamente
del triunfo de Alemania.
La noche de la que
hablo, la del 4 de Marzo del presente 44, regresábamos el embajador, Su
Excelencia Von Pappen, y yo de una recepción ofrecida al cuerpo diplomático por
cierto ministro turco, de la que en cumplimiento del pacto tácito nos marchamos
cuando el representante británico llegaba al guardarropa. En un país neutral
como Turquía bullen los espías como las hormigas a la miel, o más bien habría
que compararlos con carroñeros ofreciendo despojos de informaciones ya
digeridas por otros, y justo acababa yo de recomendarle en vano a Von Pappen el
reclutamiento como tal de la condesa Stavitska, que con amigos por doquier
podría ser una anfitriona perspicaz, cuando me abordó el desconocido llamándome
por mi nombre, Moyzich, con esa vibración siniestra, empañada, sibilante, como
de serpiente enroscándose en el cantero de rosas, que tiene por voz.
Me dio un bien susto,
embargado que yo venía por la refinada elegancia de la condesa polaca –la
habíamos visto en la recepción-, por su distinguida y sutil belleza, por sus
lánguidos ojos, toda ella aérea y distante, o al menos lejos del alcande de un
rústico subalterno como yo, aunque la incautación de sus propiedades la tienen
abocada a la pobreza. Y de pronto irrumpe aquel extravagante sujeto a
prometerme que si aprovechaba la ocasión mi carrera cobraría un impulso digno
del Rhin, o de la sangre fluyendo caudalosa por mis venas al hallarme ante la
condesa, lo cual me hizo por unos instantes deponer la prudencia y soñar con
merecerla, hasta que reaccionando recordé lo raudos y peligrosos que son
algunos tramos de nuestro río patrio.
Aunque el tipo me
inspiraba un diáfano malestar, tuvo la convicción sufieciente para hacerme
escucharlo. Afirmó poseer fotografías de las actas de varias reuniones en las
que los turcos decidían dejar de ser neutrales y de un plan de bombardeo aliado
sobre objetivos balcánicos, y estar dispuesto a venderlos por veinte mil
libras. Intenté mostrarme escéptico pero, pese a que reconoció no ser un espía
profesional, el sujeto no perdió la frialdad y nos dio tres días para pensarlo.
Había algo en la seguridad de su compostura, un matiz tan persuasivo –sin dejar
de ser desasosegante- en todo el aire que lo rodeaba, que después de que se
fuera me quedé largo tiempo en mi despacho sin lograr convencerme de que solo
se trataba de otro charlatán aspirante a espía.
De lo que estaba seguro
era de que había venido a traerme complicaciones. ¿Por qué será tan inquieta la
gente? Lo que más me desconcertaba era su aspecto contradictorio. Se le notaba
a un tiempo gélido y apasionado, inteligente e impulsivo, sereno y a la vez con
un volcán interior que uno temía entrase en erupción de un momento a otro, como
si se estuviera gestando una de esas dichosas tormentas. Lo poco que dormí me
sirvió para despejar la incógnita recién despegados los párpados: era un espía
del enemigo, un agente especial muy bien adiestrado para engañarnos.
A Von Pappen le pareció
lo mismo, seguramente el típico aristócrata británico decadente y tan
presuntuoso que se creía capaz de engañar a nuestro servicio secreto. Y sin
embargo, al salir por la puerta ya no estaba tan seguro. Solo sabía que él era
mi contrario –y no solo en la guerra-, mi opuesto, el hombre más diferente a mí
que nunca veré. No sé por qué se me ocurrió que, llegado el caso, fuera un
noble o un mayordomo, él sí que se atrevería a insinuarse a la condesa
Stavitska. Entonces lo odié. ¿Cómo pueden hablar de horror al doble? El enemigo
está en lo diverso.
Lo cierto es que en
Berlín aprobaron la operación y sobre mis hombros cayó la responsabilidad.
Antes de pagarle me encargaron revelar las fotos y confirmar su interés. Menos
mal que anoche Cicerón llegó puntual porque las hormigas de los nervios me pululaban
por la espalda. Me dio el carrete, y cuando volví del cuarto oscuro asombrado
del valor de aquellos documentos y me disponía a pagarle, encontré vacía la
caja fuerte. ¡El individuo se había cobrado adivinando que yo utilizaba como
combinación la fecha de nacimiento del Führer!
¡Cómo lo detesto! El
asunto ha pasado a la competencia de la Gestapo y ahora es la tarántula del
miedo la que me corre por la espina dorsal. Tengo la misma sensación de espanto
de cuando en el campo veía arremolinarse en el horizonte vellones de nubes
moradas y tenía que ahogar un grito para evitar el ridículo o cuando en Berlín
aquella noche estallaron todos aquellos cristales y también había que simular
regocijo para que nadie te delatara, ya que, igual que en el caso de Cicerón,
aunque a la mañana siguiente mi hermano brindara con su jarra de cerveza,
todavía no sabemos qué consecuencias acarreará aquello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario