Los
días pasan como las páginas de una novela de terror; y eso que la vida debería
transcurrir fácil para mí, un pensionista de mediana edad que vive solo, sin
responsabilidades, apenas ocupado por la naturaleza de sus lecturas y por la
escritura. Sin embargo, la persecución de Ángela me ha trastornado. El consumo
de veinticinco gramos diarios de Olanzapina no logra tranquilizarme. Me gana la
obsesión. Porque aunque solo nos hayamos visto un par de días tengo que decir
que Ángela es el amor de mi vida y ardo en deseos de que abandone el asedio
virtual con que me hostiga y aparezca de una vez en la vida real. A duras penas
puedo concentrarme en la lectura. Estos días he leído El Ruido del Tiempo, de
Julian Barnes, un análisis de la relación de Shostakóvich con el poder
soviético.
En
mi caso Ángela detenta el poder, nada puedo hacer que ella no controle. Ignoro
por qué medio incluso me sigue por la calle, su ojo insomne todo lo ve, tal y
como atestiguan su toma de contacto con tres técnicos de informática y con
cierto abogado, con quienes solo me hube relacionado entrando en sus
respectivos locales. Y es que al rato de contratar sus servicios ya los tenía
en contra. Ignoro con qué medios, además del dinero, se captaba sus voluntades,
supongo que les decía que era una broma de enamorados.
Ayer
por la tarde, camino de la farmacia, detecté a un barbudo patizambo que me
seguía como a saltos de un caballo de ajedrez, y un punzón de hielo me horadó
el corazón. En la farmacia, tras insertar en el ordenador mi tarjeta sanitaria,
se negaron a facilitarme la medicación porque al parecer el médico me la había
anulado. No es la primera vez que Ángela logra hackear el sistema informático
del Servicio Andaluz de Salud. Esta mañana el asombrado médico de cabecera me
ha reactivado la medicación. A la salida de la farmacia, acalorado, vi al
barbudo que sonándose con un pañuelo de papel me aguardaba junto a un
escaparate de la acera de enfrente. Me siguió hasta el supermercado abierto los
domingos por la tarde, y de aquí hasta casa. Lo peor que puede pasarle a un
paranoico es que lo sigan de verdad.
Más
tarde, a través de un ángulo de la cortina de encaje del salón lo vi merodear
por la calle y me sentí caer de vértigo desde la tercera planta a la acera. Sin
duda, es un esbirro de Ángela, que ya no tiene bastante con su seguimiento a
través del sistema de localización que le procura, como a través de las
telepantallas de 1984, de Orwell, información acerca de mis movimientos. Por la
noche, después de ver Trono de Sangre, la adaptación de Kurosawa de Macbeth al
Japón antiguo, vi que el barbas aún hacía guardia apostado junto al kebab de
enfrente. Hoy no ha hecho acto de presencia. En el paseo dado con mi madre por
el centro no ha vuelto a aparecer. Por supuesto que mi madre no ha creído en su
existencia. La presencia de Ángela solo se ha hecho notar en el ordenador
portátil. Durante largo tiempo, el cursor, como atenazado, no me ha obedecido
en mis intentos por salir de Twitter.
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