miércoles, 21 de noviembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 21 de Noviembre: El asalto de la policía



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Camino de la biblioteca, esta mañana el barbudo ha vuelto a husmearme la sombra. Con su presencia Ángela intenta amedrentarme. No puedo recurrir a la policía para librarme de él. La policía está de parte de Ángela; de hecho está siguiéndome valiéndose de una tecnología policial, como si yo fuera un capo de la mafia o el cabecilla de algún cártel de la droga. Esta tarde ha sucedido algo que ha acabado de confirmármelo.
En el supermercado, una coliflor y dos manzanas coronaban mis dos  bolsas de papel de estraza. Abonada la cuenta, antes de alcanzar la salida me salió al paso un tétrico y truculento moreno de tez aceitunada y parche en un ojo, que extendiendo la siniestra sin mover los labios, por la comisura de ese lado musitó una letanía de corrido, y denegando con la cabeza para esquivar a aquel menesteroso, me hice a un lado.
-Por favor, venga por aquí –ahora me pareció un encuestador, de no ser por su tono funerario lo habría tomado por un vendedor deseoso de guiarme al stand. La espalda cargada, el tupido vello en los brazos y del nacimiento del cuello, la separación excesiva entre la nariz y la boca, lo acercaban a la especie de los primates.
-Será mejor que no ponga dificultades. Acompáñeme.
El vistazo al carnet plastificado en el interior de la cartera instantáneamente abierta me hizo consciente de la verdad. Volvió a extender el brazo a la izquierda, mostrándome el camino. Obraba con discreción, consciente de su vil condición. Por la derecha surgió la inevitable pareja, otro moreno que más joven, erguido pero igual de rígido, con idénticos rasgos parecidos a boyas vacilantes sobre una superficie traicionera, y con otro polo verduzco mosca, parecía el hermano menor, la versión mejorada de primero antes de ser corrompida por el ejemplo del mayor. Enmudeció el hilo musical; la promotora de chocolatinas abrió los ojos de par en par; se volvió el cajero, en la detenida cola se plegaron ceños y crisparon mejillas. Me dejé conducir entre ambos hacia la puerta entornada de un modesto despacho, seguramente del gerente. El más joven entró el último y la cerró. Hicieron a los lados las dos sillas de los visitantes y conmigo en medio nos quedamos ante la mesa. El mayor me escrutaba con la mirada sesgada de su ojo único. Siguió hablando con habilidades de ventrílocuo, como si a través de la garganta y la caja de resonancia del tórax sonara una grabadora:
-Está usted siendo investigado por un robo en este local. Vamos a proceder a registrarlo. Deje las cosas sobre la mesa –al callar tenía la costumbre de cloquear con la epiglotis: la tecla de apagado de la grabadora.
-Debe de ser un error. Yo no he robado nada.
-En una grabación de las cámaras aparece alguien clavado a usted guardándose en el bolsillo una alta de caviar. Le aconsejo que colabore.
-Oiga, aquí ni siquiera tienen caviar auténtico… Los cajeros me conocen.
-Precisamente por eso.
El mudo se puso a descargar una bolsa y para mantener la dignidad yo hice lo mismo con la otra. La mesa, por lo demás vacía, pronto empezó a parecer un puesto ambulante.
-¿Tiene el ticket?       
-¿También se supone que esto lo he robado?
Vacíese los bolsillos y ponga todo aquí encima.
Él se ocupó del resto de la otra bolsa. Ocluí la compuerta de los labios para obstruir la corriente de protestas y acabar cuanto antes. Deposité en la mesa el contenido del bolsillo izquierdo del pantalón: el cadáver de un pañuelo de papel usado, una pelusa larvada, un extinto bono de bus, un caramelo de eucalipto, el tintineante manojo de llaves, el ticket de compra y un papelito arrugado con las notas tomadas al vuelo para un relato nonato. Mientras con la actitud de un comprador desconfiado el joven cotejaba el ticket con los artículos de la mesa, el otro intentaba descifrar mis apuntes.
-Es la lista de la compra –le dije, para un policía nada hay tan sospechoso como la literatura.
-Aquí hay indicaciones muy sospechosas: “Quitar el dinero”… “Eliminar esto” –renuncié:
-De acuerdo, es el plan de…
-¿Un robo?
Impulsado por un movimiento en falso de su compañero, un tomate rodó por la mesa.
-Aquí esto no concuerda –la voz del hermano pequeño era, más que chillona, incisiva y aguda como la hoja de un cuchillo. Le indicó al mayor que en el ticket no aparecía una lasagna que ya goteaba en una esquina de la mesa. Éste le hizo saber que constaba como ultracongelado.
-El otro bolsillo, vamos.
Mi tenso puño dejó caer en la mesa el resto de una tableta de pastillas, un botón de repuesto envuelto en plástico, el envoltorio de un chicle, las monedas del cambio y la tarjeta sanitaria. Del bolsillo interior de la americana extraje el carnet de identidad.
-¿Es que no lleva teléfono?
Iba a replicarle que lo tenía intervenido, y que en nada parecían progresar las investigaciones de sus compañeros de la unidad telemática, pero fue más rápido:
-¿Y tampoco cartera?
Escandalizados, aquellos sabuesos dedicados a proteger la cartera de los potentados, no podían creer que nadie en su sano juicio renunciara a llevarla.
-Ni siquiera me han pedido que me identifique. ¿Qué clase de policías son ustedes?
-Lo conocemos perfectamente, puede estar seguro. ¿Y estas pastillas para qué son, para una noche de juerga? –me subió la temperatura corporal, la rabia ya borboteaba en la caldera de mi ánimo.
-Son tranquilizantes. Los llevo por si me topo con algún policía impertinente.
-Quítese la americana. Los zapatos fuera.
Por suerte eran de lengüeta y no tuve que agacharme para quitármelos. El joven se lanzó a husmearlos como un perro.
-¿Quieren también los calcetines? Les advierto que son de ayer.
-Ahora los pantalones y la camisa.
-Esto no va aquedar así.
-Desnúdese de una vez y ponga los brazos en cruz.

                                          

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