Si la realidad es la
muerte, y la estancia en aquel campo de concentración japonés lo era, hay que
evadirse de ella, ya sea tal y como hice, por piernas, o mediante sueños,
espejismos y subterfugios, que al principio también practiqué al hacerme pasar
por el comandante Shears cuando nuestro barco, el Houston de la Marina de los
Estados Unidos, cayó en poder de los japoneses y el comandante fue muerto a mi
lado, ya que pensé que a un oficial lo tratarían mejor que a un soldado de
segunda. De nada me valió, pues el coronel Saito obliga a trabajar a los oficiales
en la construcción de esa infinita línea férrea que ha de unir Bangkok con
Rahgoon. Y esencial para el trazado es el puente que sobre el río Kwai Saito había recibido órdenes de construir, y para el que destinó al batallón inglés
recién capturado dos días antes de mi fuga.
En efecto, había sobrevivido yo al hambre, al
agotamiento, a los accidentes de trabajo, a las serpientes, a la malaria, a la
disentería –y al propio Saito-, inmune a la muerte y a la desesperación, hasta
que hallé la ocasión y las condiciones propicias para la fuga. Saito y Nicholson,
el coronel británico recién llegado, casi opuestos en todo, estaban de acuerdo
en que huir a través de la selva birmana equivalía a un suicidio, y por eso no
había alambradas, empalizadas, ni torres de vigía, pero a este último le
repliqué que aunque hubiera pocas posibilidades de supervivencia, para quien se
quedara bajo el régimen de Saito no quedaba ninguna. Bien lo sabía yo, que no
tenía ninguna gana de que me clavara una cruz encima ni rezara una paródica
oración por mí ningún cínico enterrador, tal y como había hecho yo con todos
mis camaradas. Porque a aquellas alturas de la guerra –iba a decir de la
película-, con la sabiduría del escarmentado, ya no creía ni en la patria ni en
la gloria ni en la democracia, sino en sobornar con el reloj del penúltimo
compañero enterrado a cualquier oficial japonés para que me procurase el solaz
de un día en la enfermería o el nostálgico sabor de una colilla o de una
lechuga no demasiado podrida.
Por contra, habían llegado los hombres de
Nicholson tan pletóricos de moral como decrépitos de equipo, exhaustos pero en
orden exhaustivo, rendidos y no obstante marciales, con una precaria
prestancia, sobrepuestos a lacras y privaciones y animando la llama del
espíritu que, aun con sus harapos y botas averiadas, les hacía marchar con el
ánimo intacto y hasta silbar en la apoteosis de su derrota, ni siquiera
desafinando por la sed, aquella marcha militar del coronel Bogey, con la misma
exaltación que si la interpretara la Sinfónica de la BBC dirigida por Sir Henry
Wood.
En seguida me llamó la
atención la personalidad del individuo capaz de espolear a través de las
penalidades a aquellos hombres con un acicate tan eficaz. Saito también los
observaba, el ceño furioso, prometiéndose castigar muy pronto aquella
insolencia por parte de unos prisioneros que para él merecían el trato de
esclavos.
Ya he dicho que esa
primera noche discutimos sobre la conveniencia de fugarse. Nicholson admitió
que no otra era la obligación de todo soldado prisionero, pero que él había
recibido ciertas instrucciones del alto mando, y proclamó que por arduo que
fuese en aquella selva cumplir las órdenes, y por ende la ley, él estaba
decidido a implantarla. Aunque parecía un oficial competente e intentaba
camuflarla bajo una integridad monolítica, había en él una imperceptible
inestabilidad que me causaba malestar. Incluso su ahínco por derrocar el
salvajismo parecía poco admirable, monomaníaco, egotista. De modo que instó a
sus oficiales a que en la construcción del puente sus hombres creyeran trabajar
a sus órdenes, y no de los japoneses, y a que se esmerasen tanto como si fuera
una sección del ejército británico, y no japonés, la que hubiera de pasar por
el puente. Lo cual me habría parecido inaceptable, casi alta traición, si no
hubiera sido otro el objeto de mis desvelos: yo mismo.
Al día siguiente, como
Nicholson se negó a que sus oficiales trabajaran, Saito le rompió el labio con su ejemplar del Tratado de Ginebra, que le autorizaba a negarse. Todos
marcharon al trabajo menos Nicholson y sus ocho oficiales. Saito hizo llevar
una ametralladora, lo amenazó con acribillarlos si seguía negándose y lo habría
hecho si al final de la cuenta atrás no se hubiera interpuesto Clipton, el
médico del batallón, algo así como mi doble al otro lado del cinismo. De nuevo,
la obstinación de Nicholson, lejos de parecerme heroica, pecaba de insolidaria,
arriesgando por su empecinamiento la vida de ocho hombres. Allí los dejó Saito
el día entero, de pie bajo el yunque del sol, firmes contra la sed, hasta que
al caer la noche los ocho fueron recluidos en la choza de castigo y Nicholson,
tras ser vapuleado, fue llevado al “horno”, una especie de casa de perro con
chapas que al sol se ponían candentes.
El otro día era el de
mi fuga, junto con un inglés y un australiano. Tuvimos la desgracia de topar
con una de las pocas patrullas que rondaban el campo: cayeron ellos dos y a mí
me hirieron en el hombro, me precipité al río, y sin golpearme con nada me
zambullí y la corriente me arrastró lejos de quienes me creyeron ahogado, y
milagrosamente alcancé una lejana orilla. Se me infectó la herida y, sin agua y
al límite de mi resistencia, vagué por la selva a través de los delirios de la
fiebre y las alucinaciones del hambre, hasta que desfallecí y con el último
hálito unos aldeanos birmanos me encontraron y a duras penas me alzaron del
fondo del pozo de la muerte.
Tras una larga
convalecencia me recuperé gracias a su hospitalidad. Me regalaron un bote con
provisiones para que remontara el río hasta la base británica de Ceilán. Me
extravié, y aún debilitado y ya sin agua enfermé por beber del río, e
inconsciente durante días la barca derivó al único rumbo de mi muerte, hasta
que me localizó un avión de rescate. Al llegar al hospital y ver la diferencia
de alojamiento, me quedaba la lucidez necesaria para mantener que era comandante.
Dos meses he estado
recobrándome. Y ahora que esperaba que me licenciaran y me dejaran volver a
Estados Unidos, cuando todavía me asombro de disponer de agua y comida a
discreción, me encuentro ante este desconcertante Warden, oficial de un grupo especial
de comandos. No se le ocurre sino pedirme, con la excusa de mi conocimiento del
terreno, que en compañía de unos cuantos locos –él mismo incluido- me tire en
paracaídas sobre la misma selva que casi es mi cementerio, con la misión de
cruzarla cargados de explosivos y dinamitar el puente que los japoneses –los
ingleses, según el coronel Nicholson- estarán terminando sobre el río Kwai.
¿Cómo puede pretender que vuelva a aquel infierno? Cuando sonrío a modo de
negativa, esgrime la orden cursada por mis superiores de que me una a su
comando. Cercado, no puedo sino confesarle que he suplantado a Shears, para que
sepa que estando dirigida a un muerto la orden no es válida, pero veo que en
realidad la han cursado a mi verdadero nombre. Warden me dice que conoce
toda mi historia desde hace dos semanas y que si acepto la misión eludiré toda
acusación y se me respetará el grado.
No me queda sino ser
comandante del comando, que es como decir amortajado por la muerte, muerto en el infierno.
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