A
la hora convenida, las diez, el portero automático estalló en un gemido, y bajé
a encontrarme con Juan Diego. Nos dimos un cálido abrazo entre sendas
carcajadas. Conservaba toda su jovialidad y su sonrisa traviesa en el rostro
lampiño de rubio atractivo.
-Qué
envidia. No te has dejado ni un pelo –aludió, pasándose la mano por su cabello
pelado al cepillo, al afeitado de mi cabeza. Me había pasado la tarde
acicalándome, sin dejar de acariciar mis expectativas por encontrarme con
Ángela.
Me
dejé llevar por él al primer local. Entallado en una cazadora de aviador
oscilaba su cuerpecito, bajo y garboso, de un lado a otro. En el camino no
tardamos en ponernos al día sobre nuestras situaciones personales. Él
conservaba su cómodo trabajo en el Ayuntamiento de Motril –se había pedido el
día siguiente de asuntos propios, por lo que no tendría que madrugar- y
continuaba saliendo con Patricia, una profesora treintañera diez años menor que
él. Ingresamos a una cervecería irlandesa de barra de nogal y suelo de parquet,
vacía salvo por una morena solitaria que bebía su pinta en la esquina opuesta.
Después de pedir sendas Guinness Juan Diego me propinó un codazo:
-Mira
qué morena tan guapa –en la luz granulosa apenas se distinguían sus delicados
rasgos y las sombras del maquillaje de los ojos-. Me voy a la calle a fumar un
cigarro. En cuanto vuelva te quiero ver hablando con ella, como en los viejos
tiempos.
Me
contrarió aquella incitación. Si se había aliado con Ángela, ¿cómo me invitaba
a ligar con otra? En cuanto me quedé solo me fijé en la bebedora y una mano de
hielo me tocó el corazón: ¿Y si fuera ella? Cogí mi abrigo y mi cerveza y me
acerqué a la desconocida. Desde mi nueva perspectiva me fijé en su perfil suave
y en los enormes ojos que le comían la cara, que no me sacaron de dudas. Se
terminó la cerveza y llamó a la camarera para abonarla. Hasta donde recordaba,
su estatura mediana y prominente busto coincidían. Tenía que asegurarme, de
modo que de un par de zancadas me coloqué a su altura y me dirigí a ella:
-Perdona,
¿eres Ángela Mayo?
-Eso
está muy trillado.
Cogió
su cambio del platillo y me dejó plantado, chasqueado. En el camino de salida
se cruzó con Juan Diego, que le dedicó su típica mirada lasciva, mordiéndose el
labio inferior.
-Está
buenísima, qué pena que se vaya –se pasó la mano por el pelo.
-He
pinchado hueso.
-Está
cayendo la mundial.
Por
debajo de la música rock de ambiente resonaba la lluvia a través de los
ventanales. Sin paraguas, lo más inteligente era quedarse allí. Nos dedicamos a
pasar revista a la situación de viejos conocidos, o más bien fue él quien me
puso al día pues por mi aislamiento lo desconocía todo sobre ellos. Luego llegó
la hora de recordar viejas batallitas. Hace casi veinte años que Juan Diego y
yo nos conocimos en una inmobiliaria en la que ambos trabajábamos de
comerciales y aquella época fue caldo de cultivo de miles de anécdotas
acaecidas en nuestra labor y en las múltiples salidas nocturnas en que
prolongamos nuestra relación. No obstante me sentía incómodo, mi risa sonaba
como un graznido. Pedimos varias rondas más. Él también estaba nervioso. La
frecuencia con que salía a fumar y la ansiedad con que manipulaba el teléfono
indicaban que estaba comunicándose con Ángela y decidiendo dónde se produciría
el encuentro. El local fue llenándose. Dos grupos nos flanqueaban y el rumor de
conversaciones ronroneaba en la barra. Poco acostumbrado al alcohol, una bruma
me empañaba los sentidos. Por los nervios, salí a fumar un cigarrillo con mi
amigo. Desde la marquesina, gruesos goterones azotaban la calle.
-¿Dónde
podemos ir?
-Con
este panorama será mejor que nos quedemos –me respondió sin dejar de manipular
su teléfono.
De
vuelta a nuestro lugar en la barra me fijé en otra misteriosa morena, que me
devolvió la mirada desde un corro sentado en una mesa. Pálida y bella, marcada
por eróticas ojeras, podría tratarse de ella. Busqué ayuda en Juan Diego:
-¿Es
ella?
-¿Quién?
-La
de la mesa de la derecha.
-Muy
rica, pero no la conozco.
-Entonces,
¿no es?
-No
sé a quién te refieres.
Para
salir de dudas no tuve más remedio que acercarme a la mesa y acuclillarme a la
altura de la candidata:
-Perdona,
¿eres Ángela Mayo?
-No,
pero no me importaría serlo –me respondió con una sonrisa de acogida.
-Lo
siento, perdona otra vez –le espeté retirándome y desperdiciando un ligue
seguro. Si trababa relación con ella, Ángela no aparecería y me sometería a
otro año de persecuciones y tortura.
-No
es tu día de suerte –me dijo Juan Diego, atusándose el pelo con la mano, cuando
me vio regresar frustrado.
Dos
cervezas más tarde me fue ganando la impaciencia. Eran más de las dos de la
mañana y Ángela seguía sin aparecer. La conversación con Juan Diego
languidecía. La lluvia había remitido, pese a lo cual seguía sin proponer
dirigirnos a otro local. Para provocarlo saqué a colación los escándalos y
corruptelas en que durante el intervalo que no nos habíamos visto habían
incidido algunos de sus ídolos, como Rodrigo Rato o Iñaki Undargarín.
-Tampoco
el PSOE se ha quedado atrás con los ERES –fluyó un silencio de serpiente.
Empecé
a exasperarme. Me sentí burlado y escarnecido por Ángela, había sido víctima de
una broma pesada suya en connivencia con mi amigo. Solo me había hecho creer
que se presentaría para mofarse de mí. Nublado por el alcohol, pedí la cuenta,
furibundo de rabia. Juan Diego me miró con actitud interrogativa, tenía su
pinta casi llena. Antes de dejarlo plantado le espeté:
-Tardaremos
en volver a vernos.
-¿Te
ha pasado algo?
-El
problema está en lo que no ha pasado. Lo sabes perfectamente.
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