El único problema de
haberme casado con un genio tan presuntamente grande como Barnaby es que el
aburrimiento de convivir con él también es genial, el más grande y arrasador
aburrimiento que puede soportar una rubia exigente como yo, que
vertiginosamente se acerca a la mediana edad sin que nadie me detenga con un
frenazo de eternidad (sí, me refiero a aquella clase de gozo, éxtasis, clímax,
que ya casi he olvidado).
Tonta de mí, al casarme
con un químico tan prometedor creía haber resuelto la fórmula de la felicidad.
Sin embargo, mientras Barnaby se halla urdiendo algún experimento, es decir,
siempre, abstraído en la composición y dosificación de cualquier fórmula –en su
caso nunca la del éxito-, a su paso de zombi se caen mustios los pétalos de las
flores de la vida, y de su compañía se desprende un tedio de novela sin
diálogos o tablas de ajedrez, todo él parece glacial, abstruso, indiferente a
mi madura belleza, ausente, solo de cuerpo presente, idéntico a un logaritmo
incalculable, un número –un 7- si se queda en pie, rígido, cabizbajo y con el índice en la barbilla, o un signo de interrogación cuando se lleva la mano a la
frente, el puro álgebra de la incomprensión. Y sin embargo…
¿Cómo no voy a estar
harta de él? Inepto en la cama, incapaz de ganar más que un ínfimo funcionario,
solo sabe abismarse en un silencio de cálculos y proporciones. Si fuera tan
genial como sus despistes hacen presumir, se lo disputarían las multinacionales
y sus patentes nos habrían hecho millonarios. Ojalá pudiera abandonarlo por
Hank, el próspero abogado que desde la adolescencia besa por donde piso hasta
en los días de lluvia.
Anoche Hank había
reservado mesa para el Yacht Club, ya que el único modo que el pobre tiene de
cenar conmigo es invitando también a Barnaby, pero no pudimos ir por culpa de
éste. Al salir de casa le dije que encendiera la luz del porche y que apagara
la del vestíbulo, que cerrara la puerta y echara la llave mientras yo arrancaba
el coche. Por una vez cumplió al pie de la letra los cuatro preceptos, salvo
que en lugar de salir cerró la puerta desde dentro. Estaba absorto –embobado-
en una fórmula. Y no en cualquiera, sino en la del rejuvenecimiento, la eterna juventud,
una utopía que aunque parece inalcanzable para el género humano, y más para
Barnaby, cierta intuición –tan inexplicable como mi amor por él- me hace abrigar
la ilusión de que lo consiga. Si por un azar inconcebible un mono sentado ante
una máquina de escribir podría escribir el Quijote, ¿por qué no va Barnaby a
descubrir un elixir que haga rejuvenecer a esos monos que tiene en el
laboratorio?
Quizá debido a eso fui
indulgente y le di otra oportunidad respecto a las luces del porche y a la
llave. De nuevo lo hizo todo bien salvo que volvió a encerrarse por dentro y
esta vez tardó más en abrirme, pensativo en la oscuridad del vestíbulo. Decidí
renunciar a aquella farsa y quedarnos en casa. Prefería tener que preparar la
cena a hacer el ridículo en el Yacht Club.
Al parecer al genio se
le había posado en el hombro el aguilucho de su inspiración, pero antes de que
pudiera apresar la idea el pajarraco salió volando y se la llevó a otra
latitud. Vino Hank a quejarse con razón de nuestro desplante. ¿Qué me impedirá
fugarme con él? Entretanto Barnaby se escaldó la lengua con la sopa, gracias a
lo cual mi corazonada y la fórmula parecieron factibles. El aguilucho había
vuelto a aterrizarle en el hombro: quemarse le había dado la idea de que era el
calor lo que había que aplicarle al brebaje para que sus componentes fueran
absorbidos por el organismo humano. Gracias a mi sopa de letras la humanidad
iba a dejar de envejecer. Hank tuvo que irse de aquella casa de locos.
Esta mañana Barnaby ha
salido media hora antes para entrevistarse con su jefe, Mr. Oxley, un anciano
al abismo de la congestión cardiovascular, más personal que profesionalmente
interesado en obtener la fuente de la eterna juventud. He pasado el día
intrigada por el resultado del experimento. Para enterarme de algo, al
anochecer me he presentado aquí, en el laboratorio, con la excusa de traerle la
cena. Para mi estupor lo he encontrado dormido en el diván, con el pelo cortado
a cepillo, una americana a cuadros chillones y una huella de pintalabios en la
comisura de los labios. Ahora se despierta y mientras me asegura que él mismo
ha probado la fórmula y ha tenido éxito, empiezo a sentir la picadura de los
celos. ¿Quién habrá tenido la desfachatez de besar a mi marido?
Barnaby dice que no
bien la hubo tomado, dejó de necesitar gafas y ya no le molestaba la bursitis.
Corrió a comprarse un deportivo digno de un veinteañero y lo estrenó (¿en qué
sentido?) con Mrs. Laurel, la secretaria de Mr. Oxley, que tenía órdenes de
traerlo de vuelta a la oficina. Barnaby dice que todo el tiempo sentía el vigor
y la ilusión y las musculosas esperanzas de la juventud. Habían ido a nadar, a
patinar y quién sabe qué más, a juzgar por la mancha de carmín. Ahora está
mareado, con resaca de tanta euforia y agujetas de todo ese frenesí. Se nota
que ha hecho ejercicio y lamento que haya sido otra quien haya disfrutado de su
pasajera reanimación. Porque ahora tiene el espíritu tan desteñido como
siempre.
Para salir de dudas,
desconfiando de él y de mi propia corazonada, aprovecho que se descuida y me
arriesgo a también yo probar la fórmula. Tampoco a mí me vendría mal revitalizarme
un poco. Ante la consternación de Barnaby, le replico que se limite a estudiar
mi reacción, para algo él es el científico. Me quejo del amargor y me trae un
vaso de agua, que también me sabe a rayos. Entra Mr. Oxley, palpitantes la
papada y la barriga, conmocionado por el hallazgo de Barnaby, y me agradece mi
sacrificio en aras de la ciencia. Ambos me observan: no siento nada raro. Pero
ahora que noto una ligereza y una elasticidad como no recordaba, mi cuerpo es
un puro muelle, me pongo a dar palmadas y a cantar, y concentro todo el deseo de hacer alguna travesura en esa
fulana de secretaria que me mira con los ojos como platos y quería quitarme a
mi marido, este niño prodigio con quien cruzaré de la mano el jardín de los
años, los dos por siempre bellos, jóvenes y ricos.
Gracias a ti. No tardaré en rendirte visita.
ResponderEliminarEn su defensa diré que era un marido fiel porque ni se había dado cuenta de que Marilyn le ponía ojitos.
ResponderEliminarY cuando se da cuenta dice "no, gracias".