Yo, Max von Mayerling,
nombre que en las enciclopedias de la Historia del Cine rebrilla en negritas
junto con los de Cecil B. DeMille y D. W. Griffith, descubrí a Norma Desmond
cuando tenía dieciséis años, fui su Pigmalión, la convertí en una estrella cuya
luz aún ilumina la memoria de los espectadores más veteranos, fui el primero de
sus cuatro directores (todos recuerdan “La princesa Kelly”) y también el
primero de de sus tres maridos. Mientras preparaba el guión de la cuarta, vi
salir de su camerino a otro extra limpiándose el carmín de los labios y nos
divorciamos; entonces aún me permitía el lujo del orgullo.
Mientras ella ascendía
al trono de las fantasías del público y se casaba primero con un galán de la
pantalla y luego con un productor, me dio tiempo de rodar algunos de mis más
gloriosos fracasos. Y con la llegada del sonoro, igual que Norma, aunque de voz
sugerente, fue desterrada del Olimpo del sueño colectivo, también yo fui
marginado por la industria pese a que hubiera podido escribir satíricos
diálogos. Así que, después de que se apagaran a un tiempo, las órbitas de
nuestras estrellas volvieron a cruzarse, ahora en la parte más baja de sus
trayectorias, y sin que se entrelazaran sus anillos, porque no volvimos a
casarnos. Desenfocados de la atención pública, nos vinimos a vivir a esta
casona del 10086 de Sunset Boulevard, solo que en vez de pareja vine en
calidad de mayordomo.
Norma sigue siendo
millonaria; le quedan innumerables propiedades en la ciudad y hasta un pozo de
petróleo, por lo que puede permitirse encerrarse aquí, en la mansión, a
profesar el culto de su glorioso pasado. Y aunque de índole circunspecta,
disfruto tanto sirviéndola que me pregunto si no será por egoísmo que no permito
que ninguna ráfaga de realidad irrumpa adentro, como una corriente de aire exterior que
disolviera los frescos de una bóveda etrusca, no vaya a corroer los éxtasis de
su egocentrismo y de mi servidumbre. ¿Debería ayudarla a salir de sí misma o
hasta llevarla al psiquiatra?
Quizá deba a este
enclaustramiento mediante el que pretende estancar el tiempo, las
periódicas crisis de melancolía durante las que ya no puede seguir creyendo en
la eternidad de su juventud –solo factible en las películas que, treinta años
después de haberlas dirigido, ahora yo mismo le proyecto en el salón-, y acaban
en más o menos verosímiles intentos de suicidio.
Joe Gillis llegó hace
dos semanas, justo cuando se gestaba una de esas depresiones de Norma debido a
la muerte de Napo, el chimpancé que le regaló un marajá en el estreno de su
última película. Más que, como algunos creerían, grotesco, era lógico que, más
allá del cariño, su pérdida la apenase porque –muerto- el mono pasaba, de ser
uno de los últimos testigos de su esplendor, a serlo de su decadencia vital.
Aún no sabía yo que Gillis fuera un guionista fracasado, lo tomé por un
conductor en apuros y aparenté confundirlo con el agente
funerario que se encargaría del ataúd del chimpancé para darle a Norma ocasión
de conocerlo. Sabía que, atlético y atractivo, aquel joven le agradaría. No es
que le gusten especialmente los veinteañeros, sino que mientras aún pueda
atraerlos, le será factible alimentar la ilusión de que no ha envejecido.
Acerté: quedó tan
encantada que lo contrató para pulir el mastodóntico y melodramático guión que
lleva años perpetrando (si se rodara, la película duraría tanto como “Sordidez”,
mi obra maestra), y hasta me ordenó disponer el cuarto sobre el garaje para que
durante su trabajo se alojara en casa. La cual, fantástica en la gloria de su
ruina, no dejaba de maravillar a Gillis casi tanto como su dueña. Tengo que decir
que de algún modo sigo dirigiendo la vida de Norma como antes sus películas,
pues soy el escenógrafo de este decorado de sus triunfos que es la mansión, el
guardián del museo de sus éxitos que imperceptiblemente, como las estatuas al
crepúsculo que somos sus habitantes, se va desgastando bajo la erosión del
olvido. Igual que hacía en el cine, diseco el tiempo para Norma y lo reordeno
en cíclicos ritos que ante sí misma celebren la apoteosis de su carrera, el
mito de su leyenda. Me ocupo de que este reino de la polilla y la carcoma se
sature de imágenes de la juventud de Norma (afiches, retratos, fotogramas,
carteles, fotos). Y además redacto decenas de cartas que cada semana hago pasar
como remitidas por sus admiradores. Lo que excede a mis posibilidades es el
mantenimiento de la pista de tenis y la piscina, donde a pesar de los hierbajos
y el musgo ciertas tardes aún parecen oírse los reveses de Valentino y las
zambullidas de Louise Brooks.
Por si fuera poco, a veces
le recluto jóvenes como éste, que penetren intrépidos por esta cámara funeraria
de faraona, y aunque hago por retenerlos junto a ella y una parte de mí
disfruta viéndola feliz, la otra daría cualquier cosa por que se fueran.
A la mañana siguiente
fui al apartamento del último de ellos, Gillis, para traerle la ropa, los
libros y la máquina de escribir, y de paso le pagué al casero los tres meses
que le debía. Como aún no había admitido que se quedaría, aparentó indignarse,
pero solo estaba actuando ante sí mismo para mantener una parodia de dignidad.
Desde el principio debió intuir que se esperaba de él que demostrase las
facultades de una pluma muy diferente a la de garrapatear guiones.
Reconozco que se puso a
trabajar a marchas forzadas. Sin embargo, no parecía concentrarse por culpa de
las fantasmagóricas notas de mi órgano y de los revoloteos de ella, que no
dejaba de leerle por encima del hombro y cada vez que suprimía una escena lo
obligaba a conservarla. Se supone que con el papel de la protagonista volverá a
la pantalla.
Aparentemente, Norma no
alteró sus costumbres. Siguió recibiendo a sus compañeros de bridge, antiguos
colegas hoy día momificados y atrapados como figuras de cera en un pasado
inverosímil. Durante una de esas partidas vinieron a embargarle el auto a
Gillis, que el primer día lo había dejado en nuestra cochera. Ella se resistió
a evitarlo con tal de que su querido se quedase aislado junto con ella, como un
náufrago que pierde su balsa.
Algunas tardes los
paseaba en nuestro artesanal Isotta Fraschini, y una vez aprovechó ella para
encargarle un frac a medida y comprarle un abrigo de piel de camello; a Gillis
se le veía incómodo: había dejado de ser un guionista para convertirse en un
gigoló. Pero ella seguía eufórica porque cada vez que lo miraba, se veía en el
espejo deformante de su imposible juventud.
Y así hasta que ha
llegado esta infausta noche de fin de año. Norma se ha ocupado de todo: el más
selecto champán, la cena del mejor restaurante de Hollywood, un quinteto que
sigue interpretando tangos –veremos si no acaban siendo un réquiem-, las joyas
y un regalo de ensueño para él: una pitillera de oro macizo. Porque hoy es
cuando se había propuesto seducirlo. No obstante, al advertir que ella no había
invitado a nadie más, él se fue, aparentando sentirse violento. ¡Será hipócrita!
Supongo que haría autostop bajo la lluvia. Ella subió precipitadamente a su cuarto
y gracias a un grito ahogado descubrí que se había cortado las venas de los dos
brazos con una cuchilla de él. ¡La de veces que le habré advertido que las
pusiera a buen recaudo!
Ahora el médico la está
atendiendo y Gillis acaba de telefonear para que le envíe sus cosas por la
mañana. Le he contado el caso y si gracias a un resto de decencia él no hubiera
estado dispuesto a volver para quedarse (viene de camino), se lo habría
suplicado yo en nombre de lo que más quisiese.
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