Un
ritmo percutivo empezó a martillear del otro lado del tabique. Los vecinos, dos
enojosos hermanos de Cazorla que han venido a estudiar a Granada, manifestaban
de mañana su devoción por la música electrónica. Me levanté del escritorio y
estampé tres veces la pantufla contra la pared, pero solo logré como respuesta
otros tres impactos de vuelta, sin que la música bajara un ápice su intensidad.
No podía recurrir a la policía, de modo que me conformé con ocluirme los oídos
con tapones de cera, y volví a ponerme ante el ordenador.
Para
colmo de males no lograba conectarme a Internet para revisar las interacciones
de mi cuenta de Twitter y comprobar el número de visitas al blog. Apagué el
equipo y volví a intentarlo, en vano. Desenchufé y volví a enchufar el rúter,
con el mismo resultado. Era como si al navegador le faltara fuerza para captar
el Wifi. Reconocí la mano de Ángela en esto. No en vano me tuvo más de un año
sin poder conectarme a Internet, motivo por el que hube de abandonar el blog y
mi actividad tuitera, y que pare de una vez esa maldita música que ahora que
escribo mi diario vuelve a descentrarme y a desconcentrarme y desconcertarme el
pensamiento.
Como
la música persistía y necesitaba un cambio para desfogar mi enfado por no poder
navegar, aproveché un claro en el clima lluvioso de estos días para irme al
parque García Lorca a leer. Así pues introduje en una bolsa una botella de
agua, las gafas y la novela Niños en el Tiempo, de Menéndez Salmón, y me lancé
a la calle. Y cuál no fue mi sorpresa al ver a los primeros pasos a mi
perseguidor barbudo delante de mí. Era inconfundible, con sus piernas arqueadas
y sus saltitos, que le hacían oscilar los faldones de su impermeable gris.
Empuñaba un paraguas a modo de bastón. Cruzó el semáforo en dirección al parque
y para mi sorpresa ingresó en él. Lo seguí a través del laberinto de setos recortados y cuando salimos al paseo
lateral tomó asiento en mi banco favorito, uno albergado bajo la copa de un
pino, de modo que pasé de largo ante él y me dirigí a la avenida de los álamos,
donde tomé asiento. Incómodo por todo lo que me estaba sucediendo intenté
concentrarme en la lectura.
Abro
el libro: leo la primera frase. Me invade cierta inquietud, descruzo la pierna
izquierda sobre la derecha y cruzo la derecha sobre la izquierda, cambiando
hacia este lado el libro y la orientación del tronco. A la segunda frase los
nervios me bullen, me hieren un desconcierto y una intranquilidad que me hacen
impermeable al significado de cuanto leo, me siento a la turca y vuelvo a
intentar concentrarme. Pasa la sombra jadeante de un corredor. Antes de
concluir la tercera frase he de volver a la postura inicial, y al acabarla una
especie de resorte mental me hace saltar del banco. No puedo permanecer
sentado. He perdido el don de la inmovilidad, de la calma, un desasosiego
interno me obliga a cambiar de continuo de posición. Dejando el libro en el
banco camino arriba y abajo, sin apenas alejarme. Estoy desolado. Me van
ganando el disgusto y la frustración por no poder leer. Me obligo a sentarme de
nuevo. Retomo la lectura de la tercera frase. No soy capaz de concluirla sin descruzar
las piernas y cruzarlas del otro lado. Vuelve a enmarañárseme la mente, el
malestar me impide la lectura del siguiente párrafo. ¿Me impedirá Ángela el
acceso a Internet durante otro año? ¿Qué hace el barbudo en mi banco? El libro
me tiembla, la tensión me hace cogerlo demasiado fuerte. Respiro hondo. Vuelvo
a acometer el párrafo. Para concluirlo no me vale ni volver a sentarme a la
turca. Arrojando el libro a un lado me propulso hacia el sendero. Estoy a punto
de chocar con un corredor de camiseta negra. Vuelvo a pasear arriba y abajo,
los puños apretados, sin perder de vista el banco vacío salvo por la botella de
agua y el libro abandonado, abierto boca abajo como un pájaro herido con las
alas desplegadas. El corazón me galopa. Bebo un trago y me obligo a sentarme de
nuevo. Antes de abordar el largo párrafo me sé incapaz de aprehenderlo y tras
cambiar tres veces de posición me doy por vencido.
Derrotado,
me volví a casa. De todos modos unas gotas ya se filtraban entre los álamos.
En
el apartamento reinaba un silencio benéfico y logré conectarme a Internet.
Aliviado, publiqué la siguiente entrada a mi diario, “Una Conversación
Esquizofrénica”. La media de lectores ha bajado respecto a los posts habituales
del blog cinéfilo. Una vez más el cursor trazó sus burlones circulitos en la
pantalla, obra de Ángela. Volvió a estallar la música electrónica en el piso de
al lado.
No
dejó de resonar el resto de la jornada, ni buena parte de la siguiente, hoy. De
vuelta del supermercado me he cruzado en el ascensor con la joven vecina, que
bajaba. En lugar de estar avergonzada me ha saludado con una sonrisa radiante
que le ha encendido la cara inteligente encuadrada en tirabuzones de rubia
oxigenada, y ha dejado de teclear en el teléfono para con el índice trazar en
el aire circulitos idénticos a las señales de Ángela en el portátil.
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