Después de haberme
librado por miopía del servicio militar y toda una vida cultivando almorranas
en mis sucesivos escritorios de la redacción –hasta llegar a mi despacho-, la
pipa encendida, la botella de bourbon a mano (en el cajón cuando era ilegal) y
la máquina de escribir sin dejar de repiquetear como una lluvia pertinaz, me he
visto a mis sesenta y cuatro años alistado voluntario en el servicio de
noticias, aguardadando en el cuartel general de la India a integrar una
operación secreta del ejército como avanzadilla para reconquistar Birmania.
En efecto, para
escarnio y sorpresa de republicanos, que siempre me habían motejado de poco
patriota, cambié Washington y mi puesto de redactor jefe del Evening Star, por
la jungla asiática. Debo decir que yo fui el primer sorprendido por tal
decisión. Hasta ahora mismo no he sabido qué me había impulsado a hacerlo; solo
intuía un lejano resplandor que me atraía a la aventura con el magnetismo que
las lámparas ejercen sobre las polillas. Primero pensé que esa luz sería el
brillo de la gloria; siempre he soñado con ganar el Pulitzer, y quizá
asistiendo al teatro de operaciones conseguiría una buena historia. Luego
prefería creer que aquel brillo hipnótico correspondía a la luz de la verdad,
es decir, el afán por que toda América supiera de primera mano la realidad de
los hechos.
Sin embargo, lo más
raro era que aunque el resplandor me deslumbraba, no por eso carecía de turbios
destellos, debía ser un motivo muy borroso y oscuro el que me decidió a
renunciar al dinero y al poder que ejercía desde el periódico para venir aquí a
pasar penalidades y arriesgar mis últimos veinte años de vida.
Lo cierto es que me han
autorizado a participar en esta misión secreta que, como digo, está destinada a
facilitar el regreso de nuestras tropas a Birmania. Como de costumbre, los
altos mandos habrán desplegado con audacia sus soldaditos de plomo sobre un
bonito mapa y con la ligereza de croupieres habrán barrido la cuota prevista de
vidas humanas como si fueran fichas del casino. Nuestro jefe sería el capitán
Nelson, que al menos parece competente, un treintañero de sonrisa socarrona
bajo el pícaro bigote. Ayer mismo nos explicó, en sesión informativa, que debíamos
saltar en paracaídas sobre territorio enemigo, localizar en la jungla una ruta
que nos llevara a cierta estación japonesa de radar, demolerla y replegarnos
hacia una de nuestras viejas pistas de aterrizaje, donde nos rescatarían dos
aviones de los nuestros.
El riesgo del salto, la
exigencia de una marcha forzada y el peligro de ser interceptados por patrullas
japonesas fueron los motivos que esgrimió Nelson para disuadirme de la
excursión. Sin embargo, tuvo que acompañarme a recoger mi equipo, porque aún
estoy lo bastante ágil y fuerte. Es verdad que le oculté algo que anoche me
privó del sueño: nunca me había arrojado en paracaídas. No paré de dar tumbos
preguntándome qué sería de mis gafas o mi pipa en el salto.
Salimos al amanecer.
Nelson no tardó en desenmascarame: me había puesto el paracaídas al revés.
Despegaron los dos aviones. En el trayecto varias veces me arrepentí de este
capricho mío de vejez. Hacía frío allá arriba y sin embargo sudábamos. Algunos
rezaban, otros leían o escribían cartas seguramente melodramáticas, hubo quienes
gastaban bromas nerviosas, quien roncaba y otro estaba al borde de un ataque de
pánico. Yo recurrí a esta libreta de apuntes donde todo lo anoto (incluido
esto), aunque aquí, en plena jungla, es difícil distinguir el Pulitzer entre la
maleza.
Llegó la hora y salté.
Me devoró un abismo que por cuánto duraba me pareció que me propulsaba en
dirección contraria, hacia las nubes, hasta que el vacío se contrajo, el
estómago pareció succionarme el resto del cuerpo y aterricé. No pude sino besar
la tierra, aunque fuera enemiga. Enterramos los paracaídas, los guías hallaron
una ruta entre la caótica exuberancia y partimos, ensordecidos por el estrépito
de los pájaros y los rumores del miedo.
Progresar a machetazos
a través de la selva, acosado por los mosquitos y expuesto a la metralla de
cualquier japonés, me resultó algo más duro que esperar en el banquillo la
sentencia sobre un juicio por difamación y libelo. De milagro eludimos a una
patrulla. Al fin localizamos la estación, eliminamos con sigilo a los centinelas
y masacramos la base bajo una lluvia de fuego. Quizá no conste en los informes
oficiales ni en otros relatos más heróicos que el mío, pero la verdad es que
justo entonces los japoneses estaban comiendo. Nunca creí que me alegraría de
presenciar algo así; al final la luz que me ha traído aquí ha resultado bien
opaca, con partículas y atisbos algo siniestros.
No quedó ni un japonés,
antes de irnos hemos puesto cargas y, hasta que se enteren, la estación solo
existirá en la confianza de los altos mandos del ejército japonés. Hace un
rato, después de otra marcha que tampoco he tenido dificultad en seguir, hemos
encontrado la pista de aterrizaje donde iban a recogernos. Ninguno traíamos ni
un rasguño. Y no tardamos en en oír por el cielo la vibración de nuestros
transportes aéreos. Por una vez, se estaban cumpliendo las previsiones de esos
caballeros que hincan banderitas en sus mapas y hacen avanzar sus tanques de
miniatura sobre pulidas superficies donde no se conocen el barro ni la sangre.
Pero los japoneses han
adivinado nuestra jugada, se acercan y por radio Nelson ha tenido que
diferir nuestro salvamento para dentro de dos días a otro punto me temo que
lejano. Y huimos de una pista donde se ha extendido nuestra desolación.
Nos dirigimos al oeste
y según me parece entre un ramaje que no puedo dejar de comparar con aquellos
arbolitos sobre el parking del periódico, los destellos de poniente en los que
se condensan mis temores y que relampaguean con un fulgor único antes de
agonizar, me revelan qué clase de luz es la que me ha traído a este continente.
La misma que llegaron a
atisbar los japoneses saliendo del comedor.
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