Camino
de la biblioteca, esta mañana el barbudo ha vuelto a husmearme la sombra. Con
su presencia Ángela intenta amedrentarme. No puedo recurrir a la policía para
librarme de él. La policía está de parte de Ángela; de hecho está siguiéndome
valiéndose de una tecnología policial, como si yo fuera un capo de la mafia o
el cabecilla de algún cártel de la droga. Esta tarde ha sucedido algo que ha
acabado de confirmármelo.
En
el supermercado, una coliflor y dos manzanas coronaban mis dos bolsas de papel de estraza. Abonada la
cuenta, antes de alcanzar la salida me salió al paso un tétrico y truculento
moreno de tez aceitunada y parche en un ojo, que extendiendo la siniestra sin
mover los labios, por la comisura de ese lado musitó una letanía de corrido, y
denegando con la cabeza para esquivar a aquel menesteroso, me hice a un lado.
-Por
favor, venga por aquí –ahora me pareció un encuestador, de no ser por su tono
funerario lo habría tomado por un vendedor deseoso de guiarme al stand. La
espalda cargada, el tupido vello en los brazos y del nacimiento del cuello, la
separación excesiva entre la nariz y la boca, lo acercaban a la especie de los
primates.
-Será
mejor que no ponga dificultades. Acompáñeme.
El
vistazo al carnet plastificado en el interior de la cartera instantáneamente
abierta me hizo consciente de la verdad. Volvió a extender el brazo a la
izquierda, mostrándome el camino. Obraba con discreción, consciente de su vil
condición. Por la derecha surgió la inevitable pareja, otro moreno que más
joven, erguido pero igual de rígido, con idénticos rasgos parecidos a boyas
vacilantes sobre una superficie traicionera, y con otro polo verduzco mosca,
parecía el hermano menor, la versión mejorada de primero antes de ser
corrompida por el ejemplo del mayor. Enmudeció el hilo musical; la promotora de
chocolatinas abrió los ojos de par en par; se volvió el cajero, en la detenida
cola se plegaron ceños y crisparon mejillas. Me dejé conducir entre ambos hacia
la puerta entornada de un modesto despacho, seguramente del gerente. El más
joven entró el último y la cerró. Hicieron a los lados las dos sillas de los
visitantes y conmigo en medio nos quedamos ante la mesa. El mayor me escrutaba
con la mirada sesgada de su ojo único. Siguió hablando con habilidades de
ventrílocuo, como si a través de la garganta y la caja de resonancia del tórax
sonara una grabadora:
-Está
usted siendo investigado por un robo en este local. Vamos a proceder a
registrarlo. Deje las cosas sobre la mesa –al callar tenía la costumbre de
cloquear con la epiglotis: la tecla de apagado de la grabadora.
-Debe
de ser un error. Yo no he robado nada.
-En
una grabación de las cámaras aparece alguien clavado a usted guardándose en el
bolsillo una alta de caviar. Le aconsejo que colabore.
-Oiga,
aquí ni siquiera tienen caviar auténtico… Los cajeros me conocen.
-Precisamente
por eso.
El
mudo se puso a descargar una bolsa y para mantener la dignidad yo hice lo mismo
con la otra. La mesa, por lo demás vacía, pronto empezó a parecer un puesto
ambulante.
-¿Tiene
el ticket?
-¿También
se supone que esto lo he robado?
Vacíese
los bolsillos y ponga todo aquí encima.
Él
se ocupó del resto de la otra bolsa. Ocluí la compuerta de los labios para
obstruir la corriente de protestas y acabar cuanto antes. Deposité en la mesa
el contenido del bolsillo izquierdo del pantalón: el cadáver de un pañuelo de
papel usado, una pelusa larvada, un extinto bono de bus, un caramelo de
eucalipto, el tintineante manojo de llaves, el ticket de compra y un papelito
arrugado con las notas tomadas al vuelo para un relato nonato. Mientras con la
actitud de un comprador desconfiado el joven cotejaba el ticket con los
artículos de la mesa, el otro intentaba descifrar mis apuntes.
-Es
la lista de la compra –le dije, para un policía nada hay tan sospechoso como la
literatura.
-Aquí
hay indicaciones muy sospechosas: “Quitar el dinero”… “Eliminar esto”
–renuncié:
-De
acuerdo, es el plan de…
-¿Un
robo?
Impulsado
por un movimiento en falso de su compañero, un tomate rodó por la mesa.
-Aquí
esto no concuerda –la voz del hermano pequeño era, más que chillona, incisiva y
aguda como la hoja de un cuchillo. Le indicó al mayor que en el ticket no
aparecía una lasagna que ya goteaba en una esquina de la mesa. Éste le hizo
saber que constaba como ultracongelado.
-El
otro bolsillo, vamos.
Mi
tenso puño dejó caer en la mesa el resto de una tableta de pastillas, un botón
de repuesto envuelto en plástico, el envoltorio de un chicle, las monedas del
cambio y la tarjeta sanitaria. Del bolsillo interior de la americana extraje el
carnet de identidad.
-¿Es
que no lleva teléfono?
Iba
a replicarle que lo tenía intervenido, y que en nada parecían progresar las
investigaciones de sus compañeros de la unidad telemática, pero fue más rápido:
-¿Y
tampoco cartera?
Escandalizados,
aquellos sabuesos dedicados a proteger la cartera de los potentados, no podían
creer que nadie en su sano juicio renunciara a llevarla.
-Ni
siquiera me han pedido que me identifique. ¿Qué clase de policías son ustedes?
-Lo
conocemos perfectamente, puede estar seguro. ¿Y estas pastillas para qué son,
para una noche de juerga? –me subió la temperatura corporal, la rabia ya
borboteaba en la caldera de mi ánimo.
-Son
tranquilizantes. Los llevo por si me topo con algún policía impertinente.
-Quítese
la americana. Los zapatos fuera.
Por
suerte eran de lengüeta y no tuve que agacharme para quitármelos. El joven se
lanzó a husmearlos como un perro.
-¿Quieren
también los calcetines? Les advierto que son de ayer.
-Ahora
los pantalones y la camisa.
-Esto
no va aquedar así.
-Desnúdese
de una vez y ponga los brazos en cruz.
Me parece genial
ResponderEliminarMe parece genial
ResponderEliminarMuchas gracias! Espero que te sigan gustando las próximas entradas.
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