El
domingo recibí un SMS que podría invertir el orden del mundo. Después de mucho
tiempo, Juan Diego, mi mejor amigo, me invitaba a salir el miércoles por la
noche, y eso implicaba que quizá Ángela al fin haría acto de presencia en mi
vida. También aliada con él, aparecería en alguno de los locales a que mi amigo
me llevara, y yo tendría que dar el paso de abordarla e iniciar la relación
como si de un reencuentro accidental se tratara. Respondí a Juan Diego que
estaba a su disposición. Una nueva luz barnizaba los muebles con un resplandor
de triunfo, la música electrónica de los vecinos que me constaba sonaba a
instancias de Ángela ofrecía un tono íntimo de música de cámara, el escritorio
había dejado de parecer un catafalco. Todo brillaba con un fulgor puro y
prístino. Ya solo tendría que dejarme llevar por Juan Diego al local señalado
para nuestro encuentro. El alborozo retozaba como un cachorro en mi interior.
Tendría
que llevarme las gafas para reconocer a Ángela. Solo nos habíamos visto un par
de veces y hacía casi diez años de esto, y en sus apariciones televisivas
aparecía cargada de maquillaje. Hasta hacía unos meses había presentado de
lunes a viernes un informativo nocturno, pero ahora estaba en el paro y podía
venir a Granada en cualquier día de la semana. Eufórico, desdeñé tomar la
medicación; Ángela sería mi mejor tratamiento. Me puse a limpiar el
apartamento. Cambié las sábanas, limpié las ventanas y barrí la terraza. Aunque
lo más factible sería que nos acostáramos en su habitación de hotel, quería
estar preparado. De repente, se me escurrió el cepillo de las manos a la idea
de que se tratara de una falsa alarma. Hacía casi un año que Juan Diego me
había escrito que muy pronto quedaríamos para salir y el tiempo había pasado
sin que cumpliera su promesa. Puede que se tratara de una burla de Ángela que
pretendía ilusionarme con la inminencia de su presencia para después golpearme
con un plantón, con su ausencia. Me había quedado helado y corrí a tomarme la
medicación; bastaría con evitarla el miércoles para poder beber.
Las
pastillas me devolvieron el optimismo. Sería demasiado cruel que un amigo como
Juan Diego se prestara al juego. Del ordenador desparecieron las señales; la
presencia real de Ángela vendría a sustituir a la virtual. El soñado encuentro
pondría fin a este diario; por fortuna resultaría mucho más breve de lo que
pensaba. Confeccioné a lápiz un listado de posibles temas de conversación con
Ángela; tantos son los puntos de contacto entre nosotros que no valía la pena
anotarlos. Congeniamos de tal modo que toda preparación sobraba, entre nosotros
fluiría la armonía y comprensión más estrechas y naturales. En principio me
centraría en su novela. Hacía dos años que había publicado una novela histórica
que yo ahora me ocuparía de alabar. En su día había ella escrito un tuit
diciendo que su editor tenía los mismos gustos que ella, en clara alusión a que
su editorial podría publicar mis escritos. Ante Ángela haría pasar mi
tratamiento psiquiátrico como resultado del desengaño y despecho por la
incomprensión de mi arte, por el rechazo sistemático de mis novelas por parte
de las editoriales, con lo que le daría ocasión de que me invitara a
remitírselas a su editor. Una vez en contacto con Ángela mi vida cambiaría;
dejaría de ser un fracasado escritor asediado por la soledad y la paranoia para
convertirme en un desenvuelto autor de éxito.
La
alegría me impidió concentrarme en la lectura del ensayo de García Montero
Poesía, Cuartel de Invierno. Salí a proveerme de bebidas, por si culminábamos
la velada en mi apartamento. En la cola del supermercado detecté, dos puestos
por delante, a mi perseguidor barbudo. Como yo, depositó en la caja varias
botellas de licor. Un tic nervioso le convulsionaba la mejilla izquierda.
Parecía mi sombra, unas veces por delante y otras por detrás de mí. Me miró
temeroso un par de veces, encogiendo como una tortuga la cabeza entre los
hombros.
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